Sumario: Módulo 9

Juan Pablo I
ÉTICA DEL USO DE LA FUERZA




1. La paz

No puede llamarse violencia a cualquier uso de la fuerza. Violencia es el uso injusto de la fuerza -física, psicológica y moral- con miras a privar a una persona de un bien al que tiene derecho, u obligarle a hacer lo que es contrario a su libre voluntad, a sus ideales, a sus intereses. La violencia impide la paz, que es la “tranquilidad del orden”, según San Agustín. Por eso, todo lo que se haga para evitar el desorden contribuye a mantener o restaurar la paz y evitar hechos de violencia.

Para que haya paz es necesario: la salvaguarda de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, y la práctica asidua de la fraternidad. Es obra de la justicia y efecto de la caridad.


2. Orden público y función judicial

Para mantener la paz en la sociedad, el Estado, a través de sus órganos judiciales, debe:
a) dirimir las contiendas y definir situaciones litigiosas surgidas por intereses contrapuestos entre los habitantes; tal es la llamada justicia civil y comercial;
b) perseguir y sancionar al infractor de las leyes; tal la justicia penal y correccional;
c) dirimir las contiendas entre los particulares y los organismos del Estado; tal la justicia contencioso-administrativa;
Para este fin, es necesaria también una institución policial, que procure evitar la violencia, y disponga de medios de represión material.

El Estado es el gerente del bien común; esta misión hace surgir para la autoridad pública el poder de sancionar y ejercer coacción sobre aquellos que obstaculizan y perturban la realización del bien común. Por tanto, la autoridad puede imponer penas -mal físico- a quien viole la ley, por la necesidad que tiene la sociedad de defenderse contra los injustos agresores y perturbadores del orden público.
Conforme con el derecho natural que tiene todo hombre a la seguridad jurídica, la autoridad deberá respetar estas pautas:
a) ningún habitante será sancionado si no es en virtud de una ley anterior al delito o infracción que se le imputa;
b) se ha de sustanciar un procedimiento en el que se otorgue posibilidad de defensa al imputado;
c) la pena debe guardar una relación con el delito o infracción cometida.



3. Finalidad de las penas

El Estado, al aplicar las penas que correspondan, por los delitos cometidos, debe buscar varios efectos:
► medicinal: procurar que el delincuente se enmiende y readapte a vivir en sociedad;
► vindicativo: castigar el delito en sí, restableciendo la justicia violada por la expiación de la pena cometida;
► ejemplar: indicar al resto de los habitantes cuál será el fin de los que delinquen, perturbando el orden público.

Algunas teorías penalistas modernas, de raíz positivista -ej.: “garantistas”-, no aceptan el carácter vindicativo de las penas, pues consideran que el delincuente es un enfermo, o que incurre en el delito por influjo de las estructuras sociales injustas.

Pío XII expone la doctrina del Magisterio de la Iglesia:
La pena vindicativa está rechazada por muchos (...) Afirmamos, entonces, que no sería justo rechazar por principio y en forma total la función de la pena vindicativa (...) es de mayor conformidad con lo que las fuentes de la Revelación y de la doctrina tradicional enseñan sobre el poder coercitivo de la legítima autoridad.”[1]


4. Pena de muerte

El cristianismo siempre aceptó la aplicación de la pena máxima en determinadas circunstancias (CIC, Nº 2266). Santo Tomás argumentaba que: “cada persona singular se compara toda la comunidad como la parte al todo; y, por lo tanto, si un hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe por algún delito, laudable y saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común.”[2]

El Catecismo resume la posición actual de la Iglesia:
Si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.” (CIC, Nº 2267)



5. La guerra

Proudhon afirmó que la guerra no necesita definición, porque todo el mundo sabe lo que es, unos porque han sido testigos y otros porque han tomado parte en ella. Sin embargo, la precisión de conceptos es una exigencia de la prudencia científica y necesaria en todo análisis. Ante todo, no debe confundirse la guerra, con el conflicto y la lucha, términos que pueden designar realidades diferentes.
La guerra es: la lucha armada entre dos bandos humanos rivales que tratan de imponer al adversario un objetivo por el medio violento de la fuerza militar.

