Sumario: Módulo 10

Juan Pablo II



1. Desviaciones ideológicas

La Doctrina Social de la Iglesia, sufre a menudo las mismas contaminaciones de las ideologías modernas que afectan a la teología. De allí que sea necesario tomar los recaudos detallados en el Módulo 2, para tener la garantía de la recta doctrina.
Recordemos la orientación general que formuló Pablo VI:
“El cristiano que quiere vivir su fe en una acción política, concebida como servicio, no puede adherirse sin contradecirse a sí mismo, a sistemas ideológicos que se oponen radicalmente o en los puntos sustanciales, a su fe y a su concepción del hombre. No es lícito, por tanto, favorecer a la ideología marxista... Tampoco apoya el cristiano la ideología liberal...” (OA, 26).

El Papa, en l974, en un discurso a la Congregación General de la Compañía de Jesús advirtió:
“...se nota hoy en algunos sectores de la Compañía, un grave estado de incertidumbre, más aún, un cierto modo de obrar y de pensar que ponen en tela de juicio la identidad de vuestra vida religiosa”.
“Hoy día es muy fuerte la fascinación del segundo carisma: el predominio de la acción sobre el ser; del trabajo sobre la contemplación; de la existencia concreta sobre la especulación teórica, lo cual ha hecho pasar de una teología deductiva a una inductiva; todo esto podría hacer pensar que los dos aspectos de la fidelidad y de la caridad son opuestos. Pero no es así, lo sabéis muy bien: ambos proceden del Espíritu que es amor. (...) En caso contrario, la disponibilidad para el servicio puede degenerar en relativismo, convertirse al mundo y a su mentalidad inmanentista, asimilarse a la condición humana que se pretende salvar, y finalmente reducirse incluso a un secularismo, confundiéndose con lo profano.”[1]

Ya unos años antes, el mismo pontífice había resumido la situación:
“...se reúnen y se manifiestan en pequeños grupos que terminan por dar sus preferencias a otras ideologías, ya sean religiosas (cf. modernismo pasado y reciente), ya sociales (cf. marxismo) y no a la auténtica fe cristiana.”[2]

A lo que más hay que temer, decía en su tiempo San Cipriano, no es al ataque a cara descubierta, pues ante un adversario manifiesto, el alma se prepara al combate.
“Más peligroso y alarmante es el enemigo que avanza sin ruido y que, bajo las apariencias de una falsa paz, repta con ocultos designios; por tal proceder ha merecido el nombre de serpiente.”[3]
En la actualidad, la Iglesia Católica se ve asediada desde su mismo interior, por grupos que, invocando a veces legítimos propósitos -de lo contrario carecerían de toda audiencia-, comprometen seriamente la unidad interior de los fieles y enuncian doctrinas erróneas que confunden los espíritus, debilitando su fe y su ardor apostólico.

El pensamiento oficial de la Iglesia, a través del juicio unánime de los Soberanos Pontífices de los últimos dos siglos -desde Pío VI hasta Juan Pablo II- ha afirmado permanentemente que la llamada “civilización moderna” no se ha construido en conformidad al Evangelio sino contra él.
Sin negar las adquisiciones y méritos parciales en lo científico y técnico, la Iglesia ha sostenido siempre, sub specie aeternitatis, que el mundo moderno no es cristiano sino anticristiano.

Pese al juicio unánime del magisterio sobre el carácter inhumano de la cultura moderna, diversos grupos de clérigos y laicos han cedido -sobre todo desde principios del siglo XIX- a la eterna tentación del compromiso fácil con el mundo, no ya en lo que éste tiene de valores positivos (posición legítima) sino también en aquellos otros aspectos y valores anticristianos (actitud ilegítima), que hacen a la esencia del mundo moderno tal como históricamente ha ido evolucionando hasta el presente.
La herejía modernista y el movimiento social del Sillon, son dos ejemplos muy representativos de la gravedad del proceso.