La concepción cristiana de la guerra, puede resumirse en tres ideas básicas:

La guerra es una cuestión moral y jurídica: no es un fenómeno necesario, porque donde existe determinismo no hay espacio para la moral ni para las cuestiones de justicia. La decisión bélica es una decisión humana.
La guerra es un mal grave y fuente de males: por ello, sólo puede ser justa cuando sea el único medio de que se dispone, sea para evitar otro mal mayor, sea para conseguir un bien mayor que los males que produce.
Todo gobierno debe procurar la paz: porque éste es el medio normal a través del cual se logra el bien común. Cuando surjan conflictos, el gobernante cristiano debe buscar su solución por vía pacífica. La guerra es el último recurso. Por eso, aunque el cristianismo acepta la licitud de la guerra en ciertas condiciones, y admite la posibilidad de una guerra justa, no puede ser considerado belicista, porque no exalta ni hace apología de la guerra.

Cuando a San Juan Bautista los soldados del Imperio le preguntan qué han de hacer, el Precursor no les exige el abandono de su profesión militar, sino que simplemente les recomienda el cumplimiento de sus deberes dentro de esa profesión:
No hagáis extorsiones a nadie ni uséis de fraude, y contentaos con vuestras pagas” (Lc 3,14).

El Catecismo señala las condiciones rigurosas que se exigen para que una guerra sea justa:
Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.
Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces.
Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición (CIC, Nº 2309).

La doctrina cristiana promueve la paz, pero no puede llamarse pacifista, porque admite la licitud de la profesión militar, la contribución ciudadana a las fuerzas armadas y la legitimidad de la defensa contra un injusto agresor. Mientras el belicismo es la negación de todo cristianismo, al pacifismo hay que considerarlo como una acentuación extrema, generalmente mística, de los principios cristianos. Y la pretensión de imponer un desarme unilateral, no favorecería la causa de la paz, sino que sería una instigación a la agresión y a la guerra por parte del que quedara más fuerte.

Por ello, el mismo Catecismo aclara:
Sin embargo, mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa” (CIC, Nº 2308).


6. Guerra civil

Una forma de guerra es la llamada “civil”, que se desata dentro de un mismo país, entre dos sectores antagónicos. Para ella rigen las mismas condiciones exigidas para justificar una guerra externa. Puede llegarse a esta situación por múltiples motivos: políticos, étnicos, religiosos. Si es consecuencia de una rebelión o revolución contra un gobierno considerado injusto, se aplican los requisitos detallados en el Módulo 7.

Un caso dramático, que puede servir de modelo para el análisis, es la guerra civil en Irlanda del Norte, donde se enfrentaron grupos católicos y protestantes, pero por motivaciones políticas derivadas del deseo de independencia. El Papa Juan Pablo II, hablando en Irlanda, advirtió:
“Pero el cristianismo no nos manda que cerremos los ojos a los difíciles problemas humanos. No nos permite o impide ver las injustas situaciones sociales o internacionales. Lo que el cristianismo nos prohibe es buscar soluciones a estas situaciones por caminos del odio, del asesinato de personas indefensas, con métodos terrorísticos”.[3]

Exhortó el pontífice a no dejarse obnubilar por la mentira de la violencia: “que nadie pueda llamar nunca al asesinato con otro nombre que el de asesinato, que a la espiral de la violencia no se le dé nunca la distinción de lógica inevitable o de represalia necesaria”.[4]

Destacable fue la reflexión dirigida a los políticos, sosteniendo la falsedad de que solamente la violencia conduce al cambio en una sociedad, y afirmando que la acción política no puede asegurar la justicia. Les aseguró que la violencia se desata sin frenos cuando han un vacío político o un rechazo a la actividad política. Por eso, les insta a afrontar su responsabilidad:
Si los políticos no se deciden y actúan en favor del justo cambio, entonces el campo queda abierto a los hombres de la violencia.”[5]


7. Guerra antisubversiva

Una variante moderna de la guerra civil, es la acción subversiva emprendida por grupos armados con el fin explícito de tomar el poder, para imponer por la fuerza una determinada ideología desde el Estado. Surge, en este caso, la duda sobre la forma en que las Fuerzas Armadas pueden combatir a grupos guerrilleros que actúan clandestinamente. ¿Es posible hacer la guerra de un modo eficaz, sin perder el alma?

Para tratar de esclarecer el tema, recordemos, en primer lugar, que el tema de la guerra fue estudiado en profundidad por los teólogos cristianos. Dentro de nuestra tradición hispánica, disponemos de la obra de Francisco de Vitoria, que aclaró hace varios siglos las dudas más frecuentes sobre la guerra, y que son aplicables también a este tipo de contienda bélica subversiva.