Cada una de las crisis sufridas por la Iglesia en los últimos siglos ha redundado en una crisis de la unidad de los fieles. Jesucristo quiso que la unidad de la fe existiese en su Iglesia: porque la virtud de la fe es el primero de todos los vínculos que unen al hombre con Dios, y a ella es a la que debemos el nombre de fieles. Un sólo Señor, una sola fe, un solo bautismo (Eph, 4,5)


Dicha unidad reposa a su vez sobre dos elementos o principios: un principio exterior, constituido por el magisterio eclesiástico y un principio interior, integrado por el culto, los sacramentos y la legislación canónica. De ellos derivan las tres funciones esenciales de la autoridad eclesiástica: enseñanza, santificación y gobierno. De ahí que la Iglesia haya puesto tanto énfasis, a lo largo de los siglos, en la transmisión intacta de la verdad revelada, ya que la más mínima alteración del dogma bastaría para lesionar la integridad de la fe.

La actual crisis de fe se traduce en todos los planos y niveles de la vida eclesial, sin excepción. No sólo un número considerable de religiosos y sacerdotes, sino hasta Obispos y Cardenales se permiten sostener doctrinas incompatibles con las enseñanzas permanentes del Magisterio. En éste Módulo resumiremos el análisis de tres cuestiones relacionadas con el proceso de desviación de la recta doctrina.


2. Nueva Era

Un antecedente digno de mención es el movimiento llamado de la “nueva era”, que ha sido analizado por dos Consejos Pontificios en el documento “Jesucristo, portador de agua viva. Una reflexión cristiana sobre la Nueva Era”.[4]

“Una poderosa corriente de la cultura occidental moderna que ha contribuido a difundir las ideas de la Nueva Era es la aceptación general de la teoría evolucionista de Darwin”. “En realidad, si la Nueva Era ha alcanzado un notable grado de aceptación ha sido porque la cosmovisión en que se basa ya estaba ampliamente aceptada. El terreno estaba bien preparado por el crecimiento y la difusión del relativismo, junto con una antipatía o indiferencia hacia la fe cristiana”. (l.3.)

“En la cultura occidental en particular, es muy fuerte el atractivo de los enfoques alternativos a la espiritualidad. Por otra parte, entre los católicos mismos, incluso en casas de retiro, seminarios y centros de formación para religiosos, se han popularizado nuevas formas de afirmación psicológica del individuo”. “Un discernimiento cristiano adecuado del pensamiento y de la práctica de la Nueva Era no puede dejar de reconocer que, como el gnosticismo de los siglos II y III, ésta representa una especie de compendio de posturas que la Iglesia ha identificado como heterodoxas”. (l.4.)

“Desgraciadamente, hay que admitir que en muchos casos algunos centros de espiritualidad específicamente católicos están comprometidos activamente en la difusión de la religiosidad de la Nueva Era dentro de la Iglesia”. (6.2.)

“Un ejemplo de esto puede verse en el eneagrama, -un instrumento para el análisis caracterial según nueve tipos- que, cuando se utiliza como medio de desarrollo personal, introduce ambigüedad en la doctrina y en la vivencia de la fe cristiana”. (l.4.)


3. Fe y razón[5]

La Iglesia, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar objetivos que hagan cada vez más digna la existencia personal. Ve en la filosofía el camino para conocer verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. También considera a la filosofía como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conoce. (p. 5)

La filosofía moderna ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo. Recientemente han adquirido relevancia teorías que tienden a infravalorar incluso las verdades que el hombre estaba seguro de haber alcanzado. La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. En esta perspectiva todo se reduce a opinión. (p. 5)

La Revelación cristiana es la verdadera estrella que orienta al hombre que avanza entre los condicionamientos de la mentalidad inmanentista y las estrecheces de una lógica tecnocrática. Las palabras del Deuteronomio se pueden aplicar a esta situación:

“Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance. No están en el cielo, para que no hayas de decir:¿Quién subirá por nosotros al cielo a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica? Ni están al otro lado del mar, para que no hayas de decir: ¿Quién irá por nosotros al otro lado del mar a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica? Sino que la palabra está bien cerca de ti, están en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica” (30, ll-l4).

A esto se refiere la famosa frase de San Agustín:
In interiore homine habitat veritas” (en el interior del hombre habita la verdad). (p. l4)

Una consideración especial merece Santo Tomás de Aquino, que en una época en la que los pensadores cristianos descubrieron los tesoros de la filosofía antigua, y más concretamente a Aristóteles, tuvo el gran mérito de destacar la armonía que existe entre la razón y la fe. Argumentó que la luz de la razón y la luz de la fe proceden ambas de Dios; por tanto, no pueden contradecirse entre sí.
Más aún, Tomás reconoce que la naturaleza, objeto propio de la filosofía, puede contribuir a la comprensión de la revelación divina.
La fe, por lo tanto, no teme a la razón, sino que la busca y confía en ella. Así como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona, la fe supone y perfecciona la razón.

Por su obra, la Iglesia ha propuesto siempre a Santo Tomás como maestro de pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología. (p. 43)

El Concilio Vaticano I intervino solemnemente sobre las relaciones entre la razón y la fe, en la Constitución dogmática Dei Filius, que enseña:
Pero, aunque la fe esté por encima de la razón; sin embargo, ninguna verdadera disensión puede jamás darse entre la fe y la razón, como quiera que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del alma humana la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la verdad contradecir jamás a la verdad.” (p. 53)

El Papa León XIII, con su encíclica Aeterni Patris (l879) dio un paso de gran alcance histórico para la vida de la Iglesia, complementado con la fundación de la “Pontificia Academia Romana de Santo Tomás de Aquino y de Religión Católica”, donde estudiaron Pío XI, Pablo VI y Juan Pablo II.
La Aeterni Patris es la única encíclica dedicada íntegramente a la filosofía. Para León XIII, el mejor camino para recuperar un uso de la filosofía conforme a las exigencias de la fe, consistía en proponer de nuevo el pensamiento del Doctor Angélico. Afirmaba que Santo Tomás, ”distinguiendo muy bien la razón de la fe, como es justo, pero asociándolas amigablemente, conservó los derechos de una y otra, y proveyó a su dignidad”. (p. 57)

Juan Pablo II reafirma decididamente que el estudio de la filosofía tiene un carácter fundamental e imprescindible en la estructura de los estudios teológicos y en la formación de los candidatos al sacerdocio. No es casual que el curriculum de los estudios teológicos vaya precedido por un período de tiempo en el cual está previsto una especial dedicación al estudio de la filosofía.
Por el contrario, la desaparición de esta metodología causó graves carencias tanto en la formación sacerdotal como en la investigación teológica, y ha llevado a la aceptación indiscriminada de cualquier filosofía. (p. 62)

La recuperación de la filosofía es urgente asimismo para la comprensión de la fe, relativa a la actuación de los creyentes. Ante los retos contemporáneos en el campo social, económico, político y científico, la conciencia ética del hombre está desorientada.

El Papa, en su Encíclica Veritatis Splendor, ha puesto de relieve que muchos de los problemas que tiene el mundo actual derivan de una “crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana pueda conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la conciencia”, “como acto de la inteligencia de la persona” para “expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás”. (p. 32)



4. Teologías de la Liberación[6]

La más grave desviación ideológica de la recta doctrina, en materia social -especialmente en territorio americano- es la llamada Teología de la Liberación, que ha merecido un documento crítico de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Pese a haber transcurrido un cuarto de siglo desde la publicación de dicho documento, esta corriente continúa vigente e influyendo en la formación de muchos sacerdotes y agentes pastorales.
A continuación, resumimos un análisis crítico:

El Evangelio de Jesucristo es un mensaje de libertad y una fuerza de liberación; pero esa liberación es ante todo, y principalmente, una liberación de la esclavitud del pecado. Implica la liberación de múltiples esclavitudes, de orden: cultural, económico, social y político, que derivan del pecado. Discernir claramente lo que es fundamental y lo que pertenece a las consecuencias, es una condición indispensable para una reflexión teológica sobre la liberación.

Ante la urgencia de los problemas del mundo contemporáneo, algunos se sienten tentados a poner el acento, de modo unilateral, sobre la liberación de las esclavitudes de orden temporal, y la presentación que proponen de los problemas, resulta así confusa y ambigua. La Instrucción Libertatis Nuntius, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, tiene un fin preciso: advertir sobre los riesgos de desviación de algunas corrientes de la Teología de la Liberación que recurren a conceptos tomados del pensamiento marxista.

Esta advertencia de ninguna manera podrá servir de pretexto para quienes se atrincheran en una actitud de neutralidad y de indiferencia, ante los trágicos y urgentes problemas de la miseria y de la injusticia. Obedece a la certeza de que las desviaciones ideológicas conducen inevitablemente a traicionar la causa de los pobres. La Iglesia se propone, más que nunca, condenar los abusos, injusticias y ataques a la libertad. La aspiración de los pueblos a una liberación constituye uno de los signos de los tiempos, que la Iglesia debe discernir e interpretar a la luz del Evangelio.

Ya no se ignora, aún entre los analfabetos, que gracias al desarrollo de la ciencia y de la técnica, la humanidad puede asegurar a cada ser humano el mínimo de bienestar que necesita: de allí que no se toleran pacíficamente las desigualdades irritantes y las privaciones. Lamentablemente, la aspiración a la justicia se encuentra a veces acaparada por ideologías que ocultan o pervierten el sentido de la justicia y predican caminos de violencia.

Tomada en sí misma, la aspiración a la liberación es legítima y toca a un tema fundamental del Antiguo y Nuevo Testamento, por eso la expresión Teología de la Liberación es válida, pero debe ser interpretada por el Magisterio de la Iglesia. El concepto de libertad para los cristianos es el primer punto de referencia: Cristo nos ha librado del pecado y de la esclavitud de la ley y de la carne.
Las Teologías de la Liberación (TL) tienen en cuenta especialmente la narración del Éxodo que relata la liberación de la dominación extranjera y de la esclavitud. Pero esta liberación está ordenada a la fundación del pueblo de Dios y al culto de la Alianza celebrado en el Monte Sinaí (Éx 24). Por eso, la liberación del éxodo no puede referirse a una liberación de naturaleza política.

Los salmos nos remiten a una experiencia religiosa: sólo de Dios se espera la salvación y el remedio. Él y no el hombre tiene el poder de cambiar las situaciones de angustia. El mandamiento del amor extendido a todos los hombres, es la regla suprema de la vida social. La liberación traída por Cristo es ofrecida a todos los hombres, sean libres o esclavos, aunque la carta de San Pablo a Filemón -en la que pide que reciba a su esclavo Onésimo como a un hermano-, muestra que la nueva condición tiene necesariamente repercusiones en el plano social.

No se puede restringir el campo del pecado, al pecado social; no se puede localizar el mal principal o único en las estructuras económicas, sociales o políticas, como si la creación de un hombre nuevo dependiera de la instauración de estructuras diferentes. Pese a la gravedad de los problemas actuales, no debe olvidarse la respuesta de Jesús al demonio: no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. No es aceptable dejar para mañana la evangelización: primero, el pan, luego la Palabra. Las TL hacen hincapié en la opción preferencial por los pobres, pero caen en la tentación de reducir el Evangelio a un Evangelio terrestre.

La impaciencia ha conducido a algunos a refugiarse en el análisis marxista, considerando que es un análisis científico. Pero el pensamiento de Marx constituye una concepción integral; de tal modo que, aceptando lo que se presenta como un análisis, se acepta también la ideología. El ateísmo y la negación de libertad de la persona, están en el centro de la ideología marxista; el desconocimiento de la naturaleza espiritual del hombre, conduce a subordinarlo a la colectividad. Esta concepción totalizante arrastra a las TL a aceptar un conjunto de posiciones incompatibles con la visión cristiana.

El análisis no es separable de la praxis y de la concepción de la historia, a la cual está unida esta praxis: el análisis es un instrumento de la crítica y la crítica es un momento del combate revolucionario de la clase proletaria. Prevalece la praxis sobre la doctrina. Por ejemplo, el P. Gustavo Gutiérrez afirma: “En adelante, sabiduría y saber racional tendrán más explícitamente, como punto de partida y como contexto la praxis histórica (...) lo que se busca es equilibrar e incluso rechazar el primado y casi exclusividad de lo doctrinal en la vida cristiana (...) de ahí el uso reciente del término, que choca todavía a algunas sensibilidades, de ortopraxis.” (“Teología de la Liberación”, Salamanca, Sígueme, pgs. 33/39)

Sin embargo, Pablo VI advirtió que: “La verdadera religión, tal como nosotros creemos que es la nuestra, no puede llamarse legítima ni eficaz si no es ortodoxa”. (Catequesis, 28-8-78)

La TL distorsiona incluso la historia de la Iglesia. El P. Gutiérrez distingue tres etapas en la misma. A la primera, la denomina del agustinismo político, en la que predomina el eclesiocentrismo. En la segunda, de la nueva cristiandad, iniciada por Maritain, existe una relativa autonomía de los laicos, pero manteniendo la distinción de los planos natural y sobrenatural. En la tercera, que es la actual, los laicos y algunos sacerdotes al asumir la praxis histórica, comprenden que la Iglesia no es el centro exclusivo de la salvación, sino que ésta se da en la historia, por lo cual la Iglesia deberá insertarse en ella y servirla, no contradecirla. (op. cit., pgs. 84/100)

Afirma también Gutiérrez que: “El hombre latinoamericano en la lucha revolucionaria se libera de una manera u otra del tutelaje de una religión alienante que tiende a la conservación del orden”. (idem, pg. 100)
Hay pues, una necesidad objetiva de entrar en la lucha de clases, pues la sociedad está fundada sobre la violencia. A la violencia que constituye la relación de dominación de los ricos sobre los pobres, deberá responder la contra-violencia revolucionaria mediante la cual se invertirá esta relación.
Dice Gutiérrez: “Cuando la Iglesia rechaza la lucha de clases se está comportando objetivamente como una pieza del sistema imperante.” (Idem, pg. 353) La TL, por seguir las tesis de Marx, pone en duda la naturaleza misma de la ética. El carácter trascendente de la distinción entre el bien y el mal, principio de la moralidad, se encuentra implícitamente negado en la óptica de la lucha de clases.

Lo que la TL acepta como principio no es el hecho de las estratificaciones sociales, con las desigualdades e injusticias consiguientes, sino la teoría de la lucha de clases, como ley estructural de la historia. Esto conduce a una identificación entre el pobre de la Escritura y el proletario de Marx. La llamada Iglesia de los pobres, es una Iglesia de clase. Se desarrolla una crítica de las estructuras mismas de la Iglesia, denunciando la jerarquía y el magisterio como representantes de la clase dominante.

La Doctrina Social de la Iglesia es rechazada, por proceder de la ilusión de un posible compromiso, propio de las clases medias que no tienen destino histórico.
Se niega la fe en el Verbo Encarnado, se le sustituye por una figura de Jesús que es una especie de símbolo que recapitula en sí las exigencias de la lucha de los oprimidos.

La crítica a la TL, de ninguna manera debe ser interpretada como una aprobación a quienes contribuyen al mantenimiento de la miseria de los pueblos, a quienes se aprovechan de ella, a quienes se resignan o a quienes deja indiferentes esta miseria. Pero, todos los sacerdotes y laicos que quieran trabajar en la promoción humana lo harán en comunión con sus Obispos.

La urgencia de reformas de las estructuras que producen la miseria, no puede hacer perder de vista que la fuente de las injusticias está en el corazón de los hombres. La inversión entre moralidad y estructuras conlleva una antropología materialista, incompatible con la verdad. Igualmente es una ilusión mortal creer que las nuevas estructuras, por sí mismas, darán origen a un hombre nuevo.


Millones de nuestros contemporáneos aspiran legítimamente a recuperar las libertades fundamentales, de las que han sido privados por regímenes totalitarios y ateos que se han apoderado del poder, por caminos revolucionarios y violentos, precisamente en nombre de la liberación del pueblo.
La lucha de clases, como camino hacia la sociedad sin clases, es un mito que impide las reformas y agrava la miseria y las injusticias.

Lamentablemente, las tesis de las TL son ampliamente difundidas en sesiones de formación o en grupos de base, que carecen de preparación catequística y, por eso, los pastores deben vigilar la calidad y contenido de la catequesis y presentar siempre la integralidad del mensaje de salvación. Una de las condiciones para evitar caer en los errores es la recuperación del valor de la enseñanza social de la Iglesia, que, en materia social, aporta las grandes orientaciones éticas.



Fuentes:

Sacheri, Carlos. “La Iglesia clandestina”; Buenos Aires, Ediciones Del Cruzamante, 1977.
Palumbo, Carmelo. “Cuestiones de Doctrina Social de la Iglesia”; Buenos Aires, Cruz y Fierro, 1982, Cap. VII.
[1] Pablo VI, Discurso a la XXXII Congregación General reunida en Roma, 3,12-1974
[2] Pablo VI, Alocución 7-5-1969
[3] S. Cipriano, “De Catholicæ Ecclesiæ Unitate” nº 5
[4] Pontificio Consejo para la Cultura- Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso, 2003
[5] Resumen de la Encíclica Fides et Ratio, Juan Pablo II, 14-9-98
[6] Fuente: “Instrucción Libertatis Nuntius, sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación”, Congregación para la Doctrina de la Fe, 1984

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