Vitoria sostiene que es lícito hacer en la guerra todo lo que sea necesario para la defensa de un bien público. No todo lo necesario para vencer, pues el principio básico es que el fin no justifica los medios, es decir, que el estado de guerra no suprime los derechos naturales.

Resumamos lo que resulta lícito hacer en este tipo de guerra, respecto a las principales cuestiones:

A. El derecho de dar muerte al contendiente:

En combate: a quien toma las armas contra la autoridad legítima.
Estando prisionero: aunque merezca la pena de muerte, sólo podrá ser ejecutado luego de ser condenado, en un juicio con las debidas garantías de defensa. Sto. Tomás argumentaba que el hombre pecador no es por naturaleza distinto de los hombres justos, por consiguiente, hará falta un juicio público para decidir si se le debe matar en atención al bien común.

Admitir que cualquier oficial de las Fuerzas Armadas o policiales pueda disponer por sí mismo la muerte de un culpable desarmado y prisionero, es violar la justicia. Es moralmente intolerable que se dé muerte a un subversivo en forma clandestina. El castigo debe ser público; la ejecución secreta deja intacto el delito, no lo sanciona y convierte al reo en víctima y en asesino a su ejecutor.

B. Tortura

Como medio de instrucción (interrogación), es intrínsecamente injusta, pues
► el imputado puede ser inocente;
► aunque sea culpable, la tortura viola el derecho a la integridad física.
Al no estar permitida en ninguna legislación y prohibida por tratados internacionales, siempre es clandestina, lo que facilita un mayor abuso, ya que los verdugos tienden a deshumanizarse y a complacerse con el sufrimiento ajeno (envilecimiento).

La única excepción que contempla la doctrina se da en casos gravísimos, para evitar un mal mayor. Por ejemplo: al ser detenido in fraganti un terrorista que ha colocado una bomba en un lugar donde su estallido causaría infinidad de muertos y heridos. En ese caso, poco frecuente, puede justificarse el apremio físico -en lo posible incruento, con la utilización de drogas- para que confiese en qué sitio exacto colocó el artefacto explosivo y poder desactivarlo.

C. Apropiación de bienes del enemigo

Es justo que quien dañe a otro lo indemnice con sus bienes. Pero será el Estado quien regule y controle el procedimiento. En ningún caso puede admitirse que el personal militar o policial que actúa en un allanamiento, se apodere de los bienes del subversivo, a título de botín de guerra. Enseña Sto. Tomás que: “Si indebidamente arrancan algo por la fuerza, incurren en rapiña y también en latrocinio.

D. Inocentes

Dice Vitoria que no es lícito en la república castigar a los inocentes por los delitos de los malos. Esto se aplica a los familiares y amigos de los subversivos. “Ni aún en la guerra contra los infieles es lícito matar a los niños ... ya que son inocentes ... Así como tampoco a las mujeres ... ya que en lo que se refiere a la guerra, se presume que son inocentes, a menos que se constate la culpabilidad de alguna.

Por el mismo motivo, no se debe mantener indefinidamente en prisión a un sospechoso, sin someterlo a juicio, y sin reconocer su detención.

Tampoco puede el Estado disponer de los hijos de un guerrillero, dándolos en adopción en lugar de entregarlos a sus familiares.


8. Conclusión sobre la violencia

La guerra nace en el corazón del hombre, porque es el hombre quien mata y no su espada o, como diríamos hoy, sus misiles. Si los sistemas actuales, engendrados en el corazón del hombre, se revelan incapaces de asegurar la paz, es preciso renovar el corazón del hombre para renovar los sistemas, las instituciones y los métodos de convivencia.”[6]


Fuentes:

Castro Castillo, Marcial. “Fuerzas Armadas, ética y represión”; Buenos Aires, Nuevo Orden, 1979.
Palumbo, Carmelo. “Guía para un estudio sistemático de la Doctrina Social de la Iglesia”; Buenos Aires, EDUCA, T. II, 1987.
Sorge, P. Bartolomé. “La violencia”; Madrid, Cuadernos BAC, 1978.
Rodríguez de Yurre, Gregorio. “Actitud cristiana ante la guerra”; en Instituto Social León XIII, “Comentarios a la Pacem in Terris”, Madrid, BAC, 1963, pgs. 448/485.
[1] Pío XII. Alocución al VI Congreso Internacional de Derecho Penal, 3-10-53.
[2] Suma Teológica; II-II,q.64, art. 2
[3] Juan Pablo II, Homilía, 29-9-1979
[4] Idem
[5] Idem
[6] Juan Pablo II, Discurso, 9-10-2001

No hay comentarios: