PARRAFOS SELECCIONADOS
DE LOS PRINCIPALES DOCUMENTOS PONTIFICIOS
PREFACIO
Como un modo de celebrar el 23º aniversario del Centro de Estudios Cívicos, fundado el 5 de marzo de 1981, y del que forma parte nuestra Escuela de Dirigentes “Santo Tomás Moro”, hemos procurado redactar un compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, a cuya difusión y aplicación a la realidad argentina ha dedicado su actividad dicho Centro. Debe aclararse que este trabajo fue presentado antes de la publicación del Compendio del Pontificio Consejo Justicia y Paz. No aspiramos, por cierto, a ningún aporte original, y, deliberadamente, omitimos nuestras opiniones personales, para limitarnos a ofrecer un trabajo de síntesis de los aspectos esenciales de la doctrina, extractados de los documentos oficiales de la Iglesia. Pese a que todos los pontífices del siglo XX, insistieron en la necesidad de estudiar y aplicar la doctrina social, y de que hoy resulta muy fácil el acceso a los documentos, continúa siendo ignorada por muchos católicos en todo el mundo. Recordemos, que el Papa Pío XII aclaró que: “Es obligatoria; nadie puede prescindir de ella sin peligro para la fe y para el orden moral”. (Aloc., 29-4-l945) Seis décadas después, los Obispos argentinos han debido reconocer: “En un país constituido mayoritariamente por bautizados, resulta escandaloso el desconocimiento y, por lo mismo, la falta de vigencia de la Doctrina Social de la Iglesia”. (CEA, “Navega mar adentro”, 2003, p. 38)
Para la selección de los temas y la correcta interpretación de los documentos, se han seguido las “Orientaciones para el Estudio de la Doctrina Social de la Iglesia”, ofrecidas por la Congregación para la Educación Católica, en l988. Como advierte el CELAM -Consejo Episcopal Latinoamericano: “Interpretar los textos del Magisterio Social, tanto los del pasado como los recientes, implica para el católico mucha lealtad hacia el Papa y sus Pastores y mucha fidelidad a los contenidos esenciales. No podemos ni debemos seleccionar los contenidos de los textos de acuerdo con nuestros gustos y afectos. El amor a la Iglesia nos debe inducir a valorar y a apreciar los contenidos de los documentos del Magisterio.” (“Manual de la Doctrina Social de la Iglesia”; Santa Fe de Bogotá, l997, pg. 41)
En la bibliografía recomendada, distinguimos:
a) los documentos y libros que utilizamos para este compendio. Unicamente se entrecomillan las citas textuales de algunos documentos oficiales; para los demás conceptos -extractados- sólo se detalla la fuente al final del trabajo.
b) otras obras que consideramos confiables y pueden adquirirse en las librerías argentinas o consultarse en bibliotecas.
Confiamos en que este modesto trabajo resulte de utilidad para quien tenga la paciencia de leerlo. Colaboró en el diseño la Sra. Flavia Villani de Meneghini, y el asesoramiento informático estuvo a cargo del Ing. Isidoro Delgado. El Pbro. Hugo González nos brindó su asistencia espiritual, en nuestra Parroquia “Santísima Trinidad”.
CÓRDOBA, febrero 2 de 2004
INDICE
Cap.I I- INTRODUCCION
l. Características de la DSI
2. Fuentes y naturaleza
3. Metodología
4. El Magisterio de la Iglesia
5. Interpretación de los documentos
6. Contenido de la DSI
7. Clasificación de los Documentos Pontificios
Cap. II - PERSONA Y SOCIEDAD
l. Antropología cristiana
l. l. Persona
l. 2. Familia
2. Libertad
3. La sociedad
4. La justicia social
5. Alienación
6. Solidaridad
7. Subsidiariedad
8. Bien común
9. El pecado social
l0. Cultura y Educación
11. Derecho natural
Cap. III - DOCTRINA POLITICA
l. Autoridad
2. Sociedad política -Estado
3. Origen del poder
4. Soberanía del pueblo
5. Obediencia a la autoridad
6. Gobierno
7. Soberanía del Estado
8. Independencia del Estado
9. Soberanía ilimitada: Totalitarismo
10. Resistencia al poder injusto
11. Formas de gobierno -Obligación de aceptar el régimen constituido
12. Democracia
13. Pueblo y masa
14. Participación en la vida cívica
15. Errores de las ideologías y las utopías
16. Nación y Estado
17. Iglesia y Estado
18. Tolerancia: doctrina del mal menor
Cap. IV - DOCTRINA ECONOMICA
1. El séptimo Mandamiento
2. Recursos de la naturaleza
3. Destino universal de los bienes
4. Recto uso de los bienes
5. Propiedad privada
6. Función social de la propiedad
7. La difusión de la propiedad
8. El trabajo
9. Remuneración del trabajo
10. Actividad sindical
11. Relaciones Capital - Trabajo
12. Actividad económica
13. Sistemas económicos
14. Capitalismo
15. El rol del Estado en la economía
16. Consumismo
17. Genuino desarrollo humano
18. El amor de los pobres
Cap. V - RELACIONES INTERNACIONALES
1. La familia humana
2. El bien común internacional
3. Necesidad de una autoridad pública internacional
4. Libre comercio
5. Globalización
6. Deuda externa
7. Exilio y emigración
8. Tensiones étnicas y religiosas
9. Injerencia humanitaria
10. Paz y guerra
10. Evolución demográfica mundial y control de la natalidad
Cap. VI - LA TENTACION DE LA VIOLENCIA
1. El respeto de la integridad corporal
2. Pena de muerte
3. Guerra civil
4. Violencia política en América
5. El mito de la revolución
6. Esencia de la violencia
Cap. VII - DESVIACIONES IDEOLOGICAS DE LA AUTENTICA DOCTRINA
1. La “Nueva Era”
2. Teología de la liberación
Cap. VIII - EL ANUNCIO DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
I- INTRODUCCIÓN
l. El CELAM define: “La Doctrina Social de la Iglesia, en sentido propio y específico, es la enseñanza moral que en materia social, política, económica, familiar, cultural(...), realiza la Iglesia, expuesta por quien tiene la autoridad y la responsabilidad de hacerlo”. Para una definición más completa y precisa, podemos recurrir al Cardenal Joseph Höffner: “El conjunto de conocimientos adquiridos por la filosofía social (a partir de la naturaleza humana, de condición esencialmente sociable) y por la teología social (a partir del orden cristiano de la salvación) sobre la esencia y el orden de la sociedad humana y sobre las normas en ellos fundadas, aplicables a la respectiva situación histórica y su función ordenadora”.
2. Si bien la misión que Cristo le confió a su Iglesia es de orden religioso, de la misma se derivan enseñanzas útiles para la vida humana en sociedad. “Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno.” (GS., 42, 43)
3. Desde su origen, el cristianismo practicó el apostolado social, desarrollando mayores iniciativas de promoción humana que ningún otro grupo o institución conocida. Podemos encontrar en las propias Escrituras, un tesoro de principios sociales, que fue puesto en práctica por las primeras comunidades cristianas, manifestando una abnegación comunitaria que el mundo nunca antes había conocido. La comunidad primitiva trató de vivir su vida según el modelo que la comunidad prepascual vivió con Jesús (Hech. 4,32), pero con libertad. No estaban obligados a vender los bienes y poner la suma a disposición de los responsables. Pero sí era moralmente obligatorio el socorrer a los pobres de la comunidad (Hech. 6,1).
4. También los llamados Padres de la Iglesia, se ocuparon de estos temas. San Agustín, nacido en el siglo IV dijo en un sermón: “Quédate con lo que te sea suficiente o con más de lo suficiente. De todo, demos una cierta parte. ¿Cuál? La décima parte. Los escribas y fariseos daban el diezmo. Avergoncémonos, hermanos: aquellos por los que Cristo aún no había derramado su sangre daban el diezmo. El diezmo daban los escribas y fariseos para que tú no pienses acaso que haces algo grande porque repartes al pobre pan, que apenas representa la milésima parte de tus bienes” (Sermón 85, 5-7).
5. Es un error creer que la doctrina social católica surge a fines del siglo XIX, con la encíclica Rerum Novarum; siempre las autoridades eclesiásticas se ocuparon de estos temas. Un siglo y medio antes de la encíclica citada, el Papa Benedicto XIV, en l74l, se ocupó de un tema específico de Sudamérica, en la Bula “Immensa Pastorum”: “...recomendamos y mandamos a cada uno de vosotros(...) la protección de una eficaz defensa a los referidos indios tanto en las provincias del Paraguay, del Brasil y del Río llamado de la Plata(...) prohiba enérgicamente a todas y cada una de las personas, así seglares, incluidas las eclesiásticas(...) bajo pena de excomunión latæ sententiæ(...) que en lo sucesivo esclavicen a los referidos indios, los vendan, compren, cambien o den, los separen de sus mujeres e hijos, los despojen de sus cosas y bienes, los lleven de un lugar a otro o los trasladen, o de cualquier otro modo los priven de libertad o los retengan en servidumbre..”(p. 5)
6. Sí es cierto que la doctrina social se hace más sistemática y completa, a partir de la Rerum Novarum, pues a fines del siglo XIX surge lo que se denomina “cuestión social”, debido a una conjunción de factores. Por un lado, cambios tecnológicos que producen la revolución industrial, con la desaparición del artesano convertido en obrero de las fábricas, cuya única propiedad son los hijos -la prole-, de donde surge el término “proletario”. A esto se suman las ideologías erróneas, difundidas desde la Revolución Francesa, que facilitan la relajación de la moral y el aumento de la usura y la desenfrenada codicia de los empresarios. “Añádase a esto que no sólo la contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios.” (RN, l)
I. l. Características de la Doctrina Social de la Iglesia
7. La enseñanza social de la Iglesia constituye una doctrina -del latín docere, enseñar-, es decir, un conjunto sistemático de tesis, explicativa de los principios, presentada como la expresión de la verdad, y comunicada a través de la enseñanza. La DSI presenta tres características principales:
lº) Síntesis especulativa: porque contiene y ordena armónicamente un conjunto de principios que abarcan todos los aspectos principales del orden temporal.
2º) Alcance práctico: la teoría está destinada a iluminar la acción, pero, desde una perspectiva moral (deber ser), no sociológica (cómo es la realidad), ni técnica (cómo hacer). No basta exponer los principios, sino que se los debe aplicar. “Para la Iglesia el mensaje social del Evangelio no debe considerarse como una teoría, sino, por encima de todo, un fundamento y un estímulo para la acción.” (CA, 57) “Es, por tanto, de suma importancia que nuestros hijos, además de instruirse en la doctrina social, se eduquen sobre todo para practicarla”. (MM, 227)
3º) Moralmente obligatoria: los católicos deben vivir y actuar según sus principios. “Es obligatoria; nadie puede apartarse de ella sin peligro para la fe y el orden moral”. (Pío XII, 29-4-l945)
I. 2. Fuentes y naturaleza
8. Esta doctrina se forma recurriendo a la teología y a la filosofía que le dan un fundamento, y a las ciencias humanas y sociales que la completan. Se puede afirmar que la doctrina social posee una identidad propia, como disciplina particular en el campo amplio y complejo de la teología moral, en relación estrecha con la moral social.
9. Las fuentes de la doctrina social son: la Sagrada Escritura, las enseñanzas de los Padres y de los grandes teólogos, y el Magisterio de la Iglesia. En cuanto parte integrante de la concepción cristiana de la vida, la doctrina social de la Iglesia reviste un carácter eminentemente teológico. Su contenido, compendiando una visión del hombre, de la humanidad y de la sociedad, refleja al hombre completo, al hombre social, como sujeto concreto y realidad fundamental de la antropología cristiana.
l0. Lo que la Iglesia puede ofrecer como aporte a la solución de los problemas humanos es el recto conocimiento del hombre real y de su destino. En cada época y en cualquier situación la Iglesia cumple en la sociedad un triple deber: anuncio de la verdad acerca de la dignidad del hombre y de sus derechos, denuncia de las situaciones injustas, y cooperación a los cambios positivos de la sociedad y al verdadero progreso del hombre.
I.3. Metodología
11. La doctrina social utiliza una metodología inductiva-deductiva, precisada en la encíclica Mater et Magistra, y se desarrolla en tres tiempos: ver, juzgar y actuar. (MM, 236)
El ver es percepción y estudio de los problemas reales y de sus causas, cuyo análisis corresponde a las ciencias humanas y sociales.
El juzgar es la interpretación de la misma realidad, a la luz de las fuentes de la doctrina social, que determina el juicio que se pronuncia sobre los fenómenos sociales y sus implicaciones éticas. La Iglesia no es ni puede ser neutral, porque no puede dejar de conformarse con la escala de valores enunciados en el Evangelio.
El actuar se refiere a la ejecución de lo que corresponde hacer, de acuerdo a los principios. El cristiano verdadero debe seguir la doctrina social y traducirla en acción.
I.4. El Magisterio de la Iglesia
12. Es necesario un Magisterio que mantenga vigente el mensaje que Cristo trajo a la humanidad. Jesucristo instituyó en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico y perpetuo, investido de su propia autoridad, confirmado por milagros, y quiso que las enseñanzas de dicho magisterio fuesen recibidas como las suyas propias. El magisterio se extiende a todas las verdades de fe y a los principios morales, tanto revelados como naturales, que son indispensables para la salvación de los hombres. El primado de la Iglesia es ejercido por voluntad de Jesucristo por el Romano Pontífice, sucesor de Pedro. El magisterio está a cargo del Papa, y de los obispos en comunión con él.
13. El Papa ejerce su magisterio de dos maneras: el magisterio extraordinario y el magisterio ordinario. Mediante el magisterio extraordinario define solemne e infaliblemente la doctrina sobre cuestiones de fe y de moral, siendo su enseñanza absolutamente irreformable; esto se conoce con la fórmula ex cathedra (desde la cátedra). El Concilio Vaticano II ha ratificado la definición solemne del Vaticano I sobre la infalibilidad personal del Papa: “El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, goza de esta misma infalibilidad en razón de su oficio cuando, como supremo pastor y doctor de todos los fieles, que confirma en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,32), proclama de una forma definitiva la doctrina de fe y costumbres.” (LG, 25)
14. El magisterio ordinario, en cambio, no presenta necesariamente esta nota de infalibilidad, pues no define verdades dogmáticas o morales, sino cuestiones pastorales. La doctrina social pertenece al magisterio ordinario. Ahora bien, ya recordamos la advertencia de Pío XII sobre la obligatoriedad de ésta doctrina; en efecto, el magisterio auténtico del Papa debe ser aceptado aunque no hable ex cathedra: “...de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proporción de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo.” (LG, 25)
15. Ninguna encíclica aislada puede aspirar a la infalibilidad, pero esa inerrancia se halla implicada cuando se da la total convergencia sobre una doctrina en una serie de documentos, pues tal continuidad excluye toda posible duda respecto del contenido auténtico de la enseñanza pontificia.
I. 5. Interpretación de los documentos pontificios
16. Pío XII sostuvo que la doctrina social “es clara en todas sus partes”, lo que no significa que todos los documentos y cada uno de los párrafos puedan entenderse fácilmente, lo que puede dar lugar a interpretaciones divergentes. Por eso, es necesario aplicar varias reglas que nos permiten tener la seguridad de una interpretación auténtica de la doctrina. Además el pontífice citado agregaba “...esta doctrina está fijada definitivamente y de manera unívoca en sus puntos fundamentales, ella es con todo lo suficientemente amplia como para adaptarse y aplicarse a las vicisitudes variables de los tiempos, con tal que no sea en detrimento de sus principios inmutables y permanentes.” (Aloc., 29-4-l945)
17. Las reglas que se recomiendan para una recta interpretación, son las siguientes:
a) Atenerse al texto auténtico de los documentos. El texto oficial de un documento papal, se publica en el Vaticano, en las Acta Apostolicae Sedis, habitualmente redactado en latín; las traducciones son publicadas en el periódico O’sservatore Romano. Un caso concreto de traducción incorrecta, hecha por algunas editoriales, se verificó con la encíclica Mater et Magistra, que en el punto 59, se refiere al “incremento de las relaciones sociales” -socialium rationum incrementa”-, que puede traducirse como “socialización”, pero algunos tradujeron por socialismo, ejemplo claro de fraude intelectual.
b) Analizar cuidadosamente las expresiones utilizadas. La redacción de los documentos pontificios es precisa, y se aprueba luego de ser tamizada por teólogos y especialistas en los temas que aborden. Por eso mismo, no pueden ser leídos superficialmente, como si fueran periódicos, sino que deben ser estudiados.
c) Compulsar el documento con otros textos. Por ejemplo, si se analiza el tema de la propiedad, verificar lo ya expuesto sobre el mismo tema. Las dudas que puedan generarse desaparecen al advertir la continuidad del magisterio. Si cada pontífice pudiera alterar lo afirmado por sus predecesores, no existiría ninguna doctrina confiable.
d) Iluminar la parte con el documento completo, y viceversa. No pueden leerse párrafos aislados, sin referencia al conjunto.
e) Tener presente las circunstancias en que surge el documento. Sabiendo a quienes está dirigido y por qué, podemos entender mejor lo que se quiere expresar. Saber si es un enfoque universal o particular.
f) Distinguir lo doctrinal de lo prudencial. Los documentos, además de enunciar principios, que tienen validez universal, incluyen apreciaciones de tipo prudencial. Estas últimas, pueden contener errores de información o de juicio, sobre una realidad particular. Por ejemplo, Pío XI condenó el movimiento político “Acción Francesa”, y Pío XII -disponiendo de mejor información- levantó la condena.
g) Aclarar las dudas a la luz de la teología y la filosofía. Habitualmente los documentos contienen citas de los Doctores de la Iglesia, mencionados para fundamentar la recta doctrina. De los teólogos y filósofos cristianos la Iglesia concede un lugar eminente a Santo Tomás de Aquino, considerado Doctor Universal. Como expresó Pablo VI, “Santo Tomás, por disposición de la divina Providencia, alcanzó el ápice de todo la teología y filosofía escolástica como suele llamársela, y fijó en la Iglesia el quicio central en torno al cual, entonces y después, se ha podido desarrollar el pensamiento cristiano con progreso seguro.” (Lumen Ecclesiae, l3)
I.6. Contenido de la DSI
18. “La Iglesia, experta en humanidad, ofrece en su doctrina social un conjunto de principios de reflexión, de criterios de juicio y de directrices de acción, para que los cambios en profundidad que exigen las situaciones de miseria y de injusticia sean llevados a cabo, de una manera tal que sirva al verdadero bien de los hombres.” (CDF, l986, 72)
Principios permanentes de reflexión
19. De la dignidad de todo hombre, creado a imagen de Dios, derivan los principios fundamentales de la doctrina social: bien común, solidaridad y subsidiariedad.
20. El bien común es el conjunto de condiciones sociales que consienten y favorecen en los seres humanos el desarrollo íntegro de su persona. Siendo superior al interés privado, es inseparable del bien de la persona humana, y compromete a la autoridad pública a reconocer, respetar y promover los derechos humanos, y a hacer más fácil el cumplimiento de las respectivas obligaciones. Por consiguiente, la realización del bien común puede considerarse la razón misma de ser de los poderes públicos, que están obligados a llevarlo a cabo en provecho de todos los ciudadanos y de todo hombre -considerado en su dimensión terrena-temporal y trascendente-, respetando una justa jerarquía de valores, y los postulados de las circunstancias históricas.
21. La solidaridad impulsa a los hombres a unirse para contribuir con sus semejantes al bien común de la sociedad. En virtud de la solidaridad, la DSI se opone a todo individualismo.
22. La subsidiariedad implica que ni el Estado ni la sociedad deben substituir la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de los grupos sociales intermedios en los niveles en los que estos puedan actuar, ni destruir el espacio necesario para su libertad. El virtud de este principio, la DSI se opone a todas las formas de colectivismo.
23. Los principios de reflexión de la doctrina social de la Iglesia, en cuanto leyes que regulan la vida social, están relacionados con el reconocimiento de los valores inherentes a la dignidad de la persona: la verdad, la libertad, la justicia, la paz y la caridad.
Criterios de juicio
24. Los principios fundamentan los criterios para emitir un juicio sobre las situaciones, las estructuras y los sistemas sociales. Para esta actividad la Iglesia necesita conocer la realidad, pudiendo utilizar las conclusiones de las ciencias humanas, pero siempre con la guía de los valores ya indicados, indispensables para un discernimiento cristiano. Pues el análisis sociológico no siempre ofrece una elaboración objetiva de los datos, sino que pueden estar influidos por una determinada visión ideológica.
25. La doctrina social no duda en incluir denuncias sobre las situaciones sociales que atentan contra la dignidad y libertad del hombre. Recordemos, por ejemplo, como describe en pocas líneas la Rerum Novarum la situación imperante a fines del siglo XIX en Europa: “disueltos en el pasado siglo los antiguos gremios de artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío, desentendiéndose las instituciones públicas y las leyes de la religión de nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores.” (RN, 1)
26. También los principios fundamentan los criterios para juzgar las estructuras, o sea el conjunto de instituciones y de realizaciones prácticas, que los hombres utilizan para organizar la vida económica, social y política. Si bien son indispensables, suelen permanecer en el tiempo, sin adaptarse a las necesidades reales. Sin embargo, las instituciones y las leyes, cuando son conformes a la ley natural y están ordenadas al bien común, resultan garantes de la libertad de las personas y de su promoción. No han de condenarse todos los aspectos coercitivos de la ley, ni la estabilidad de un Estado de derecho digno de este nombre. Se puede hablar entonces de estructura marcada por el pecado, pero no se pueden condenar las estructuras en cuanto tales.
27. Asimismo, los sistemas pueden ser evaluados con los criterios de juicio que proporciona la doctrina. La Iglesia no postula ningún sistema económico, social o político particular, pero, a la luz de sus principios, permite discernir en qué medida los sistemas existentes resultan conformes o no a las exigencias de la dignidad humana.
Directrices para la acción
28. Lo medios siempre deben ser coherentes con los fines, y de conformidad con la dignidad del hombre. Existe una moralidad de los medios. Por eso la Iglesia no admite en absoluto la teoría que ve en la lucha de clases el dinamismo estructural de la vida social. La acción que preconiza no es la lucha de una clase contra otra para obtener la eliminación del adversario; se trata de una lucha noble y razonada en favor de la justicia y de la solidaridad social.
29. No toca a los pastores de la Iglesia intervenir directamente en la construcción política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los laicos, que actúan por propia iniciativa con sus conciudadanos. La acción social, que puede implicar una pluralidad de vías concretas, estará siempre orientada al bien común y será conforme al mensaje evangélico y a las enseñanzas de la Iglesia. La orientación recibida de la doctrina social de la Iglesia debe estimular la adquisición de competencias técnicas y científicas indispensables. Estimulará también la búsqueda de la formación moral del carácter y la profundización de la vida espiritual. Esta doctrina, al ofrecer principios y sabios consejos, no dispensa de la educación en la prudencia política, requerida para el gobierno y la gestión de las realidades humanas.
I. 7. Clasificación de los Documentos Pontificios
30. Los documentos Pontificios, son todos importantes ya que tienen como autor al sucesor de Pedro y cabeza de la Iglesia. La importancia del un documento no se deduce de su clase, sino de su contenido. Podemos distinguir:
Cartas Encíclicas
Epístola Encíclica
Constitución Apostólica
Exhortación Apostólica
Cartas Apostólicas
Bulas
Motu Proprio
a) Cartas Encíclicas: Del latín literae encyclicae, que literalmente significa “cartas circulares”. Son cartas públicas y formales del Sumo Pontífice que expresan su enseñanza en materia de gran importancia. Pablo VI definió la encíclica como “un documento, en la forma de carta, enviado por el Papa a los obispos del mundo entero”. Por definición, las cartas encíclicas formalmente tienen el valor de enseñanza dirigida a la Iglesia Universal. Sin embargo, cuando tratan con cuestiones sociales, económicas o políticas, son dirigidas comúnmente no sólo a los católicos, sino a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Esta práctica la inició el Papa Juan XXIII con su encíclica Pacem in Terris (l963). El título que se da a la encíclica se deriva de sus primeras palabras en latín. Por ejemplo, la Humanæ Vitæ (vida humana), del Papa Pablo VI. Con Gregorio XVI (l831-l846), el término encíclica se hizo de uso general. León XIII (l878-l903), con 75 encíclicas en total, popularizó estos documentos como puntos de referencia.
b) Epístolas Encíclicas: Difieren muy poco de las cartas encíclicas. Son poco frecuentes y se dirigen primariamente a dar instrucciones en referencia a alguna devoción o necesidad especial de la Santa Sede. Por ejemplo sobre el Año Santo.
c) Constitución Apostólica: Estos documentos son la forma más común en la que el Papa ejerce su autoridad “Petrina”. A través de ellas, el Papa promulga leyes concernientes a los fieles. La erección de una nueva diócesis, por ejemplo se hace por este medio. El Catecismo de la Iglesia Católica, se promulgó por la Constitución Fidei Depositum (Juan Pablo II).
d) Exhortación Apostólica: Estos documentos generalmente se promulgan después de la reunión de un Sínodo de Obispos. Ejemplo: Familiaris Consortio, del Papa Juan Pablo II (l984).
e) Carta Apostólica: Estos documentos son cartas dirigidas a grupos específicos de personas. Ejemplo: Carta Apostólica a las mujeres, Mulieris Dignitatem (l986).
f) Bula: Desde el siglo sexto en adelante, la cancillería papal usó un sello de plomo o de cera para autentificar sus documentos. La bula era, inicialmente, un tipo de plato redondo con forma de disco, que se aplicaba a los sellos metálicos que acompañaban ciertos documentos papales. Por costumbre, la bula tiene una inscripción en la cual el Papa utiliza el título Episcopus Servus Servorum Dei (el siervo de los siervos de Dios).
g) Motu Proprio: Son documentos que contienen las palabras “Motu proprio et certa scientia”. Significa que dichos documentos son escritos por la iniciativa personal del Santo Padre y con su propia autoridad. Ejemplo: Motu Propio Ad tuendam fidem (l998), del Juan Pablo II, para introducir algunas normas en el Código de Derecho Canónico.
II - PERSONA Y SOCIEDAD
II.1. Antropología cristiana
1.1. Persona
31. “La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios”. (GS, 12)
32. En virtud de su alma y de sus potencias espirituales de entendimiento y de voluntad, el hombre está dotado de libertad, signo eminente de la imagen divina. Mediante su razón, el hombre conoce la voz de Dios que le impulsa a hacer el bien y a evitar el mal. Todo hombre debe seguir esta ley que resuena en la conciencia y que se realiza en el amor de Dios y del prójimo. El ejercicio de la vida moral proclama la dignidad de la persona humana.
33. Fundamento y fin del orden social es la persona humana, como sujeto de derechos inalienables, que no recibe desde fuera sino que brotan de su misma naturaleza; nada ni nadie puede destruirlos; ninguna constricción externa puede anularlos, porque tienen su raíz en lo que es más profundamente humano. De modo análogo, la persona no se agota en los condicionamientos sociales, culturales e históricos, pues es propio del hombre, que tiene un alma espiritual, tender hacia un fin que trasciende las condiciones mudables de su existencia. Ninguna potestad humana puede oponerse a la realización del hombre como persona.
1.2. Familia
34. Al crear al hombre y a la mujer, Dios instituyó la familia humana y la dotó de su constitución fundamental. Un hombre y una mujer unidos en matrimonio forman con sus hijos una familia. Esta disposición es anterior a todo reconocimiento por la autoridad pública; se impone a ella. Se la considerará como la referencia normal en función de la cual deben ser apreciadas las diversas formas de parentesco.
35. La familia es la célula original de la vida social. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La familia es la comunidad en la que, desde la infancia, se pueden aprender los valores morales, se comienza a honrar a Dios y a usar bien de la libertad. La vida de familia es iniciación a la vida en sociedad.
36. La familia debe ser ayudada y defendida mediante medidas sociales apropiadas. Cuando las familias no son capaces de realizar sus funciones, los otros cuerpos sociales tienen el deber de ayudarlas y de sostener la institución familiar. En conformidad con el principio de subsidiariedad, las comunidades más vastas deben abstenerse de privar a las familias de sus propios derechos y de inmiscuirse en sus vidas. La autoridad civil ha de considerar como deber grave “el reconocimiento de la auténtica naturaleza del matrimonio y de la familia, protegerla y fomentarla, asegurar la moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica”. (GS, 52)
II. 2. Libertad
37. Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la iniciativa y del dominio de sus actos. La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. La libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, por tanto, de crecer en perfección o de fracasar y pecar. Caracteriza a los actos propiamente humanos. En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay libertad verdadera más que en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a la esclavitud del pecado.
38. La libertad se ejerce en las relaciones entre los seres humanos. Toda persona humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser reconocida como un ser libre y responsable. Todos están obligados a no conculcar el derecho que cada uno tiene a ser perfecto. El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral y religiosa. Este derecho debe ser reconocido y protegido civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público.
39. El ejercicio de la libertad no implica el derecho a decir y hacer todo. Es falso concebir al hombre sujeto de esa libertad como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales. Por otra parte, las condiciones de orden económico y social, político y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con mucha frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Apartándose de la vida moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad de sus semejantes y se rebela contra la verdad divina.
40. Al no ser ideológica, la fe cristiana no pretende encuadrar en un rígido esquema la cambiante realidad socio-política y reconoce que la vida del hombre se desarrolla en la historia en condiciones diversas y no perfectas. La Iglesia, por tanto, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la persona, utiliza como método propio el respeto de la libertad.
II. 3. La sociedad
41. La persona humana necesita la vida social. Esta no constituye para ella algo sobreañadido sino una exigencia de su naturaleza. Por el intercambio con otros, la reciprocidad de servicios y el diálogo con sus hermanos, el hombre desarrolla sus capacidades; así responde a su vocación.
42. La reconocida cortedad de las fuerzas humanas aconseja e impele al hombre a buscarse el apoyo de los demás. En virtud de esta propensión natural, el hombre, igual que es llevado a constituir la sociedad civil, busca la formación de otras sociedades entre ciudadanos, pequeñas e imperfectas, es verdad, pero de todos modos sociedades.
43. Una sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que supera a cada una de ellas. Asamblea a la vez visible y espiritual, una sociedad perdura en el tiempo: recoge el pasado y prepara el porvenir. Mediante ella, cada hombre es constituido “heredero”, recibe “talentos” que enriquecen su identidad y a los que debe hacer fructificar. En verdad se debe afirmar que cada uno tiene deberes para con las comunidades de que forma parte y está obligado a respetar a las autoridades encargadas del bien común de las mismas.
44. Ciertas sociedades, como la familia y la ciudad, corresponden más inmediatamente a la naturaleza del hombre. Le son necesarias. Con el fin de favorecer la participación del mayor número de personas en la vida social, es preciso impulsar, alentar la creación de asociaciones e instituciones de libre iniciativa “para fines económicos, sociales, culturales, recreativos, deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las naciones como en el plano mundial” (MM, 60). Esta “socialización” expresa igualmente la tendencia natural que impulsa a los seres humanos a asociarse con el fin de alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales. Desarrolla las cualidades de la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de responsabilidad. Ayuda a garantizar sus derechos.
45. La sociedad es indispensable para la realización de la vocación humana. Para alcanzar este objetivo es preciso que sea respetada la justa jerarquía de los valores que subordina las dimensiones “materiales e instintivas” del ser del hombre “a las interiores y espirituales” (CA, 36). La inversión de los medios y de los fines, que lleva a dar valor de fin último a lo que sólo es medio para alcanzarlo, o a considerar las personas como puros medios para un fin, engendra estructuras injustas que “hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana, conforme a los mandamientos del Legislador Divino” (Pío XII, discurso 1 de junio 1941).
II. 4. La justicia social
46. La sociedad asegura la justicia social cuando realiza las condiciones que permiten a las asociaciones y a cada uno conseguir lo que les es debido según su naturaleza y su vocación. La justicia social está ligada al bien común y al ejercicio de la autoridad.
47. La igualdad entre los hombres se deriva esencialmente de su dignidad personal y de los derechos que dimanan de ella. Al venir al mundo, el hombre no dispone de todo lo que es necesario para el desarrollo de su vida corporal y espiritual. Necesita de los demás. Ciertamente hay diferencias entre los hombres por lo que se refiere a la edad, a las capacidades físicas, a las aptitudes intelectuales o morales, a las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, a la distribución de las riquezas. Los “talentos” no están distribuidos por igual. Estas diferencias pertenecen al plan de Dios, que quiere que cada uno reciba de otro aquello que necesita, y que quienes disponen de “talentos” particulares comuniquen sus beneficios a los que los necesiten. Las diferencias alientan y con frecuencia obligan a las personas a la magnanimidad, a la benevolencia y a la comunicación. Incitan a las culturas a enriquecerse unas a otras.
48. Existen también desigualdades escandalosas que afectan a millones de hombres y mujeres. Están en abierta contradicción con el evangelio: “La igual dignidad de las personas exige que se llegue a una situación de vida más humana y más justa. Pues las excesivas desigualdades económicas y sociales entre los miembros o los pueblos de una única familia humana resultan escandalosas y se oponen a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y también a la paz social e internacional” (GS, 29, 3).
II. 5. Alienación
49. El marxismo ha criticado las sociedades burguesas y capitalistas, reprochándoles la mercantilización y la alienación de la existencia humana. Ciertamente, este reproche está basado sobre una concepción equivocada e inadecuada de la alienación, según la cual ésta depende únicamente de la esfera de las relaciones de producción y propiedad, esto es, atribuyéndole un fundamento materialista y negando, además, la legitimidad y la positividad de las relaciones de mercado incluso en su propio ámbito. El marxismo acaba afirmando así que sólo en una sociedad de tipo colectivista podría erradicarse la alienación. Ahora bien, la experiencia histórica de los países socialistas ha demostrado tristemente que el colectivismo no acaba con la alienación, sino que más bien la incrementa, al añadirle la penuria de las cosas necesarias y la ineficacia económica.
50. La experiencia histórica de Occidente, por su parte, demuestra que, si bien el análisis y el fundamento marxista de la alienación son falsas, sin embargo la alienación, junto con la pérdida del sentido auténtico de la existencia, es una realidad incluso en las sociedades occidentales. En efecto, la alienación se verifica en el consumo, cuando el hombre se ve implicado en una red de satisfacciones falsas y superficiales, en vez de ser ayudado a experimentar su personalidad auténtica y concreta. La alienación se verifica también en el trabajo, cuando se organiza de manera tal que “maximaliza” solamente sus frutos y ganancias y no se preocupa de que el trabajador, mediante su propio trabajo, se realice como hombre, según que aumente su participación en una auténtica comunidad solidaria, o bien su aislamiento en un complejo de relaciones de exacerbada competencia y de recíproca exclusión, en la cual es considerado sólo como un medio y no como un fin. Es necesario iluminar, desde la concepción cristiana, el concepto de alienación, descubriendo en él la inversión entre los medios y los fines: el hombre, cuando no reconoce el valor y la grandeza de la persona en sí mismo y en el otro, se priva de hecho de la posibilidad de gozar de la propia humanidad y de establecer una relación de solidaridad y comunión con los demás hombres, para lo cual fue creado por Dios.
II. 6. Solidaridad
51. El principio de solidaridad, enunciado también con el nombre de “amistad” o “caridad social”, es una exigencia directa de la fraternidad humana y cristiana. Es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos.
52. La solidaridad se manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y en la remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo en favor de un orden social más justo en el que las tensiones puedan ser mejor resueltas, y donde los conflictos encuentren más fácilmente su salida negociada.
53. Para superar la mentalidad individualista, hoy día tan difundida, se requiere un compromiso concreto de solidaridad y caridad, que comienza dentro de la familia con la mutua ayuda de los esposos y, luego, con las atenciones que las generaciones se prestan entre sí. De este modo la familia se cualifica como comunidad de trabajo y de solidaridad.
54. Los problemas socio-económicos sólo pueden ser resueltos con la ayuda de todas las formas de solidaridad: solidaridad de los pobres entre sí, de los ricos y los pobres, de los trabajadores entre sí, de los empresarios y los empleados, solidaridad entre las naciones y entre los pueblos. La solidaridad internacional es una exigencia del orden moral. En buena medida, la paz del mundo depende de ella.
55. El ejercicio de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo cuando sus miembros lse reconocen unos a otros como personas. Los que cuentan más, al disponer de una porción mayor de bienes y servicios comunes, han de sentirse responsables de los más débiles, dispuestos la compartir con ellos lo que poseen. Estos, por su parte, en la misma línea de solidaridad, no deben adoptar una actitud meramente pasiva o destructiva del tejido social y, aunque reivindicando sus legítimos derechos, han de realizar lo que les corresponde, para el bien de todos. Por su parte, los grupos intermedios no han de insistir egoístamente en sus intereses particulares, sino que deben respetar los intereses de los demás.
II. 7. Subsidiariedad
56. La socialización presenta peligros; una intervención demasiado fuerte del Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales. La doctrina de la Iglesia ha elaborado el principio llamado subsidiariedad. Según éste, “una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común” (CA, 48). El principio de subsidiariedad se opone a toda forma de colectivismo. Traza los límites de la intervención del Estado. Intenta armonizar las relaciones entre individuos y sociedad. Tiende a instaurar un verdadero orden internacional.
57. Conviene, por tanto, que la suprema autoridad del Estado permita resolver a las asociaciones inferiores aquellos asuntos y cuidados de menor importancia, en los cuales, por lo demás, perdería mucho tiempo, con lo cual lograría realizar más libre, más firme y más eficazmente todo aquello que es de su exclusiva competencia, en cuanto que sólo él puede realizar, dirigiendo, vigilando, urgiendo y castigando, según el caso lo requiera y la necesidad lo exija. Por lo tanto, tengan muy presente los gobernantes que, mientras más vigorosamente reine, salvado este principio de función “subsidiaria”, el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, tanto más firme será no sólo la autoridad, sino también la eficiencia social, y tanto más feliz y próspero el estado de la nación.
II. 8. Bien Común
58. Conforme a la naturaleza social del hombre, el bien de cada uno está necesariamente relacionado con el bien común. Este sólo puede ser definido con referencia a la persona humana: “No viváis aislados, cerrados a vosotros mismos, como si estuvieseis ya justificados sino reuníos para buscar juntos lo que constituye el interés común (Bernabé, ep. 4,l0).
59. Por el bien común, es preciso entender “el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección” (GS, 26). El bien común afecta a la vida de todos. Exige la prudencia por parte de cada uno, y más aún por la de aquellos que ejercen la autoridad. Comporta tres elementos esenciales:
60. Supone, en primer lugar, el respeto a la persona en cuanto tal. En nombre del bien común, las autoridades están obligadas a respetar los derechos fundamentales e inalienables de la persona humana. La sociedad debe permitir a cada uno de sus miembros realizar su vocación. En particular, el bien común reside en las condiciones de ejercicio de las libertades naturales que son indispensables para el desarrollo de la vocación humana: “derecho a ...actuar de acuerdo con la recta norma de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad, también en materia religiosa” (GS, 26)
61. En segundo lugar, el bien común exige el bienestar social y el desarrollo del grupo mismo. El desarrollo es el resumen de todos los deberes sociales. Ciertamente corresponde a la autoridad decidir, en nombre del bien común, entre los diversos intereses particulares; pero debe facilitar a cada uno lo que necesita para llevar una vida verdaderamente humana: alimento, vestido, salud, trabajo, educación y cultura, información adecuada, derecho de fundar una familia, etc.
62. El bien común implica, finalmente, la paz, es decir, la estabilidad y la seguridad de un orden justo. Supone, por tanto, que la autoridad asegura, por medios honestos, la seguridad de la sociedad y la de sus miembros, y fundamenta el derecho a la legítima defensa individual y colectiva.
63. Si toda comunidad humana posee un bien común que la configura en cuanto tal, la realización más completa de este bien común se verifica en la comunidad política. Corresponde al Estado defender y promover el bien común de la sociedad civil, de los ciudadanos y de las corporaciones intermedias.
II. 9. El pecado social
64. El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad. Algunos pecados, sin embargo, constituyen, por su mismo objeto, una agresión directa contra el prójimo y -más exactamente según el lenguaje evangélico- contra el hermano. Son una ofensa a Dios, porque ofenden al prójimo. A estos pecados se suele dar el nombre de sociales. Es social todo pecado contra el bien común y sus exigencias, dentro del amplio panorama de los derechos y deberes de los ciudadanos. Dado por sentado todo esto en el modo más claro e inequívoco hay que añadir inmediatamente que no es legítimo ni aceptable un significado de pecado social -por muy usual que sea hoy en algunos ambientes-, que al oponer, no sin ambigüedad, pecado social y pecado personal, lleva más o menos inconscientemente a difuminar y casi a borrar lo personal, para admitir únicamente culpas y responsabilidades sociales. (Reconciliatio et Paenitentia, l6)
II. 10. Cultura y Educación
65. Toda la actividad humana tiene lugar dentro de una cultura y tiene una recíproca relación con ella. Para una adecuada formación de esa cultura se requiere la participación directa de todo el hombre, el cual desarrolla en ella su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de los demás hombres. A ella dedica también su capacidad de autodominio, de sacrificio personal, de solidaridad y disponibilidad para promover el bien común. Por esto, la primera y más importante labor se realiza en el corazón del hombre, y el modo como éste se compromete a construir el propio futuro depende de la concepción que tiene de sí mismo y de su destino.
66. No es posible comprender al hombre, considerándolo unilateralmente a partir del sector de la economía, ni es posible definirlo simplemente tomando como base su pertenencia a una clase social. Al hombre se lo comprende de manera más exhaustiva si es visto en la esfera de la cultura a través de la lengua, la historia y las actitudes que asume ante los acontecimientos fundamentales de la existencia, como son nacer, amar, trabajar, morir. El punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande, el misterio de Dios. Las culturas de las diversas naciones son, en el fondo, otras tantas maneras diversas de plantear la pregunta acerca del sentido de la existencia personal. Cuando esta pregunta es eliminada, se corrompen la cultura y la vida moral de las naciones.
67. Es, pues, de suma importancia no errar en la educación, como no errar en la dirección hacia el fin último, con el cual está intima y necesariamente ligada toda la obra de la educación. En efecto, puesto que la educación esencialmente consiste en la formación del hombre tal como debe ser y cómo debe portarse en esta vida terrena para conseguir el fin sublime para el cual fue creado, es evidente que, como no puede existir educación verdadera que no esté totalmente ordenada al fin último, así, en el orden actual de la providencia, o sea después que Dios se nos ha revelado en su Unigénito Hijo, único “camino, verdad y vida”, no puede existir educación completa y perfecta si la educación no es cristiana.
II. 11. Derecho natural
68. Derecho natural es lo que se le debe al hombre en virtud de su esencia, esto es, por el simple hecho de ser hombre. Incluye un conjunto de principios o normas, que todo hombre, por ser tal, puede considerar y exigir como suyo, como algo que le es debido. “Tal es la ley natural, primera entre todas, la cual está escrita y grabada en la mente de cada uno de los hombres, por ser la misma razón humana mandando obrar bien y prohibiendo pecar. Pero estos mandatos de la razón humana no pueden tener fuerza de ley, sino por ser voz o intérprete de otra razón más alta, a la que deben estar sometidos nuestro entendimiento y nuestra libertad”. (Libertas, 6)
69. Tres son las notas básicas del derecho natural:
a) Universalidad: porque obliga a todos sin excepción, en todo tiempo y lugar.
b) Inmutabilidad: no puede cambiar; por más que el hombre cambie, siempre será hombre, y por lo tanto de su propia naturaleza surgirán los derechos que le son propios.
c) Cognoscibilidad: el derecho natural es captado espontáneamente por la conciencia humana, si bien esta a veces se oscurece por las pasiones o por la influencia negativa del ambiente.
“En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley, que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer”. (GS, l6)
III - DOCTRINA POLITICA
III. 1. Autoridad
70. Se llama autoridad la cualidad en virtud de la cual personas o instituciones dan leyes y órdenes a los hombres y esperan la correspondiente obediencia. Toda comunidad humana necesita una autoridad que la rija. Esta tiene su fundamento en la naturaleza humana. Es necesaria para la unidad de la sociedad. Su misión consiste en asegurar en cuanto sea posible el bien común de la sociedad. Más aún, el mismo orden moral impone dos consecuencias: una, la necesidad de una autoridad rectora en el seno de la sociedad; otra, que esa autoridad no pueda rebelarse contra tal orden moral sin derrumbarse inmediatamente. Es un aviso del mismo Dios: “Oíd, pues, ¡oh reyes!, y entended: aprended, vosotros, los que domináis los confines de la tierra. Aplicad el oído los que imperáis sobre las muchedumbres y los que os engreís sobre la multitud de las naciones. Porque el poder os fue dado por el Señor y la soberanía por el Altísimo, el cual examinará vuestras obras y escudriñará vuestros pensamientos” (Sap 6, 2-4).
71. La autoridad no saca de sí misma su legitimidad moral. No debe comportarse de manera despótica, sino actuar para el bien común como una “fuerza moral, que se basa en la libertad y en la conciencia de la tarea y obligaciones que ha recibido” (GS, 74). La autoridad, sin embargo, no puede considerarse exenta de sometimiento a otra superior. Más aún, la autoridad consiste en la facultad de mandar según la recta razón. Por ello, se sigue evidentemente que su fuerza obligatoria procede del orden moral, que tiene a Dios como primer principio y último fin. “La legislación humana sólo posee carácter de ley cuando se conforma a la justa razón, lo cual significa que su obligatoriedad procede de la ley eterna. En la medida en que ella se apartase de la razón, sería preciso declararla injusta, pues no verificaría la noción de ley; sería más bien una forma de violencia” (Sto. Tomás de Aquino).
III. 2. Sociedad Política - Estado
72. Sean cuales sean las formas de su vida individual y de su vida social, todo hombre siente ciertas necesidades de carácter más general: necesidad de tranquilidad y de paz en el ejercicio de sus actividades, necesidad de protección contra las agresiones, de justicia en los conflictos, de asistencia en las dificultades que él no pueda vencer, y otras por el estilo.
Estas necesidades las experimentan no sólo los individuos, sino también las sociedades o agrupaciones de toda clase que realizan una parte del bien humano. Por consiguiente hay algún bien que es común a todos; a la satisfacción de esta necesidad colectiva va indisolublemente unida la satisfacción de las necesidades particulares de los individuos y de las agrupaciones.
Para conseguir este bien común los hombres se asocian en colectividades bastante grandes, para que efectivamente lo puedan procurar. La sociedad destinada a satisfacer estas necesidades más generales de los hombres se llama sociedad política. La clase de bien que ella procura se llama bien común general o más exactamente bien público.
73. En la actualidad, el Estado es el órgano principal de la sociedad política, encargado de la conducción general, como gerente del bien común. A la multitud de hombres reunidos en un territorio el Estado añade un elemento unificador, constitutivo de una sociedad jerarquizada, que tiene como fin propio el bien público temporal. El Estado no es una superestructura que simplemente prolongue y corone estructuras del mismo orden. Aporta un elemento nuevo, el principio político, engendrador de una estructura sui generis.
74. El Estado es una sociedad perfecta, por tener en sí mismo todos los medios necesarios para su fin propio, que es el bien común temporal. El individuo no puede adquirir su perfección sino dentro de un cierto grado. El hombre llega a la plenitud de su desarrollo gracias a su inserción en una comunidad general, formada con este fin. Sobre todo en un grado más avanzado de civilización, hay necesidades a las que no podría satisfacer por sus propios medios, ni con la ayuda privada de sus semejantes. Además, es necesario que todas las actividades particulares estén orientadas hacia la obtención del bien humano completo. Aquí comienza lo que compete directamente al Estado.
75. Por encima de los individuos y de las agrupaciones, encargados de procurar intereses particulares, a veces opuestos entre sí, es necesaria una institución jurídica de interés común que examine las razones y dicte el derecho según una norma cierta y fijada de antemano (derecho positivo). León XIII no ignoraba que una sana teoría del Estado era necesaria para asegurar el desarrollo de las actividades humanas: las espirituales y las materiales, entrambas indispensables. Por esto en un pasaje de la Rerum Novarum el Papa presenta la organización de la sociedad estructurada en tres poderes -legislativo, ejecutivo y judicial- lo cual constituía entonces una novedad en las enseñanzas de la Iglesia. Tal ordenamiento refleja una visión realista de la naturaleza social del hombre, la cual exige una legislación adecuada para proteger la libertad de todos. A este respecto es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es éste el principio del “Estado de derecho”, en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres.
76. El bien público pide también que el Estado preste su ayuda en los diversos terrenos en que se despliegan las actividades de los particulares: en el económico, en el cultural, en el alivio de las miserias individuales. Esta ayuda se traducirá en la prestación de diversos géneros de servicios (información, subsidios, intervenciones más amplias).
77. Pertenece también al Estado la tarea de coordinar y de impulsar en general, activándolos y armonizándolos, los esfuerzos de todos para el bien de todos. El bien humano no debe ser considerado por el Estado como algo estático, como si se tratara solamente de conservar los bienes ya adquiridos; hay que concebirle de una manera dinámica, en un progreso constante hacia el ideal de perfección humana. Al Estado pertenece también promover el bien común. Para eso tomará las disposiciones necesarias para fundar instituciones y para desarrollar las actividades ordenadas a procurar el progreso de la sociedad, que está a su cargo. Este impulso de arriba consistirá preferentemente en estimular la iniciativa privada, en animar a los miembros de la sociedad a obrar por sí mismos con todos sus medios personales, más bien que en organizar las cosas directamente por medio de la autoridad.
78. Esta acción del Estado, que fomenta, estimula, ordena, suple y completa, está fundamentada en el principio de la función subsidiaria, formulado por Pío XI en la Encíclica Quadragesimo Anno: “Sigue en pie en la filosofía social un gravísimo principio, inamovible e inmutable: así como no es lícito quitar a los individuos y traspasar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e iniciativa, así tampoco es justo, porque daña y perturba gravemente el recto orden social, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden realizar y ofrecer por sí mismas, y atribuirlo a una comunidad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, en virtud de su propia naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero nunca destruirlos ni absorberlos”.
III. 3. Origen del Poder
79. La necesidad obliga a que haya algunos que manden en toda reunión y comunidad de hombres, para que la sociedad, destituida de principio o cabeza rectora, no desaparezca y se vea privada de alcanzar el fin para el que nació y fue constituida. Muchos de nuestros contemporáneos, siguiendo las huellas de aquellos que en el siglo pasado se dieron a sí mismos el nombre de filósofos, afirman que todo poder viene del pueblo. Por lo cual, los que ejercen el poder no lo ejercen como cosa propia, sino como mandato o delegación del pueblo y de tal manera que tiene rango de ley la afirmación de que la misma voluntad popular que entregó el poder puede revocarlo a su antojo. Muy diferente es en este punto la doctrina católica, que pone en Dios, como en principio natural y necesario, el origen del poder político.
80. Es importante advertir en este punto que los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos, en determinadas circunstancias, por la voluntad y juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa el gobernante, pero no se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer. Pero en lo tocante al origen del poder político, la Iglesia enseña rectamente que el poder viene de Dios.
81. Cristo nuestro Señor respondió al presidente romano [Pilato], que se arrogaba la facultad de absolverlo y condenarlo: No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto (Jn, 19,11). Excelsa y llena de gravedad es la sentencia de San Pablo dirigida a los romanos, sujetos al poder de los emperadores paganos: No hay autoridad sino por Dios [Non est potestas nisi a Deo]. De la cual afirmación, como de causa, deduce la siguiente conclusión: La autoridad es ministro de Dios (Rom. 13,1-4). Los gobernantes, con cuya autoridad es administrada la república, deben obligar a los ciudadanos a la obediencia de tal manera que el no obedecerles constituya un pecado manifiesto. Pero ningún hombre tiene en sí mismo o por sí mismo el derecho de sujetar la voluntad libre de los demás con los vínculos de este imperio. Dios creador y gobernador de todas las cosas, es el único que tiene este poder. Y los que ejercen ese poder deben ejercerlo necesariamente como comunicado por Dios a ellos: Uno sólo es el legislador y el juez, que puede salvar y perder (Sant. 4-12).
III. 4. Soberanía del pueblo
82. Los que pretenden colocar el origen de la sociedad civil en el libre consentimiento de los hombres, poniendo en esta fuente el principio de toda autoridad política, afirman que cada hombre cedió algo de su propio derecho y que voluntariamente se entregó al poder de aquel a quien había correspondido la suma total de aquellos derechos. Pero hay aquí un gran error, que consiste en no ver lo evidente. Los hombres no constituyen una especie solitaria y errante. Los hombres gozan de libre voluntad, pero han nacido para formar una comunidad natural. Además, el pacto que predican, es claramente una ficción inventada y no sirve para dar a la autoridad política la fuerza, la dignidad y la firmeza que requieren la defensa de la república y la utilidad común de los ciudadanos. La autoridad sólo tendrá esta majestad y fundamento universal si se reconoce que proviene de Dios como de fuente augusta y santísima.
83. La sola razón natural demuestra el grave error de estas teorías acerca de la constitución del Estado. La naturaleza enseña que toda autoridad, sea la que sea, proviene de Dios, como de suprema y augusta fuente. La soberanía del pueblo, que, según aquellas, reside por derecho natural en la muchedumbre independizada totalmente de Dios, aunque presenta grandes ventajas para halagar y encender innumerables pasiones, carece de todo fundamento sólido y de eficacia substantiva para garantizar la seguridad pública y mantener el orden en la sociedad.
III. 5. Obediencia a la autoridad
84. El cuarto mandamiento de Dios nos ordena también honrar a todos los que, para nuestro bien, han recibido de Dios una autoridad en la sociedad. Este mandamiento determina los deberes de quienes ejercen la autoridad y de quienes están sometidos a ella. Los que ejercen una autoridad deben ejercerla como un servicio. “El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro esclavo” (Mt. 20,26). El ejercicio de una autoridad está regulado por su origen divino, su naturaleza racional y su objeto específico. Nadie puede ordenar o instituir lo que es contrario a la dignidad de las personas y a la ley natural.
85. Deber de los ciudadanos es contribuir con la autoridad civil al bien de la sociedad en un espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad. El amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad. La sumisión a las autoridades legítimas y el servicio del bien común exigen de los ciudadanos que cumplan con su responsabilidad en la vida de la comunidad política. La sumisión a la autoridad y la corresponsabilidad en el bien común exigen moralmente el pago de los impuestos, el ejercicio del derecho al voto, la defensa del país: “Dad a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor” (Rom. 13,7).
III. 6. Gobierno
86. Corresponde a la autoridad pública determinar y exigir de los miembros las acciones, positivas y negativas, capaces de realizar el fin social, que es el bien público. Este es el cometido del gobierno propiamente dicho. La autoridad organiza también y hace funcionar servicios de interés general útiles al público. Es la tarea propiamente administrativa. Gobernar es, pues, substancialmente la acción por la que una autoridad impone una línea de conducta o algunos preceptos a individuos humanos. Los mandatos gubernamentales se pueden extender a todas las materias que tocan al bien público temporal, tanto en el orden de los fines como en el de los medios.
87. Quien dice autoridad dice poderío. No es la fuerza la que constituye el poder, o la que justifica el que una persona pueda mandar. Pero para poder gobernar de una manera efectiva, e imponer su voluntad, la autoridad debe ir escoltada del poder material. La fuerza es un auxiliar indispensable del poder. La autoridad pública no solamente tiene el derecho, sino aún el deber de velar por la observancia de sus mandatos. Por consiguiente, el gobierno tiene la obligación de armarse de tal manera que no haya en el pueblo ni individuos, si asociaciones, ni partidos que puedan oponerse a su propio poderío. Además de la fuerza física o militar hay otras fuerzas materiales que pueden presionar al Estado: fuerzas económicas, financieras, sindicales...El Estado debe tomar los medios necesarios para imponerse a ellas.
88. Los derechos de mandar, de reprimir y de administrar no son derechos subjetivos de los gobiernos mismos que puedan emplear en provecho propio. El poder público, como toda autoridad o cualquier función, es para servir. El gobierno tampoco tiene derecho a gobernar en beneficio de una clase, de un partido, de una categoría nacional o de una región. Sin embargo, en un momento dado una categoría social puede tener más necesidad que otra de la ayuda del Estado, por razón de su debilidad económica o cultural. La justicia social pide entonces que el Estado cuide de ella de una manera especial. Al contrario, los grupos que no respetasen las reglas esenciales de la vida social, ellos mismos se excluirían de la protección del gobierno.
89. En el ámbito político se debe constatar que la veracidad en las relaciones entre gobernantes y gobernados; la transparencia en la administración pública; la imparcialidad en el servicio de la cosa pública; el respeto de los derechos de los adversarios políticos; la tutela de los derechos de los acusados contra procesos y condenas sumarias; el uso justo y honesto del dinero público; el rechazo de medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener o aumentar a cualquier costo el poder, son principios que tienen su base fundamental -así como su urgencia singular- en el valor trascendente de la persona y en las exigencias morales objetivas de funcionamiento de los Estados.
III. 7. Soberanía del Estado
90. La soberanía del Estado consiste en que el Estado tiene derecho a imponer a los individuos y a las asociaciones, que viven dentro de él, una norma a la que tienen que doblegarse, sin posibilidad de apelación a un tribunal superior. Todo órgano, legítimamente representativo del Estado, es por lo tanto soberano con relación a los órganos, aún supremos, de las demás agrupaciones, públicas o privadas. En toda institución la autoridad es algo intrínseco a ella. Corresponde a su manera de ser. Por eso la soberanía es una característica del Estado inherente a su mismo ser, en cuanto comunidad políticamente organizada. El Estado no tiene un derecho de soberanía del cual él sea el titular; por su misma naturaleza él es soberano.
91. La soberanía se extiende a las cosas que dependen de la competencia del Estado, a saber, al bien público temporal. Fuera de esto, necesario para su fin, el Estado no tiene soberanía ni poder alguno. Soberanía no es por lo tanto sinónimo de omnipotencia. El Estado no puede pasar los límites de lo temporal y de lo público; lo espiritual o religioso en cuanto tal, y lo privado en cuanto tal, están cerrado para él.
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III. 8. Independencia del Estado
92. Los Estados mantienen entre sí relaciones de igualdad. Ninguno de ellos obedece a los otros. Esto es lo que se significa al decir que el Estado es independiente o, como a veces se dice con expresión menos feliz, que goza de soberanía externa. Esta independencia no debe concebirse como algo absoluto, ni puede servir de obstáculos a una colaboración amplia y leal a la empresa común de la sociedad universal.
III. 9. Soberanía ilimitada - Totalitarismo
93. El que considera el Estado como fin al que hay que dirigirlo todo y al que hay que subordinarlo todo, no puede dejar de dañar y de impedir la auténtica y estable prosperidad de las naciones. Esto sucede lo mismo en el supuesto de que esta soberanía ilimitada se atribuya al Estado como mandatario de la nación, del pueblo o de una clase social, que en el supuesto de que el Estado se apropie por sí mismo esa soberanía, como dueño absoluto y totalmente independiente. Porque, si el Estado se atribuye y apropia las iniciativas privadas, estas iniciativas -que se rigen por múltiples normas peculiares y propias- pueden recibir daño, con detrimento del mismo bien público, por quedar arrancadas de su recta ordenación natural, que es la actividad privada responsable.
94. A esto hay que añadir que el totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o Nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás.
III. 10. Resistencia al poder injusto
95. El ciudadano tiene obligación de conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. El rechazo de la obediencia a las autoridades civiles, cuando sus exigencias son contrarias a las de la recta conciencia, tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de la comunidad política. “Dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios” (Mt. 22,21). “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch. 5,29). Cuando la autoridad pública, excediéndose en sus competencias, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rechazar las exigencias objetivas del bien común; pero les es lícito defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de esta autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica.
96. Este respeto al poder constituido no puede exigir ni imponer como cosa obligatoria ni el acatamiento ni mucho menos una obediencia ilimitada o indiscriminada a las leyes promulgadas por ese mismo poder constituido. Que nadie lo olvide: la ley es un precepto ordenado según la razón, elaborado y promulgado para el bien común por aquellos que con este fin han recibo el poder. Porque la diferencia que existe entre la legislación y los poderes políticos y su forma es tan grande, que en un régimen cuya forma sea quizás la más excelente de todas, la legislación puede ser detestable, y, por el contrario, dentro de un régimen cuya forma sea la más imperfecta puede hallarse a veces una legislación excelente.
97. La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales: 2) después de haber agotado todos los otros recursos: 3) sin provocar desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es imposible prever razonablemente soluciones mejores.
III. 11. Formas de Gobierno - Obligación de aceptar el régimen constituido
98. Si la autoridad responde a un orden fijado por Dios, “la determinación del régimen y la designación de los gobernantes han de dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos” (GS, 74). La diversidad de los regímenes políticos es moralmente admisible con tal que promuevan el bien legítimo de la comunidad que los adopta. Los regímenes cuya naturaleza es contraria a la ley natural, al orden público y a los derechos fundamentales de las personas, no pueden realizar el bien común de las naciones en las que se han impuesto.
99. Los medios ilegítimos empleados en la constitución de un Estado determinado, no impiden que éste, una vez constituido y ya viable, pueda justificar su existencia por responder a una necesidad de la naturaleza humana. Pero la vida de un Estado nacido de la violencia amenaza ser muy precaria. Para que el Estado después de nacido se consolide, necesita de la adhesión implícita o explícita del pueblo.
100. En este orden especulativo de ideas, los católicos, como cualquier otro ciudadano, disfrutan de plena libertad para preferir una u otra forma de gobierno, precisamente porque ninguna de ellas se opone por sí misma a las exigencias de la sana razón o a los dogmas de la doctrina católica. Tomando como norma el número de gobernantes se distinguen las siguientes: el gobierno de uno sólo (monarquía), el gobierno de algunos (aristocracia) y el gobierno de muchos, de la multitud (república o democracia).
101. Sin embargo, al encarnarse en los hechos, los principios revisten un carácter de contingencia variable, determinado por el medio concreto en que se verifica su aplicación. Con otras palabras, si cada una de las formas políticas es buena en sí misma y aplicable al gobierno supremo de los pueblos, sin embargo, de hecho sucede que en casi todas las naciones el poder civil presenta una forma política particular. Cada pueblo tiene la suya propia. Esta forma política particular procede de un conjunto de circunstancias históricas o nacionales, pero siempre humanas, que han creado en cada nación una legislación propia tradicional y fundamental. A través de estas circunstancias queda determinada la forma política particular de gobierno, fundamento de la transmisión de los supremos poderes a la posteridad.
102. Juzgamos innecesario advertir que todos y cada uno de los ciudadanos tienen la obligación de aceptar los regímenes constituidos y que no pueden intentar nada para destruirlos o para cambiar su forma. Lo diremos con otras palabras: en toda hipótesis, el poder político, considerado como tal, procede de Dios, y siempre y en todas partes procede exclusivamente de Dios. No hay autoridad sino por Dios. Por consiguiente, cuando de hecho quedan constituidos nuevos regímenes políticos, representantes de este poder inmutable, su aceptación no sólo es lícita, sino incluso obligatoria, con obligación impuesta por la necesidad del bien común, que les da vida y los mantiene.
III. 12. Democracia
103. El Estado democrático, sea monárquico o republicano, debe, como toda otra forma de gobierno, estar investido del poder de mandar con autoridad verdadera y eficaz. Características propias de los ciudadanos en el régimen democrático: 1) manifestar su propio parecer sobre los deberes y los sacrificios que le son impuestos, 2) no estar obligado a obedecer sin haber sido escuchado: he ahí dos derechos del ciudadano que hallan en la democracia, como el mismo nombre lo indica, su expresión natural.
104. Una sana democracia, fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno ni límites, y que hace también del régimen democrático, a pesar de las contrarias pero vanas apariencias, un puro y simple sistema de absolutismo.
105. La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Por esto mismo, no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado. Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la “subjetividad” de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad.
106. En realidad, la democracia no puede mitificarse, convirtiéndola en un sucedáneo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un “ordenamiento” y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter “moral” no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy se percibe un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un positivo “signo de los tiempos”, como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces. Pero el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve.
107. Cuando no se observan estos principios, se resiente el fundamento mismo de la convivencia política y toda la vida social se ve progresivamente comprometida, amenazada y abocada a su disolución. Después de la caída, en muchos países, de las ideologías que condicionaban la política a una concepción totalitaria del mundo -la primera entre ellas el marxismo- existe hoy un riesgo no menos grave debido a la negación de los derechos fundamentales de la persona humana y a la absorción en la política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad. En efecto, “si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (CA, 46).
III. 13. Pueblo y masa
108. El Estado no abarca dentro de sí mismo y no reúne mecánicamente, en un determinado territorio, un conglomerado amorfo de individuos. El Estado es, y debe ser en realidad, la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo. Pueblo y multitud amorfa, o, como suele decirse, “masa”, son dos conceptos diferentes. El pueblo vive y se mueve por su vida propia; la masa es de por sí inerte y sólo puede ser movida desde fuera. El pueblo vive de la plenitud de vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales -en su propio puesto y según su manera propia- es una persona consciente de su propia responsabilidad y de sus propias convicciones. La masa, por el contrario, espera el impulso del exterior, fácil juguete en manos de cualquiera que explote sus instintos o sus impresiones, presta a seguir sucesivamente hoy esta bandera, mañana otra distinta. De la exuberancia de vida propia de un verdadero pueblo se difunde la vida, abundante, rica, por el Estado y por todos los organismos de éste, infundiéndoles, con un vigor renovado sin cesar, la conciencia de su propia responsabilidad, el sentido verdadero del bien común.
III. 14. Participación en la vida cívica
l09. La participación es el compromiso voluntario y generoso de la persona en las tareas sociales. Es necesario que todos participen, cada uno según el lugar que ocupa y el papel que desempeña, en promover el bien común. Este deber es inherente a la dignidad de la persona humana. Los ciudadanos deben cuanto sea posible tomar parta activa en la vida pública.
110. Puede muy bien suceder que en alguna parte, por causas muy graves y muy justas, no convenga en modo alguno intervenir en el gobierno de un Estado ni ocupar en él puestos políticos. Pero en general, como hemos dicho, no querer tomar parte alguna en la vida pública sería tan reprensible como no querer prestar ayuda alguna al bien común. De lo contrario, si se abstienen políticamente, los asuntos públicos caerán en manos de personas cuya manera de pensar puede ofrecer escasas esperanzas de salvación para el Estado.
111. Queda, por tanto, bien claro que los católicos tienen motivos justos para intervenir en la vida política de los pueblos. No acuden ni deben acudir a la vida política para aprobar lo que actualmente puede haber de censurable en las instituciones políticas del Estado, sino para hacer que estas mismas instituciones se pongan, en lo posible, al servicio sincero y verdadero del bien público, procurando infundir en todas las venas del Estado, como savia y sangre vigorosas, la eficaz influencia de la religión católica. Así se procedía en los primeros siglos de la Iglesia. Las costumbres paganas distaban inmensamente de la moral evangélica. Sin embargo, en pleno paganismo, los cristianos, siempre incorruptos y consecuentes consigo mismos, se introducían animosamente dondequiera que podían.
112. Para animar cristianamente el orden temporal -en el sentido señalado de servir a la persona y a la sociedad- los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la “política”. Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública.
113. Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes. Recuerden, por tanto, todos los ciudadanos el derecho y al mismo tiempo el deber que tienen de votar con libertad para promover el bien común. La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan las cargas de este oficio.
114. América necesita laicos cristianos que puedan asumir responsabilidades directivas en la sociedad. Es urgente formar hombres y mujeres capaces de actuar, según su propia vocación, en la vida pública, orientándola al bien común. En el ejercicio de la política, vista en su sentido más noble y auténtico como administración del bien común, ellos pueden encontrar también el camino de la propia santificación.
115. Es necesario evangelizar a los dirigentes, hombres y mujeres, con renovado ardor y nuevos métodos, insistiendo principalmente en la formación de sus conciencias mediante la doctrina social de la Iglesia. Esta formación será el mejor antídoto frente a tantos casos de incoherencia y, a veces, de corrupción que afectan a las estructuras sociopolíticas.
III. 15. Errores de las ideologías y las utopías
116. El cristiano que quiere vivir su fe en una acción política concebida como servicio, no puede adherirse, sin contradecirse a sí mismo, a sistemas ideológicos que se oponen, radicalmente o en puntos substanciales, a su fe y a su concepción del hombre ¿Es necesario subrayar las posibles ambigüedades de toda ideología social? Unas veces reduce la acción política o social a ser simplemente la aplicación de una idea abstracta, puramente teórica; otras, es el pensamiento el que se convierte en puro instrumento al servicio de la acción, como simple medio para una estrategia. En ambos casos, ¿no es el hombre quien corre el riesgo de verse enajenado? La fe cristiana es muy superior a estas ideologías y queda situada a veces en posición totalmente contraria a ella, en la medida en que reconoce a Dios, trascendente y creador, que interpela, a través de todos los niveles de lo creado, al hombre como libertad responsable.
117. Hoy día, por otra parte, se nota mejor la debilidad de las ideologías a través de los sistemas concretos en que tratan de realizarse. Socialismo burocrático, capitalismo tecnocrático, democracia autoritaria, manifiestan la dificultad de resolver el gran problema humano de vivir todos juntos en la justicia y en la igualdad. En efecto, ¿cómo podrían escapar al materialismo, al egoísmo o a las presiones que fatalmente los acompañan? De aquí la contestación que surge un poco por todas partes, signo de profundo malestar, mientras se asiste al renacimiento de lo que se ha convenido en llamar “utopías”, las cuales pretenden resolver el problema político de las sociedades modernas mejor que las ideologías. Sería peligroso no reconocerlo. La apelación a la utopía [lugar que no existe] es con frecuencia un cómodo pretexto para quien desea rehuir las tareas concretas refugiándose en un mundo imaginario. Vivir en un futuro hipotético es una coartada fácil para deponer responsabilidades inmediatas.
118. [Marxismo ] No es lícito, por tanto, favorecer a la ideología marxista, a su materialismo ateo, a su dialéctica de violencia y a la manera como ella entiende la libertad individual dentro de la colectividad, negando al mismo tiempo toda trascendencia al hombre y a su historia personal y colectiva.
119. [Liberalismo] Tampoco apoya el cristiano la ideología liberal, que cree exaltar la libertad individual sustrayéndola a toda limitación, estimulándola con la búsqueda exclusiva del interés y del poder y considerando las solidaridades sociales como consecuencias más o menos automáticas de iniciativas individuales y no ya como fin y motivo primario del valor de la organización social.
120. [Socialismo] Aún cuando el socialismo, como todos los errores, tiene en sí algo de verdadero (cosa que jamás han negado los Sumos Pontífices), se funda sobre una doctrina de la sociedad humana propia suya, opuesta al verdadero cristianismo. Socialismo religioso, socialismo cristiano, implican términos contradictorios: nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista.
121. [Fascismo] Henos, pues, aquí en presencia de todo un conjunto de auténticas afirmaciones y de hechos no menos auténticos, que ponen fuera de toda duda el propósito -ya en tan gran parte realizado- de monopolizar enteramente la juventud, desde la más primera infancia hasta la edad adulta, en favor absoluto y exclusivo de un partido, de un régimen, sobre la base de una ideología que declaradamente se resuelve en una verdadera y propia estatolatría pagana, que contradice no menos los derechos naturales de la familia que los derechos sobrenaturales de la Iglesia.
122. [Nacionalsocialismo] Quien con una confusión panteísta, identifica a Dios con el universo, materializando a Dios en el mundo o deificando al mundo en Dios, no pertenece a los verdaderos creyentes. Si la raza o el pueblo, si el Estado o una forma determinada del mismo, si los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana tienen en el orden natural un puesto esencial y digno de respeto, con todo, quien los arranca de esta escala de valores terrenales elevándolos a suprema norma de todo, aún de los valores religiosos, y, divinizándolos con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios, está lejos de la verdadera fe y de una concepción de la vida conforme a ésta.
III. 16. Nación y Estado
123. La vida nacional es, por sí misma, el conjunto operante de todos aquellos valores de civilización que son propios y característicos de un determinado grupo, de cuya espiritual unidad constituyen como el vínculo. Al mismo tiempo, esa vida enriquece, como contribución propia, la cultura de toda la humanidad. En su esencia, pues, la vida nacional es algo no-político; tan verdadera es esta realidad, que, como demuestran la historia y la experiencia, esa vida puede desarrollarse al lado de otras, dentro de un mismo Estado, como también puede extenderse más allá de los confines políticos de éste.
124. El nacionalismo, fenómeno colectivo, implica una actitud activa que puede tender a diversos fines. Puede animar a una comunidad popular de carácter étnico, lingüístico, regional u otro cualquiera, haciéndola apreciar la comunidad de pensamientos y de sentimientos que reinan en su seno, haciendo prevalecer en ella el primado del bien común sobre los intereses de clase o de partido. En este sentido, el nacionalismo es muy afín al patriotismo. El nacionalismo es vicioso, cuando el culto de la nación va hasta hacer despreciar los valores que residen sea en las demás naciones, sea en la persona humana, sea en comunidades como la familia, la Iglesia (nacionalismo radical).
III. 17. Iglesia y Estado
125. La protección y promoción de los derechos inviolables del hombre es un deber esencial de toda autoridad civil. Debe, pues, la potestad civil tomar eficazmente a su cargo la tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos por medio de leyes justas y otros medios aptos, y facilitar las condiciones propicias que favorezcan la vida religiosa, para que los ciudadanos puedan ejercer efectivamente los derechos de la religión y cumplir sus deberes; y la misma sociedad goce así de los bienes de justicia y de paz que provienen de la fidelidad de los hombres hacia Dios y su voluntad.
126. La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto mejor cultiven ambas entre sí una sana cooperación habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo. Es de justicia que pueda la Iglesia en todo momento y en todas partes predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina social, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando todos y solos aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y de situaciones.
III. 18. Tolerancia -Doctrina del mal menor
127. No ignora la Iglesia la trayectoria que describe la historia espiritual y política de nuestros tiempos. Por esta causa, aún concediendo derechos sola y exclusivamente a la verdad y a la virtud, no se opone la Iglesia, sin embargo, a la tolerancia por parte de los poderes públicos de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia para evitar un mal mayor o para adquirir o conservar un mayor bien. Justo es imitar en el gobierno político al que gobierna el mundo. Más aún, no pudiendo la autoridad humana impedir todos los males, debe “permitir y dejar impunes muchas cosas que son, sin embargo, castigadas justamente por la divina Providencia” (San Agustín, De libero arbitrio I,6,14).
IV - DOCTRINA ECONOMICA
IV. 1. El Séptimo Mandamiento
128. El séptimo mandamiento prohibe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y hacer daño al prójimo en sus bienes de cualquier manera. Prescribe la justicia y la caridad en la gestión de los bienes terrenos y los frutos del trabajo de los hombres. Con miras al bien común exige el respeto del destino universal de los bienes y del derecho de propiedad privada. La vida cristiana se esfuerza por ordenar a Dios y a la caridad fraterna los bienes de este mundo.
IV. 2. Recursos de la naturaleza
129. “Creyentes y no-creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos” (GS, 12).
130. El séptimo mandamiento exige el respeto de la integridad de la creación. Los animales, como las plantas y los seres inanimados, están naturalmente destinados al bien común de la humanidad pasada, presente y futura. El uso de los recursos minerales, vegetales y animales del universo no puede ser separado del respeto a las exigencias morales. El dominio concedido por el Creador al hombre sobre los seres inanimados y los seres vivos no es absoluto; está regulado por el cuidado de la calidad de vida del prójimo comprendidas las generaciones venideras; exige un respeto religioso de la integridad de la creación.
131. Los animales son criaturas de Dios, que los rodea de su solicitud providencial. Por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria. También los hombres les deben aprecio. Recuérdese con qué delicadeza trataban a los animales S. Francisco de Asís o S. Felipe Neri. Dios confió los animales a la administración del que fue creado por él a su imagen y semejanza. Por tanto, es legítimo servirse de los animales para el alimento y la confección de vestidos. Se los puede domesticar para que ayuden al hombre en sus trabajos y en sus ocios. Los experimentos médicos y científicos en animales son prácticas moralmente aceptables, si se mantienen dentro de límites razonables y contribuyen a curar o salvar vidas humanas.
132. Es contrario a la dignidad humana hacer sufrir inútilmente a los animales y gastar sin necesidad sus vidas. Es también indigno invertir en ellos sumas que deberían más bien remediar la miseria de los hombres. Se puede amar a los animales; pero no se puede desviar hacia ellos el afecto debido únicamente a los seres humanos.
133. Además de la destrucción irracional del ambiente natural hay que recordar aquí la más grave aún del ambiente humano, al que, sin embargo, se está lejos de prestar la necesaria atención. Mientras nos preocupamos justamente, aunque mucho menos de lo necesario, de preservar los “habitat” naturales de las diversas especies animales amenazadas de extinción, porque nos damos cuenta de que cada una de ellas aporta su propia contribución al equilibrio general de la tierra, nos esforzamos muy poco por salvaguardar las condiciones morales de una auténtica “ecología humana”.
IV. 3. Destino universal de los bienes
134. Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tenga cuidado de ellos, los domine mediante su trabajo y se beneficie de sus frutos. Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. Sin embargo, la tierra está repartida entre los hombres para dar seguridad a su vida, expuesta a la penuria y amenazada por la violencia. La apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que están a su cargo. Debe hacer posible que se viva una solidaridad natural entre los hombres.
135. El derecho a la propiedad privada, adquirida o recibida de modo justo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes continúa siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio.
IV. 4. Recto uso de los bienes
136. “El hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente, no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que han de aprovechar no sólo a él, sino también a los demás” (GS, 69,1). La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus próximos.
137. Los bienes de producción -materiales o inmateriales- como tierras o fábricas, profesiones o artes, requieren los cuidados de sus poseedores para que su fecundidad aproveche al mayor número de personas. Los poseedores de bienes de uso y consumo deben usarlos con templanza reservando la mejor parte al huésped, al enfermo, al pobre.
138. En materia económica el respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para moderar el apego a los bienes de este mundo; de la justicia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de la solidaridad, siguiendo la regla de oro y según la liberalidad del Señor, que “siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2 Co. 8,9).
139. El séptimo mandamiento prohibe el robo, es decir, la usurpación del bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño. No hay robo si el consentimiento puede ser presumido o si el rechazo es contrario a la razón y al destino universal de los bienes. Es el caso de la necesidad urgente y evidente en que el único medio de remediar las necesidades inmediatas y esenciales (alimento, vivienda, vestido...) es disponer y usar de los bienes ajenos.
140. Toda forma de tomar o retener injustamente el bien ajeno, aunque no contradiga las disposiciones de la ley civil, es contraria al séptimo mandamiento. Así, retener deliberadamente bienes prestados u objetos perdidos, defraudar en el ejercicio del comercio, pagar salarios injustos, elevar los precios especulando con la ignorancia o la necesidad ajenas. Son también moralmente ilícitos, la especulación mediante la cual se pretende hacer variar artificialmente la valoración de los bienes con el fin de obtener un beneficio en detrimento ajeno; la corrupción mediante la cual se vicia el juicio de los que deben tomar decisiones conforme a derecho; la apropiación y el uso privados de los bienes sociales de una empresa; los trabajos mal hechos, el fraude fiscal, la falsificación de cheques y facturas, los gastos excesivos, el despilfarro. Infligir voluntariamente un daño a las propiedades privadas o públicas es contrario a la ley moral y exige reparación.
141. Las promesas deben ser cumplidas, y los contratos rigurosamente observados en la medida en que el compromiso adquirido es moralmente justo. Una parte notable de la vida económica y social depende del valor de los contratos entre personas físicas o morales. Así, los contratos comerciales de venta o compra, los contratos de alquiler o de trabajo. Todo contrato debe ser hecho y ejecutado de buena fe. Los contratos están sometidos a la justicia conmutativa, que regula los intercambios entre las personas y entre las instituciones, en el respeto exacto de sus derechos. La justicia conmutativa obliga estrictamente; exige la salvaguarda de los derechos de propiedad, el pago de las deudas y la prestación de obligaciones libremente contraídas. Sin justicia conmutativa no es posible ninguna otra forma de justicia. La justicia conmutativa se distingue de la justicia legal, que se refiere a lo que el ciudadano debe equitativamente a la comunidad, y de la justicia distributiva que regula lo que la comunidad debe a los ciudadanos en proporción a sus contribuciones y a sus necesidades.
142. En virtud de la justicia conmutativa, la reparación de la injusticia cometida exige la restitución del bien robado a su propietario: Jesús bendijo a Zaqueo por su resolución: “si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo” (Lc. l9, 8). Los que, de manera directa o indirecta, se han apoderado de un bien ajeno, están obligados a restituirlo o a devolver el equivalente en naturaleza o en especie si la cosa ha desaparecido, así como los frutos y beneficios que su propietario hubiera obtenido legítimamente. Están igualmente obligados a restituir, en proporción a su responsabilidad y al beneficio obtenido, todos los que han participado de alguna manera en el robo, o se han aprovechado de él a sabiendas; por ejemplo, quienes lo hayan ordenado o ayudado o encubierto.
143. El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas que, por una u otra razón, egoista o ideológica, mercantil o totalitaria, conduce a esclavizar seres humanos, a menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos por la violencia a un objetivo de consumo o a una fuente de beneficio. San Pablo ordenaba a un amo cristiano que tratase a su esclavo cristiano “no como esclavo, sino...como un hermano...en el Señor” (Flm. 16).
144. Una teoría que hace del lucro la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica es moralmente inaceptable. El apetito desordenado de dinero no deja de producir efectos perniciosos. Es una de las causas de lo numerosos conflictos que perturban el orden social. Un sistema que sacrifica los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción es contrario a la dignidad del hombre. Toda práctica que reduce a las personas a no ser más que medios de lucro esclaviza al hombre, conduce a la idolatría del dinero y contribuye a difundir el ateísmo. “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt. 6,24; Lc. 16,13).
IV. 5. Propiedad privada
145. La propiedad, como las demás formas de dominio privado sobre los bienes exteriores, contribuye a la expresión de la persona y le ofrece ocasión de ejercer su función responsable en la sociedad y en la economía. La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes externos aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar y deben ser considerados como ampliación de la libertad humana. Por último, al estimular el ejercicio de la tarea y de la responsabilidad, constituyen una de las condiciones de la libertades civiles. Por lo demás, el derecho a poseer una parte de bienes suficientes para sí mismo y para sus familias es un derecho que a todos corresponde.
146. Las formas de este dominio o propiedad son hoy diversas y se diversifican cada día más. Todas ellas, sin embargo, continúan siendo elemento de seguridad no despreciable aún contando con los fondos sociales, derechos y servicios procurados por la sociedad. Esto debe afirmarse no sólo de las propiedades materiales, sino también de los bienes inmateriales, como es la capacidad profesional.
147. Al defender la Iglesia el principio de la propiedad privada, persigue un alto fin ético-social. No pretende sostener pura y simplemente el actual estado de cosas, como si viera en él la expresión de la voluntad divina; ni proteger por principio al rico y al plutócrata contra el pobre e indigente. Todo lo contrario; la Iglesia mira sobre todo a lograr que la institución de la propiedad privada sea lo que debe ser, de acuerdo a los designios de la divina Sabiduría y con lo dispuesto por la naturaleza.
148. Por otra parte, en vano se reconocería al ciudadano el derecho de actuar con libertad en el campo económico si no le fuese dada al mismo tiempo la facultad de elegir y emplear libremente las cosas indispensables para el ejercicio de dicho derecho. Además, la historia y la experiencia demuestran que en los regímenes políticos que no reconocen a los particulares la propiedad, incluida la de los bienes de producción, se viola o suprime totalmente el ejercicio de la libertad humana en las cosas más fundamentales, lo cual demuestra con evidencia que el ejercicio de la libertad tiene su garantía y al mismo tiempo su estímulo en el derecho de propiedad.
149. Resulta, por tanto, extraña la negación que algunos hacen del carácter natural del derecho de propiedad, que halla en la fecundidad del trabajo la fuente perpetua de su eficacia; constituye, además, un medio eficiente para garantizar la dignidad de la persona humana y el ejercicio libre de la propia misión en todos los campos de la actividad económica; y es, finalmente, un elemento de tranquilidad y de consolidación para la vida familiar, con el consiguiente aumento de paz y prosperidad en el Estado.
150. Y, para poner límites precisos a las controversias que han comenzado a suscitarse en torno a la propiedad y a los deberes a ella inherentes, hay que establecer previamente como fundamento lo que ya sentó León XIII, esto es, que el derecho de propiedad se distingue de su ejercicio. La justicia llamada conmutativa manda, es verdad, respetar santamente la división de la propiedad y no invadir el derecho ajeno excediendo los límites del propio dominio; pero que los dueños no hagan uso de lo propio si no es honestamente, esto no atañe ya a dicha justicia, sino a otras virtudes, el cumplimiento de las cuales no hay derecho de exigirlo por la ley. Afirman sin razón, por consiguiente, algunos que tanto vale propiedad como uso honesto de la misma, distando todavía mucho más de ser verdadero que el derecho de propiedad perezca o se pierda por el abuso o por el simple no uso.
151. Tanto la tradición universal cuanto la doctrina de nuestro predecesor León XIII atestiguan claramente que son títulos de dominio no sólo la ocupación de una cosa de nadie, sino también el trabajo o, como suele decirse, la especificación. A nadie se hace injuria, en efecto, cuando se ocupa una cosa que está al paso y no tiene dueño; y el trabajo que el hombre pone de su parte, y en virtud del cual la cosa recibe una nueva forma o aumenta, es lo único que adjudica esos frutos al que los trabaja.
IV. 6. Función social de la propiedad
152. Pero nuestros predecesores han enseñado también de modo constante el principio de que al derecho de propiedad le es intrínsecamente inherente una función social. En realidad, dentro del plan de Dios Creador, todos los bienes de la tierra están destinados, en primer lugar, al decoroso sustento de todos los hombres, como sabiamente enseña nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII en la encíclica Rerum Novarum: “Los que han recibido de Dios mayor abundancia de bienes, ya sean corporales o externos, ya internos y espirituales, los han recibido para que con ellos atiendan a su propia perfección y, al mismo tiempo, como ministros de la divina Providencia, al provecho de los demás. Por lo tanto, el que tenga talento, cuide de no callar; el que abunde en bienes, cuide no ser demasiado duro en el ejercicio de la misericordia; quien posee un oficio de qué vivir, afánese por compartir su uso y utilidad con el prójimo” (RN, l6).
153. Aunque, en nuestro tiempo, tanto el Estado como las instituciones públicas han extendido y siguen extendiendo el campo de su intervención, no se debe concluir en modo alguno que ha desaparecido, como algunos erróneamente opinan, la función social de la propiedad privada, ya que esta función toma su fuerza del propio derecho de propiedad. Añádase a esto el hecho complementario de que hay siempre una amplia gama de situaciones angustiosas, de necesidades ocultas y al mismo tiempo graves, a las cuales no llegan las múltiples formas de acción del Estado, y para cuyo remedio se halla ésta totalmente incapacitada; por lo cual, siempre quedará abierto un vasto campo para el ejercicio de la misericordia y de la caridad cristiana por parte de los particulares. Por último, es evidente que para el fomento y estímulo de los valores del espíritu resulta más fecunda la iniciativa de los particulares o de los grupos privados que la acción de los poderes públicos.
154. Es ésta ocasión oportuna para recordar, finalmente, cómo la autoridad del sagrado Evangelio sanciona, sin duda, el derecho de propiedad privada de los bienes; pero, al mismo tiempo, presenta, con frecuencia, a Jesucristo ordenando a los ricos que cambien en bienes espirituales los bienes materiales que poseen, y los den a los necesitados: No alleguéis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín los corroen y donde los ladrones horadan y roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corroen y donde los ladrones no haradan ni roban (Mt. 6,19,20). Y el divino Maestro declara que considera como hecha o negada a sí mismo la caridad hecha o negada a los necesitados: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt. 25,40).
155. Es decir, que la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad cuando a los demás les falta lo necesario. En una palabra: el derecho de propiedad no debe jamás ejercitarse con detrimento de la utilidad común, según la doctrina tradicional de los Padres de la Iglesia y de los grandes teólogos. Si se llegase al conflicto entre los derechos privados adquiridos y las exigencias comunitarias primordiales, toca a los poderes públicos procurar una solución, con la activa participación de las personas y de los grupos sociales. La afectación de bienes a la propiedad pública sólo puede ser hecha por la autoridad competente de acuerdo con las exigencias del bien común y dentro de los límites de éste último, supuesta la compensación adecuada. A la autoridad pública toca, además, impedir que se abuse de la propiedad privada en contra del bien común.
156. Lo que hasta aquí hemos expuesto no excluye, como es obvio, que también el Estado y las demás instituciones públicas posean legítimamente bienes de producción, de modo especial cuando éstos llevan consigo tal poder económico, que no es posible dejarlo en manos de personas privadas sin peligro del bien común. Sin embargo, también en esta materia ha de observarse íntegramente el principio de la función subsidiaria, ya antes mencionado, según el cual la ampliación de la propiedad del Estado y de las demás instituciones públicas sólo es lícita cuando la exige una manifiesta y objetiva necesidad del bien común, y se excluye el peligro de que la propiedad privada se reduzca en exceso, o, lo que sería aún peor, se la suprima completamente.
IV. 7. La difusión de la propiedad
157. No basta, sin embargo, afirmar que el hombre tiene un derecho natural a la propiedad privada de los bienes, incluidos los de producción, si, al mismo tiempo, no se procura, con toda energía, que se extienda a todas las clases sociales el ejercicio de este derecho.
158. Como acertadamente afirma nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII, por una parte, la dignidad de la persona humana exige necesariamente, como fundamento natural para vivir, el derecho al uso de los bienes de la tierra, al cual corresponde la obligación fundamental de otorgar una propiedad privada, en cuanto sea posible, a todos, y, por otra parte, la nobleza intrínseca del trabajo exige, además de otras cosas, la conservación y el perfeccionamiento de un orden social que haga posible una propiedad segura, aunque sea modesta, a todas las clases del pueblo.
159. Hoy, más que nunca, hay que defender la necesidad de difundir la propiedad privada, porque, en nuestros tiempos, como ya hemos recordado, los sistemas económicos de un creciente número de países están experimentando un rápido desarrollo económico. Por lo cual, con el uso prudente de los recursos técnicos que la experiencia aconseje, no resultará difícil realizar una política económica y social que facilite y amplíe lo más posible el acceso a la propiedad privada de los siguientes bienes: bienes de consumo duradero; vivienda; pequeña propiedad agraria; utillaje necesario para la empresa artesana y para la empresa agrícola familiar; acciones de empresas grandes o medianas; todo lo cual se está ya practicando con pleno éxito en algunas naciones económicamente desarrolladas y socialmente avanzadas.
IV. 8. El trabajo
160. La Iglesia halla ya en las primeras páginas del libro del Génesis la fuente de su convicción según la cual el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra. El trabajo entendido como una actividad “transitiva”, es decir, de tal naturaleza que, empezando en el sujeto humano, está dirigida hacia un objeto externo, supone un dominio específico del hombre sobre la “tierra” y a la vez confirma y desarrolla este dominio. Está claro que con el término “tierra”, del que habla el texto bíblico, se debe entender ante todo la parte del universo visible en el que habita el hombre; por extensión sin embargo, se puede entender todo el mundo visible, dado que se encuentra en el radio de influencia del hombre y de su búsqueda por satisfacer las propias necesidades. La expresión “someted la tierra” tiene un amplio alcance. Indica todos los recursos que la tierra (e indirectamente el mundo visible) encierra en sí y que, mediante la actividad consciente del hombre, pueden ser descubiertos y oportunamente usados. De esta manera, aquellas palabras, puestas al principio de la Biblia, no dejan de ser actuales.
161. Ese dominio se refiere en cierto sentido a la dimensión subjetiva más que a la objetiva: esta dimensión condiciona la misma esencia ética del trabajo. En efecto no hay duda de que el trabajo humano tiene un valor ético, el cual está vinculado completa y directamente al hecho de que quien lo lleva a cabo es una persona, un sujeto consciente y libre, es decir, un sujeto que decide de sí mismo. En esta concepción desaparece casi el fundamento mismo de la antigua división de los hombres en clases sociales, según el tipo de trabajo que realizasen. En la época moderna, desde el comienzo de la era industrial, la verdad cristiana sobre el trabajo debía contraponerse a las diversas corrientes del pensamiento materialista y “economicista”. Para algunos fautores de tales ideas, el trabajo se entendía y se trataba como una especie de “mercancía”, que el trabajador -especialmente el obrero de la industria- vende al empresario, que es a la vez poseedor del capital, o sea del conjunto de los instrumentos de trabajo y de los medios que hacen posible la producción.
162. Ante esta realidad actual...se debe ante todo recordar un principio enseñado siempre por la Iglesia. Es el principio de la prioridad del “trabajo” frente al “capital”. Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el “capital”, siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental. Ante todo, a la luz de esta verdad, se ve claramente que no se puede separar el “capital” del trabajo, y de ningún modo se puede contraponer el trabajo al capital ni el capital al trabajo...La ruptura de esta imagen coherente, en la que se salvaguarda entrechamente el principio de la primacía de la persona sobre las cosas, ha tenido lugar en la mente humana, alguna vez, después de un largo período de incubación en la vida práctica. La antinomia entre trabajo y capital no tiene su origen en la estructura del mismo proceso de producción, y ni siquiera en la del proceso económico en general.
163. Echando una mirada sobre la familia humana entera, esparcida sobre la tierra, no se puede menos de quedar impresionados ante un hecho desconcertante de grandes proporciones, es decir, el hecho de que, mientras por una parte siguen sin utilizarse conspicuos recursos de la naturaleza, existen por otra grupos enteros de desocupados o subocupados y un sinfín de multitudes hambrientas: un hecho que atestigua sin duda el que, dentro de las comunidades políticas como en las relaciones existentes entre ellas a nivel continental y mundial -en lo concerniente a la organización del trabajo y del empleo- hay algo que no funciona y concretamente en los puntos más críticos y de mayor relieve social.
IV. 9. Remuneración del trabajo
164. En esta materia, juzgamos deber nuestro advertir una vez más que, así como no es lícito abandonar completamente la determinación del salario a la libre competencia del mercado, así tampoco es lícito que su fijación quede al arbitrio de los poderosos, sino que en esta materia deben guardarse a toda costa las normas de la justicia y de la equidad. Esto exige que los trabajadores cobren un salario cuyo importe les permita mantener un nivel de vida verdaderamente humano y hacer frente con dignidad a sus obligaciones familiares. Pero es necesario, además, que, al determinar la remuneración justa del trabajo, se tengan en cuenta los siguientes puntos: primero, la efectiva aportación de cada trabajador a la producción económica; segundo, la situación financiera de la empresa en que se trabaja; tercero, las exigencias del bien común de la respectiva comunidad política, principalmente en orden a obtener el máximo empleo de la mano de obra en toda la nación; y, por último, las exigencias del bien común universal, o sea de las comunidades internacionales, diferentes entre sí en cuanto a su extensión y a los recursos naturales de que disponen.
165. Es evidente que los criterios expuestos tienen un valor permanente y universal; pero su grado de aplicación a las situaciones concretas no puede determinarse si no se atiende como es debido a la riqueza disponible; riqueza que, en cantidad y calidad, puede variar, y de hecho varía, de nación a nación y, dentro de una misma nación, de un tiempo a otro.
IV. 10. Actividad sindical
166. La defensa de los intereses existenciales de los trabajadores en todos los sectores, en que entran en juego sus derechos, constituye el cometido de los sindicatos. La experiencia histórica enseña que las organizaciones de este tipo son un elemento indispensable de la vida social, especialmente en las sociedades modernas industrializadas. Actuando en favor de los justos derechos de sus miembros, los sindicatos se sirven también del método de la “huelga”, es decir, del bloqueo del trabajo, como de una especie de ultimatum dirigido a los órganos competentes y sobre todo a los empresarios. Este es un método reconocido por la doctrina social católica como legítimo en las debidas condiciones y en los justos límites.
IV. 11. Relaciones Capital - Trabajo
167. Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo. Ambas se necesitan en absoluto: ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. El acuerdo engendra la belleza y el orden de las cosas; por el contrario, de la persistencia de la lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión juntamente con un bárbaro salvajismo.
168. Y, en primer lugar, quienes sostienen que el contrato de arriendo y alquiler de trabajo es de por sí injusto y que, por tanto, debe ser sustituido por el contrato de sociedad, afirman indudablemente una inexactitud y calumnian gravemente a nuestro predecesor, cuya encíclica no sólo admite el “salariado”, sino que incluso se detiene largamente a explicarlo según las normas de la justicia que han de regirlo.
169. De todos modos, estimamos que estaría más conforme con las actuales condiciones de la convivencia humana que, en la medida de lo posible, el contrato de trabajo se suavizara algo mediante el contrato de sociedad, como ha comenzado a efectuarse ya de diferentes maneras, con no poco provecho de patronos y obreros. De este modo, los obreros y empleados se hacen socios en el dominio y en la administración o participan, en cierta medida, de los beneficios percibidos.
170. Dado que en nuestra época las economías nacionales evolucionan rápidamente y con ritmo aún más acentuado después de la segunda guerra mundial, consideramos oportuno llamar la atención de todos sobre un precepto gravísimo de la justicia social, a saber, que el desarrollo económico y el progreso social deben ir juntos y acomodarse mutuamente, de forma que todas las categorías sociales tengan participación adecuada en el aumento de la riqueza de la nación.
171. En tales casos conviene recordar el principio propuesto por nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XI en la encíclica Quadragesimo Anno: Es completamente falso atribuir sólo al capital, o sólo al trabajo, lo que es resultado conjunto de la eficaz cooperación de ambos; y es totalmente injusto que el capital o el trabajo, negando todo derecho a la otra parte, se apropie la totalidad del beneficio económico.
IV. 12. Actividad económica
172. El desarrollo de las actividades económicas y el crecimiento de la producción están destinados a remediar las necesidades de los seres humanos. La vida económica no tiende solamente a multiplicar los bienes producidos y a aumentar el lucro o el poder; está ante todo ordenada al servicio de las personas, del hombre entero y de toda la comunidad humana. La actividad económica dirigida según sus propios métodos, debe moverse dentro de los límites del orden moral, según la justicia social, a fin de responder al plan de Dios sobre el hombre.
173. Cada uno tiene el derecho de iniciativa económica, y podrá usar legítimamente de sus talentos para contribuir a una abundancia provechosa para todos, y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos. Deberá ajustarse a las reglamentaciones dictadas por las autoridades legítimas con miras al bien común.
174. La vida económica se ve afectada por intereses diversos, con frecuencia opuestos entre sí. Así se explica el surgimiento de conflictos que la caracterizan. Será preciso esforzarse para reducir estos últimos mediante la negociación, que respete los derechos y los deberes de cada parte: los responsables de las empresas, los representantes de los trabajadores, por ejemplo, organizaciones sindicales y, en caso necesario, los poderes públicos.
175. Los responsables de las empresas ostentan ante la sociedad la responsabilidad económica y ecológica de sus operaciones. Están obligados a considerar el bien de las personas y no solamente el aumento de las ganancias. Sin embargo, estas son necesarias; permiten realizar las inversiones que aseguran el porvenir de las empresas, y garantizan los puestos de trabajo.
176. El acceso al trabajo y a la profesión debe estar abierto a todos sin discriminación injusta, hombres y mujeres, sanos y disminuidos, autóctonos e inmigrados. En función de las circunstancias, la sociedad debe por su parte ayudar a los ciudadanos a procurarse un trabajo y un empleo.
IV. 13. Sistemas económicos
177. La Rerum Novarum critica los dos sistemas sociales y económicos: el socialismo y el liberalismo. Queda demostrado [en el siglo XX] cuán inaceptable es la afirmación de que la derrota del socialismo deje al capitalismo como único modelo de organización económica. El desarrollo debe permanecer bajo el control del hombre. No debe quedar a manos de unos pocos o de grupos económicamente poderosos en exceso, ni tampoco en manos de una sola comunidad política o de ciertas naciones más poderosas. No se puede confiar el desarrollo ni al sólo proceso casi mecánico de la acción económica de los individuos ni a la sola decisión de la autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una falsa libertad, como las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción.
178. Da la impresión de que, tanto a nivel de Naciones, como de relaciones internacionales, el libre mercado sea el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades. Pero existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado. Es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombre oprimidos por ellas.
179. La Iglesia no tiene modelos para proponer. Los modelos reales y verdaderamente eficaces pueden nacer solamente de las diversas situaciones históricas, gracias al esfuerzo de todos los responsables que afrontan los problemas concretos en todos sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales que se relacionan entre sí. Para este objetivo la Iglesia ofrece, como orientación ideal e indispensable, la propia doctrina social, la cual -como queda dicho- reconoce la positividad del mercado y de la empresa, pero al mismo tiempo indica que éstos han de estar orientados al bien común.
IV. 14. Capitalismo
180. Si por “capitalismo” se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de “economía de empresa”, “economía de mercado”, o simplemente de “economía libre”.
181. Pero si por “capitalismo” se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa.
IV. 15. El rol del Estado en la economía
182. Existe ciertamente una legítima esfera de autonomía de la actividad económica, donde no debe intervenir el Estado. A éste, sin embargo, le corresponde determinar el marco jurídico dentro del cual se desarrollan las relaciones económicas y salvaguardar así las condiciones fundamentales de una economía libre, que presupone una cierta igualdad entre las partes, no sea que una de ellas supere totalmente en poder a la otra que la pueda reducir prácticamente a esclavitud.
183. Para conseguir estos fines el Estado debe participar directamente o indirectamente. Indirectamente y según el principio de subdiariedad, creando las condiciones favorables al libre ejercicio de la actividad económica, encauzada hacia una oferta abundante de oportunidades de trabajo y de fuentes de riqueza. Directamente y según el principio de solidaridad, poniendo, en defensa de los más débiles, algunos límites a la autonomía de las partes que deciden las condiciones de trabajo, y asegurando en todo caso un mínimo vital al trabajador en paro.
184. El Estado tiene, además, el derecho a intervenir, cuando situaciones particulares de monopolio creen rémoras u obstáculos al desarrollo. Pero, aparte de estas incumbencias de armonización y dirección del desarrollo, el Estado puede ejercer funciones de suplencia en situaciones excepcionales, cuando sectores sociales o sistemas de empresas, demasiado débiles o en vías de formación, sean inadecuados para su cometido. Tales intervenciones de suplencia, justificadas por razones urgentes que atañen al bien común, en la medida de lo posible deben ser limitadas temporalmente, para no privar de sus competencias a dichos sectores sociales y sistemas de empresas y para no ampliar excesivamente el ámbito de intervención estatal de manera perjudicial para la libertad tanto económica como civil.
185. La sola iniciativa individual y el simple juego de la competencia no serían suficientes para asegurar el éxito del desarrollo. Los programas son necesarios para “animar, estimular, coordinar, suplir e integrar” la acción de los individuos y de los cuerpos intermedios. Toca a los poderes públicos escoger y ver el modo de imponer los objetivos que hay que proponerse, las metas que hay que fijar, los medios para llegar a ellas, estimulando al mismo tiempo todas las fuerzas agrupadas en esta acción común. Pero han de tener cuidada de asociar a esta empresa las iniciativas privadas y los cuerpos intermedios. Evitarán así el riesgo de una colectivización integral o de una planificación arbitraria que, al negar la libertad, excluirá el ejercicio de los derechos fundamentales de la persona humana.
IV. 16. Consumismo
186. No es malo el deseo de vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida que se presume como mejor, cuando está orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no para ser más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como fin en sí mismo. Al descubrir nuevas necesidades y nuevas modalidades para su satisfacción, es necesario dejarse guiar por una imagen integral del hombre, que respete todas las dimensiones de su ser y que subordine las materiales e instintivas a las interiores y espirituales.
IV. 17. Genuino desarrollo humano
187. Así, pues, el tener más, lo mismo para los pueblos que para las personas, no es el fin último. Todo crecimiento es ambivalente. Necesario para permitir que el hombre sea más hombre, lo encierra como en una prisión desde el momento en que se convierte en el bien supremo, que impide mirar más allá. En pocas palabras, el subdesarrollo de nuestros días no es sólo económico, sino también cultural, político y simplemente humano, como ya indicaba hace veinte años la Encíclica Populorum Progressio. Por consiguiente, es menester preguntarse si la triste realidad de hoy no sea, al menos en parte, el resultado de una concepción demasiado limitada, es decir, prevalentemente económica del desarrollo.
188. Pero al mismo tiempo ha entrado en crisis la misma concepción “económica” o “economicista” vinculada a la palabra desarrollo. En efecto, hoy se comprende mejor que la mera acumulación de bienes y servicios, incluso en favor de una mayoría, no basta para proporcionar la felicidad humana. Ni, por consiguiente, la disponibilidad de múltiples beneficios reales, aportados en los tiempos recientes por la ciencia y la técnica, incluida la informática, traen consigo la liberación de cualquier clase de esclavitud. Al contrario, la experiencia de los últimos años demuestra que si toda esta considerable masa de recursos y potencialidades, puesta a disposición del hombre, no es regida por un objetivo moral y por una orientación que vaya dirigida al verdadero bien del género humano, se vuelve fácilmente contra él para oprimirlo.
IV. 18. El amor de los pobres
189. San Juan Crisóstomo lo recuerda vigorosamente: “No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que tenemos no son nuestros bienes, sino los suyos” (Laz. 1,6). “Satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia” (AA, 8). “Cuando damos a lo pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia” (S. Gregorio Magno, past. 3,21).
190. Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporal consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos. Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios. “El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo” (Lc. 3,11). “Dad más bien en limosna lo que teneís, y así todas las cosas serán puras para vosotros” (Lc. 11,41). “Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: id en paz, calentaos o hartaos, pero no les dáis lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?” (St. 2,15-16).
V - RELACIONES INTERNACIONALES
V. 1. La familia humana
191. Según la Revelación bíblica, Dios ha creado al ser humano -hombre y mujer- a su imagen y semejanza. Este vínculo del hombre con su Creador funda su dignidad y sus derechos humanos inalienables, con Dios mismo como garante. A esos derechos personales corresponden evidentemente deberes hacia los demás hombres. La Revelación insiste, en efecto, igualmente en la unidad de la familia humana: todos los hombres creados tienen en Dios un mismo origen. Cualquiera sea, en el curso de la historia, su dispersión geográfica o la acentuación de sus diferencias, están siempre destinados a formar una sola familia, según el plan de Dios establecido “al principio”...San Pablo declarará a los atenienses: “Dios creó, de un sólo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra”, de manera que todos puedan decir con el poeta que son del “linaje” mismo de Dios (cf. Hech. 17,26,28,29).
V. 2. El bien común universal
192. Las interdependencias humanas se intensifican. Se extienden poco a poco a toda la tierra. La unidad de la familia humana que agrupa a seres que poseen una misma dignidad natural, implica un bien común universal. Este requiere una organización de la comunidad de naciones capaz de “proveer a las diferentes necesidades de los hombres, tanto en los campos de la vida social, a los que pertenecen la alimentación, la salud, la educación...como en no pocas situaciones particulares que pueden surgir en algunas partes, como son...socorrer en sus sufrimientos a los refugiados, dispersos por todo el mundo o de ayudar a los emigrantes y a sus familias” (GS, 84).
193. En tales circunstancias es evidente que ningún país puede, separado de los otros, atender como es debido a su provecho y alcanzar de manera completa su perfeccionamiento. Porque la prosperidad o el progreso de cada país son en parte efecto y en parte causa de la prosperidad y del progreso de los demás pueblos.
V. 3. Necesidad de una autoridad pública internacional
194. Y como hoy el bien común de todos los pueblos plantea problemas que afectan a todas las naciones, y como semejantes problemas solamente puede afrontarlos una autoridad pública cuyo poder, estructura y medios sean suficientemente amplios y cuyo radio de acción tenga un alcance mundial, resulta, en consecuencia, que, por imposición del mismo orden moral, es preciso constituir una autoridad pública general.
195. Esta autoridad general, cuyo poder debe alcanzar vigencia en el mundo entero y poseer medios idóneos para conducir al bien común universal, ha de establecerse con el consentimiento de todas las naciones y no imponerse por la fuerza. La razón de esta necesidad reside en que, debiendo tal autoridad desempeñar eficazmente su función, es menester que sea imparcial para todos, ajena por completo a los partidismos y dirigida al bien común de todos los pueblos. Porque si las grandes potencias impusieran por la fuerza esta autoridad mundial, con razón sería de temer que sirviese al provecho de unas cuantas o estuviese del lado de una nación determinada, y por ello el valor y la eficacia de su actividad quedarían comprometidos.
196. Esto significa que la misión propia de esta autoridad mundial es examinar y resolver los problemas relacionados con el bien común universal en el orden económico, social, político o cultural, ya que estos problemas, por su extrema gravedad, amplitud extraordinaria y urgencia inmediata, presentan dificultades superiores a las que pueden resolver satisfactoriamente los gobernantes de cada nación. Es decir, no corresponde a esta autoridad mundial limitar la esfera de acción o invadir la competencia propia de la autoridad pública de cada Estado.
197. Las instituciones internacionales, mundiales o regionales ya existentes son beneméritas del género humano. Son los primeros conatos de echar los cimientos internacionales de toda la comunidad humana para solucionar los gravísimos problemas de hoy, señaladamente para promover el progreso en todas partes y evitar la guerra en cualquiera de sus formas. Deseamos, pues, vehementemente que la Organización de las Naciones Unidas pueda ir acomodando cada vez mejor sus estructuras y medios a la amplitud y nobleza de sus objetivos.
V. 4. Libre comercio
198. La enseñanza de León XIII en la Rerum Novarum conserva su validez: el consentimiento de las partes, si están en situaciones demasiado desiguales, no basta para garantizar la justicia del contrato; y la regla del libre consentimiento queda subordinada a las exigencias del derecho natural. Lo que era verdadero acerca del justo salario individual, lo es también respecto a los contratos internacionales: una economía de intercambio no puede seguir descansando sobre la sola ley de la libre concurrencia, que engendra también demasiado a menudo una dictadura económica. El libre intercambio sólo es equitativo si está sometido a las exigencias de la justicia social.
199. Ciertamente la complejidad de los problemas planteados es grande en el conflicto actual de las interdependencias. Se ha de tener, por tanto, la fortaleza de ánimo necesaria para revisar las relaciones actuales entre las naciones, ya se trate de la distribución internacional de la producción, de la estructura del comercio, del control de los beneficios, de la ordenación del sistema monetario -sin olvidar las acciones de solidaridad humanitaria- y así se logre que los modelos de crecimiento de las naciones ricas sean críticamente analizados, se transformen las mentalidades para abrirlas a la prioridad del derecho internacional y, finalmente, se renueven los organismos internacionales para lograr una mayor eficacia.
V. 5. Globalización
200. El complejo fenómeno de la globalización...es una de las características del mundo actual, perceptible especialmente en América. Dentro de esta realidad polifacética, tiene gran importancia el aspecto económico. Con su doctrina social, la Iglesia ofrece una valiosa contribución a la problemática que presenta la actual economía globalizada. Su visión moral en esta materia se apoya en las tres piedras angulares fundamentales de la dignidad humana, la solidaridad y la subsidiariedad. La economía globalizada debe ser analizada a la luz de los principios de la justicia social, respetando la opción preferencial por los pobres, que han de ser capacitados para protegerse en una economía globalizada, y ante las exigencias del bien común internacional. En realidad, la doctrina social de la Iglesia es la visión moral que intenta asistir a los gobiernos, a las instituciones y las organizaciones privadas para que configuren un futuro congruente con la dignidad de la persona. A través de este prisma se pueden valorar las cuestiones que se refieren a la deuda externa de las naciones, a la corrupción política interna y a la discriminación dentro de la propia nación y entre las naciones. La Iglesia en América está llamada no sólo a promover una mayor integración entre las naciones, contribuyendo de este modo a crear una verdadera cultura globalizada de la solidaridad, sino también a colaborar con los medios legítimos en la reducción de los efectos negativos de la globalización, como el dominio de los más fuertes sobre los más débiles, especialmente en el campo económico, y la pérdida de los valores de las culturas locales en favor de una mal entendida homogeneización.
V. 6. Deuda externa
201. Actualmente, sobre los esfuerzos positivos que se han llevado a cabo en este sentido grava el problema, todavía no resuelto en gran parte, de la deuda exterior de los países más pobres. Es ciertamente justo el principio de que las deudas deben ser pagadas. No es lícito, en cambio, exigir o pretender su pago, cuando éste vendría a imponer de hecho opciones políticas tales que llevaran al hambre y a la desesperación a poblaciones enteras. No se puede pretender que las deudas contraídas sean pagadas con sacrificios insoportables. En estos casos en necesario -como, por lo demás, está ocurriendo en parte- encontrar modalidades de reducción, dilación o extinción de la deuda, compatibles con el derecho fundamental de los pueblos a la subsistencia y al progreso.
V. 7. Exilio y emigración
202. El paterno amor con que Dios nos mueve a mar a todos los hombres nos hace sentir una profunda aflicción ante el infortunio de quienes se ven expulsados de su patria por motivos políticos. La multitud de estos exiliados, innumerables sin duda en nuestra época, se ve acompañada constantemente por muchos e increíbles dolores. Tan triste situación demuestra que los gobernantes de ciertas naciones restringen excesivamente los límites de la justa libertad, dentro de los cuales es lícito al ciudadano vivir con decoro una vida humana. Más aún: en tales naciones, a veces, hasta el derecho mismo a libertad se somete a discusión o incluso queda totalmente suprimido. Cuando esto sucede, todo el resto orden de la sociedad civil se subvierte; porque la autoridad pública está destinada, por su propia naturaleza, a asegurar el bien de la comunidad, cuyo deber principal es reconocer el ámbito justo de la libertad y salvaguardar santamente sus derechos.
203. El continente americano ha conocido en su historia muchos movimientos de inmigración, que llevaron multitud de hombres y mujeres a las diversas regiones con la esperanza de un futuro mejor. El fenómeno continúa también hoy y afecta concretamente a numerosos personas y familias procedentes de naciones latinoamericanas del continente, que se han instalado en las regiones del norte, constituyendo en algunos casos una parte considerable de la población. A menudo llevan consigo un patrimonio cultural y religioso, rico de significativos elementos cristianos. La Iglesia es consciente de los problemas provocados por esta situación y se esfuerza en desarrollar una verdadera atención pastoral entre dichos inmigrados, para favorecer su asentamiento en el territorio y para suscitar, al mismo tiempo, una actitud de acogida por parte de las poblaciones locales, convencida de que la mutua apertura será un enriquecimiento para todos.
204. Por amarga experiencia, por tanto, sabemos que el miedo a la “diferencia”, especialmente cuando se expresa mediante un reductivo y excluyente nacionalismo que niega cualquier derecho al “otro”, puede conducir a una verdadera pesadilla de violencia y de terror. Y sin embargo, sin nos esforzamos en valorar las cosas con objetividad, podemos ver que, más allá de todas las diferencias que caracterizan a los individuos y los pueblos, hay una fundamental dimensión común, ya que las varias culturas no son en realidad sino modos diversos de afrontar la cuestión del significado de la existencia personal. Precisamente aquí podemos identificar una fuente del respeto que es debido a cada cultura y a cada nación.
V. 8. Tensiones étnicas y religiosas
205. El primer principio es la inalienable dignidad de cada persona humana, sin distinciones relativas a su origen racial, étnico, cultural, nacional o a su creencia religiosa. Ninguna persona existe por sí sola, sino que halla su plena identidad en su relación con los demás. Lo mismo se puede afirmar de los grupos humanos.
206. La condenación del racismo y de los hechos racistas es necesaria. La aplicación de medidas legislativas, disciplinares y administrativas contra lo uno y lo otro, sin excluir las adecuadas presiones exteriores, puede ser oportuna. Los países y las organizaciones internacionales disponen, en orden a ello, de todo un ámbito de iniciativas por tomar o suscitar. Y es igualmente responsabilidad de los ciudadanos afectados, sin que por eso se deba llegar a reemplazar, mediante la violencia, una situación injusta por otra. Hay que procurar siempre soluciones constructivas.
207. Todavía hoy queda mucho por hacer para superar la intolerancia religiosa, la cual, en diversas partes del mundo, va estrechamente ligada a la opresión de las minorías. Por desgracia, hemos asistido a intentos de imponer una particular convicción religiosa, bien directamente mediante un proselitismo que recurre a medios de coacción verdadera y propia, bien indirectamente mediante la negación de ciertos derechos civiles o políticos.
V. 9. Injerencia humanitaria
208. “Cuando las poblaciones corren riesgo de sucumbir ante los ataques de un agresor injusto los Estados ya no tienen el derecho a la indiferencia”. “Los principios de soberanía de los Estados y de la no injerencia en sus asuntos internos -que conservan todo su valor- no pueden, sin embargo, constituir una pantalla detrás de la cual se tortura y se asesina”. (Juan Pablo II)
209. “La conciencia de la humanidad, de aquí en adelante sostenida por las disposiciones del derecho internacional humanitario, exige que se convierta en obligatoria la injerencia humanitaria en las situaciones que ponen gravemente en peligro la supervivencia de enteros pueblos y grupos étnicos: se trata de un deber para las naciones y la comunidad internacional, como lo recuerdan las orientaciones propuestas para esta Conferencia”. (Juan Pablo II)
V. 10. Paz y guerra
210. El respeto y el crecimiento de la vida humana exigen la paz. La paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra, sin la salvaguarda de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad. Es “tranquilidad del orden” (San Agustín, civ. 19,13). Es obra de la justicia y efecto de la caridad.
211. Las injusticias, las desigualdades excesivas de orden económico o social, la envidia, la desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las naciones, amenazan sin cesar la paz y causan las guerras. Todo lo que se hace para superar estos desórdenes contribuye a edificar la paz y evitar la guerra. En la medida en que los hombres son pecadores, les amenaza y les amenazará hasta la venida de Cristo, el peligro de guerra; en la medida en que, unidos por la caridad, superan el pecado, se superan también las violencias hasta que se cumpla la palabra: “De sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas. Ninguna nación levantará ya más la espada contra otra y no se adiestrarán más para el combate” (Is. 2,4).
212. Todo ciudadano y todo gobernante está obligado a trabajar para evitar las guerras. Sin embargo, “mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa” (GS, 79,4).
213. Se han de considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar. La gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez:
· Que el daño infringido por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.
· Que los restantes medios para ponerle fin hayan resultado impracticables o ineficaces.
· Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
· Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar.
El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición. Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la “guerra justa”. La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de los responsables del bien común.
214. Los poderes públicos tienen en este caso el derecho y el deber de imponer a los ciudadanos las obligaciones necesarias para la defensa nacional. Los que se dedican al servicio de la patria en la vida militar son servidores de la seguridad y de la libertad de los pueblos. Si realizan correctamente su tarea, colaboran verdaderamente al bien común de la nación y al mantenimiento de la paz.
215. Es preciso respetar y tratar con humanidad a los no combatientes, los soldados heridos y los prisioneros. Las acciones deliberadamente contrarias al derecho de gentes y a sus principios universales, como las disposiciones que las ordenan son crímenes. Una obediencia ciega no basta para excusar a los que se someten a ellas. Así, la exterminación de un pueblo, de una nación o de una minoría étnica debe ser condenada como un pecado mortal. Existe la obligación moral de desobedecer aquellas disposiciones que generan genocidios.
V. 11. Evolución demográfica mundial y Control de la natalidad
216. Desde hace demasiado tiempo, la mayoría de los estudios sobre la población difunden una versión global y errónea, según la cual el mundo sería prisionero de un crecimiento demográfico “exponencial”, o sea, “galopante”, que llevaría a una “explosión demográfica”. Basándose en estos datos alarmistas, diferentes organismos de las Naciones Unidas han invertido, y siguen invirtiendo, considerables medios financieros, con la finalidad de obligar a numerosos países a adoptar políticas maltusianas [Malthus sostenía que la población tiende a crecer en progresión geométrica, mientras que los alimentos sólo aumentan en progresión aritmética]. Es un hecho probado que esos programas, supervisados siempre desde el extranjero, contienen habitualmente medidas coercitivas de control de la natalidad. De igual modo, la ayuda al desarrollo está regularmente condicionada a la aplicación de programas de control de la población que incluyen la esterilización, ya sea forzada o realizada sin que las víctimas lo sepan.
217. Esas políticas desastrosas están en total contradicción con la evolución demográfica real, tal como muestran las estadísticas y se deduce del análisis de los datos. Desde hace treinta años, la tasa de crecimiento de la población mundial no deja de disminuir a un ritmo regular y significativo. Ahora, después de haber registrado una disminución impresionante de su fecundidad, 51 países del mundo (entre 185) ya no logran reemplazar a sus generaciones.
VI - LA TENTACION DE LA VIOLENCIA
218. Es cierto que hay situaciones cuya injusticia clama al cielo. Cuando poblaciones enteras, faltas de lo necesario, viven en una tal dependencia que les impide toda iniciativa y responsabilidad, lo mismo que toda posibilidad de promoción cultural y de participación en la vida social y política, es grande la tentación de rechazar con la violencia tan graves injurias contra la dignidad humana.
219. Pero el cristianismo no nos manda que cerremos los ojos a los difíciles problemas humanos. No nos permite o impide ver las injustas situaciones sociales o internacionales. Lo que el cristianismo nos prohibe es buscar soluciones a estas situaciones por caminos del odio, del asesinato de personas indefensas, con métodos terrorístiscos. Y diría más: el cristianismo comprende y reconoce la noble y justa lucha por la justicia, pero se opone decididamente a fomentar el odio y a promover o provocar la violencia o la lucha por sí misma. El mandamiento “no matarás” debe guiar la conciencia de la humanidad, si no se quiere repetir la terrible tragedia y destino de Caín.
VI 1. El respeto de la integridad corporal
220. Los secuestros y el tomar rehenes hacen que impere el terror y, mediante la amenaza, ejercen intolerables presiones sobre las víctimas. Son moralmente ilegítimos. El terrorismo que amenaza, hiere y mata sin discriminación es gravemente contrario a la justicia y a la caridad. La tortura que usa de violencia física o moral, para arrancar confesiones, para castigar a los culpables, intimidar a los que se oponen, satisfacer el odio, es contraria al respeto de la persona y de la dignidad humana.
VI. 2. Pena de muerte
221. La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio. Por este motivo la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte. Si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.
VI. 3. Guerra civil [enseñanzas de Juan Pablo II sobre la experiencia de Irlanda]
222. Debemos ante todo tomar clara conciencia de dónde están las causas de esta dramática lucha. Debemos llamar por su nombre a esos sistemas e ideologías que son responsables de esta lucha. Debemos también pensar si la ideología de la subversión sirve al bien verdadero de vuestro pueblo, al verdadero bien del hombre. ¿Es posible construir el bien de los individuos y de los pueblos sobre el odio, sobre la guerra? ¿Es justo empujar a las jóvenes generaciones por el camino del fratricidio?
223. Pido con vosotros que el sentido moral y la convicción cristiana de los hombres y mujeres irlandeses no sean nunca obnubilados y embotados por la mentira de la violencia, que nadie pueda llamar nunca al asesinato con otro nombre que el de asesinato, que a la espiral de la violencia no se le dé nunca la distinción de lógica e inevitable o de represalia necesaria.
224. Quisiera dirigirme ahora a los hombres y mujeres comprometidos en la violencia. Os hablo con lenguaje de abogado apasionado. Os suplico de rodillas que abandonéis los senderos de la violencia y volváis a los caminos de la paz. Podéis decir que buscáis la justicia. También yo creo en la justicia y busco la justicia. Pero la violencia retrasa el día de la justicia. Además la violencia en Irlanda no conseguirá más que arrastrar a la ruina el país que vosotros afirmáis amar y cuyos valores afirmáis apreciar.
225. No penséis nunca que traicionáis a vuestra comunidad buscando el entendimiento, el respeto y la aceptación de una tradición diversa. La mejor manera de servir a vuestra tradición es trabajar por la reconciliación con los demás. Cada una de las comunidades históricas de Irlanda no hará más que causarse daño a sí misma, buscando el daño de la otra. La continua violencia no hará más que comprometer lo que es más precioso en las tradiciones y aspiraciones de ambas comunidades.
226. [A los políticos] No seáis causa, ni condonéis o toleréis condiciones que son disculpa o pretexto para los hombres de la violencia. Los que recurren a la violencia sostienen siempre que solamente la violencia conduce al cambio. Afirman que la acción política no puede conseguir la justicia. Vosotros, los políticos, debéis demostrar que están equivocados. Debéis mostrar que hay un camino pacífico, político, para la justicia. Debéis mostrar que la paz produce frutos de justicia mientras que la violencia no. Os insto a vosotros que habéis sido llamados a la noble vocación de la política a que tengáis valentía en afrontar vuestra responsabilidad, en ser líderes en la causa de la paz, de la reconciliación y de la justicia. Si los políticos no se deciden y actúan en favor del justo cambio. entonces el campo queda abierto a los hombres de la violencia. La violencia florece mejor, cuando hay un vacío político o una repulsa al movimiento político.
VI. 4. Violencia política en América
227. Ante la deplorable realidad de violencia en América Latina, queremos pronunciarnos con claridad. La tortura física y sicológica, los secuestros, la persecución de disidentes políticos o de sospechosos y la exclusión de la vida pública por causa de las ideas, son siempre condenables. Si dichos crímenes son realizados por la autoridad encargada de tutelar el bien común, envilecen a quienes los practican, independientemente de las razones aducidas.
228. Con igual decisión la Iglesia rechaza la violencia terrorista y guerrillera, cruel e incontrolable cuando se desata. De ningún modo se justifica el crimen como camino de liberación. La violencia engendra inexorablemente nuevas formas de opresión y esclavitud, de ordinario más graves que aquellas de las que se pretende liberar. Pero, sobre todo, es un atentado contra la vida que sólo depende del Creador. Debemos recalcar también que cuando una ideología apela a la violencia, reconoce con ello su propia insuficiencia y debilidad.
VI. 5. El mito de la revolución
229. Determinadas situaciones de grave injusticia requieren el coraje de unas reformas en profundidad y la supresión de unos privilegios injustificables. Pero quienes desacreditan la vía de las reformas en provecho del mito de la revolución, no solamente alimentan la ilusión de que la abolición de una situación inícua es suficiente por sí misma para crear una sociedad más humana, sino que incluso favorecen la llegada al poder de regímenes totalitarios. La lucha contra las injusticias solamente tiene sentido si está encaminada a la instauración de un nuevo orden social y político conforme a las exigencias de la justicia. Esta debe ya marcar las etapas de su instauración. Existe una moralidad de los medios.
230. Estos principios deben ser especialmente aplicados en el caso extremo de recurrir a la lucha armada, indicada por el Magisterio como el último recurso para poner fin a una “tiranía evidente y prolongada que atentara gravemente a los derechos fundamentales de la persona y perjudicara peligrosamente al bien común de un país”. Sin embargo, la aplicación concreta de este medio sólo puede ser tenida en cuenta después de un análisis muy riguroso de la situación. En efecto, a causa del desarrollo continuo de las técnicas empleadas y de la creciente gravedad de los peligros implicados en el recurso a la violencia, lo que se llama hoy “resistencia pasiva” abre un camino más conforme con los principios morales y no menos prometedor de éxito.
VI. 6. Esencia de la violencia
231. [Con motivo de la guerra en Afganistán] “La guerra nace en el corazón del hombre, porque es el hombre quien mata y no su espada o, como diríamos hoy, sus misiles. Si los sistemas actuales, engendrados en el corazón del hombre, se revelan incapaces de asegurar la paz, es preciso renovar el corazón del hombre para renovar los sistemas, las instituciones y los métodos de convivencia” (Juan Pablo II).
VII - DESVIACIONES IDEOLOGICAS DE LA AUTENTICA DOCTRINA
232. La nueva evangelización no consiste en un “nuevo evangelio”, que surgiría siempre de nosotros mismos, de nuestra cultura, de nuestros análisis de las necesidades del hombre. Por ello, no sería “evangelio”, sino mera invención humana, y no habría en él salvación. Tampoco consiste en recortar del Evangelio todo aquello que parece difícilmente asimilable para la mentalidad de hoy. No es la cultura la medida del Evangelio, sino Jesucristo la medida de toda cultura y de toda obra humana.
233. Ciertamente es la verdad la que nos hace libres. Pero no podemos por menos de constatar que existen posiciones inaceptables sobre lo que es la verdad, la libertad, la conciencia. Se llega incluso a justificar el disenso con el recurso “al pluralismo teológico, llevado a veces hasta un relativismo que pone en peligro la integridad de la fe”. No faltan quienes piensan que “los documentos del Magisterio no serían sino el reflejo de una teología opinable”; y “surge así una especie de magisterio paralelo de los teólogos, en oposición y rivalidad con el Magisterio auténtico”.
234. Queriendo, no obstante, mantener la vida moral en un contexto cristiano, ha sido introducida por algunos teólogos moralistas una clara distinción, contraria a la doctrina católica, entre un orden ético -que tendría origen humano y valor solamente mundano-, y un orden de la salvación, para el cual tendrían importancia sólo algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios y el prójimo. En consecuencia, se ha llegado hasta el punto de negar la existencia, en la divina Revelación, de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente: la Palabra de Dios se limitaría a proponer una exhortación, una parénesis genérica, que luego sólo la razón autónoma tendría el cometido de llenar de determinaciones normativas verdaderamente “objetivas”, es decir, adecuadas a la situación histórica concreta.
VII. 1. La “Nueva Era”
235. Aún cuando se pueda admitir que la religiosidad de la Nueva Era en cierto modo responde al legítimo anhelo espiritual de la naturaleza humana, es preciso reconocer que tales intentos se oponen a la revelación cristiana. En la cultura occidental en particular, es muy fuerte el atractivo de los enfoques “alternativos” a la espiritualidad. Por otra parte, entre los católicos mismos, incluso en casas de retiro, seminarios y centros de formación para religiosos, se han popularizado nuevas formas de afirmación psicológica del individuo.
Un discernimiento cristiano adecuado del pensamiento y de la práctica de la Nueva Era no puede dejar de reconocer que, como el gnosticismo de los siglos II y III, ésta representa una especie de compendio de posturas que la Iglesia ha identificado como heterodoxas.
236. Es solamente un nuevo modo de practicar la gnosis, es decir, esa postura del espíritu que, en nombre de un profundo conocimiento de Dios, acaba por tergiversar Su Palabra sustituyéndola por palabras que son solamente humanas.
Un ejemplo de esto puede verse en el eneagrama -un instrumento para el análisis caracterial, según nueve tipos- que, cuando se utiliza como medio de desarrollo personal, introduce ambigüedad en la doctrina y en la vivencia de la fe cristiana.
VII. 2. Teología de la liberación
237. Las diversas teologías de la liberación se sitúan, por una parte, en relación con la opción preferencial por los pobres reafirmada con fuerza y sin ambigüedades, después de Medellín, en la Conferencia de Puebla, y por otra parte, en la tentación de reducir el Evangelio de la salvación a un evangelio terrestre.
238. La impaciencia y una voluntad de eficacia han conducido a ciertos cristianos, desconfiando de todo otro método, a refugiarse en lo que ellos llaman “el análisis marxista”. En el caso del marxismo, tal como se intenta utilizar, la crítica previa se impone tanto más cuanto que el pensamiento de Marx constituye una concepción totalizante del mundo en la cual numerosos datos de observación y de análisis descriptivo son integrados en una estructura filosófico-ideológica, que impone la significación y la importancia relativa que se les reconoce. (...) de tal modo que creyendo aceptar solamente lo que se presenta como un análisis, resulta obligado aceptar al mismo tiempo la ideología. Así no es raro que sean los aspectos ideológicos los que predominan en los préstamos que muchos de los “teólogos de la liberación” toman de los autores marxistas. Por concesión hecha a las tesis de origen marxista, se pone radicalmente en duda la naturaleza misma de la ética. De hecho, el carácter trascendente de la distinción entre el bien y el mal, principio de la moralidad, se encuentra implícitamente negado en la óptica de la lucha de clases.
239. En esta concepción, la lucha de clases es el motor de la historia. La historia llega a ser así una noción central. Se afirmará que Dios se hace historia. Se añadirá que no hay más que una sola historia, en la cual no hay que distinguir ya entre historia de la salvación e historia profana. Mantener la distinción sería caer en el “dualismo”. Semejantes afirmaciones reflejan un inmanentismo historicista. Por esto se tiende a identificar el Reino de Dios y su devenir con el movimiento de la liberación humana, y a hacer de la historia misma el sujeto de su propio desarrollo como proceso de la autorredención del hombre a través de la lucha de clases. Esta identificación está en oposición con la fe de la Iglesia, tal como lo ha recordado el Concilio Vaticano II.
240. Los teólogos que no comparten las tesis de la “teología de la liberación”, la jerarquía, y sobre todo el Magisterio romano son así desacreditados a priori, como pertenecientes a la clase de los opresores. La doctrina social de la Iglesia es rechazada con desdén. Se dice que procede de la ilusión de un posible compromiso, propio de las clases medias que no tienen destino histórico.
241. Se pretende revivir una experiencia análoga a la que habría sido la de Jesús. La experiencia de los pobres que luchan por su liberación -la cual habría sido la de Jesús-, revelaría ella sola el conocimiento del verdadero Dios y del Reino. Está claro que se niega la fe en el Verbo encarnado, muerto y resucitado por todos los hombres, y que “Dios ha hecho Señor y Cristo”. Se le sustituye por una especie de símbolo que recapitula en sí las exigencias de la lucha de los oprimidos.
242. La llamada de atención contra las graves desviaciones de ciertas “teologías de la liberación” de ninguna manera debe ser interpretada como una aprobación, aún indirecta, dada a quienes contribuyen al mantenimiento de la miseria de los pueblos, a quienes se aprovechan de ella, a quienes se resignan o a quienes deja indiferentes esta miseria. Todos los sacerdotes, religiosos y laicos que, escuchando el clamor por la justicia, quieran trabajar en la evangelización y en la promoción humana, lo harán en comunión con sus obispos y con la Iglesia, cada uno en la línea de su específica vocación eclesial.
VIII - EL ANUNCIO DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
243. La “nueva evangelización”, de la que el mundo moderno tiene urgente necesidad y sobre la cual he insistido en más de una ocasión, debe incluir entre sus elementos esenciales el anuncio de la doctrina social de la Iglesia, que, como en tiempos de León XIII, sigue siendo idónea para indicar el recto camino a la hora de dar respuestas a los grandes desafíos de la edad contemporánea, mientras crece el descrédito de las ideologías. Como entonces, hay que repetir que no existe verdadera solución para la “cuestión social” fuera del evangelio y que, por otra parte, las “cosas nuevas” pueden hallar en él su propio espacio de verdad y el debido planteamiento moral.
244. La doctrina social, especialmente hoy día, mira al hombre, inserido en la compleja trama de relaciones de la sociedad moderna. Las ciencias humanas y la filosofía ayudan a interpretar la centralidad del hombre en la sociedad y a hacerlo capaz de comprenderse mejor a sí mismo, como “ser social”. Sin embargo, solamente la fe le revela plenamente su identidad verdadera, y precisamente de ella arranca la doctrina social de la Iglesia, la cual, valiéndose de todas las aportaciones de las ciencias y de la filosofía, se propone ayudar al hombre en el camino de la salvación.
245. Para la Iglesia el mensaje social del Evangelio no debe considerarse como una teoría, sino, por encima de todo, un fundamento y un estímulo para la acción. Impulsados por este mensaje, algunos de los primeros cristianos distribuían sus bienes a los pobres, dando testimonio de que, no obstante las diversas proveniencias sociales, era posible una convivencia pacífica y solidaria. Con la fuerza del Evangelio, en el curso de los siglos, los monjes cultivaron las tierras, los religiosos y las religiosas fundaron hospitales y asilos para los pobres, las cofradías, así como hombres y mujeres de todas las clases sociales, se comprometieron en favor de los necesitados y marginados, convencidos de que las palabras de Cristo: “Cuantas veces hagáis estas cosas a uno de mis hermanos más pequeños, lo habéis hecho a mi” (Mt. 25,40) esto no debe quedar en un piadoso deseo, sino convertirse en compromiso concreto de vida.
246. Ante todo, confirmamos la tesis de que la doctrina social profesada por la Iglesia católica es algo inseparable de la doctrina que la misma enseña sobre la vida humana.
247. Por esto deseamos intensamente que se estudie cada vez más esta doctrina. Exhortamos, en primer lugar, a que se enseñe como disciplina obligatoria en los colegios católicos de todo grado, y principalmente en los seminarios, aunque sabemos que en algunos centros de este género se está dando dicha enseñanza acertadamente desde hace tiempo. Deseamos, además, que esta disciplina social se incluya en el programa de enseñanza religiosa de las parroquias y de las asociaciones de apostolado de los seglares, y se divulgue también por todos los procedimientos modernos de difusión, esto es, ediciones de diarios y revistas, publicación de libros doctrinales, tanto para los entendidos como para el pueblo, y, por último, emisiones de radio y televisión.
248. Ahora bien, para la mayor divulgación de esta doctrina social de la Iglesia católica, juzgamos que pueden prestar valiosa colaboración los católicos seglares, si la aprenden y la practican personalmente y, además, procuran con empeño que los demás se convenzan también de su eficacia.
249. Los católicos seglares han de estar convencidos de que la mejor manera de demostrar la bondad y la eficacia de esta doctrina es probar que puede resolver los problemas sociales del momento. Porque por este camino lograrán atraer hacia ella la atención de quienes hoy la combaten por pura ignorancia. Más aún, quizá consigan también que estos hombres saquen con el tiempo alguna orientación de la luz de esta doctrina.
250. [“Acciones destacadas” del Episcopado Argentino] La doctrina social de la Iglesia: participar activamente en la construcción del bien común en nuestra patria es hoy una necesidad impostergable. Para caminar en esta dirección, se requiere el conocimiento y la difusión de la Doctrina Social de la Iglesia, inculturada en las nuevas circunstancias históricas del país, como uno de los elementos constitutivos de la Nueva Evangelización. Existen, pero es necesario renovar los esfuerzos para multiplicar la organización de cursos, jornadas, publicaciones de diversos niveles, grupos de estudio y otras iniciativas prácticas, tendientes a la divulgación y conocimiento de la doctrina social. La catequesis, en especial impartida a jóvenes y adultos, es un lugar privilegiado para formar la conciencia moral a la luz del pensamiento de la Iglesia, incluyendo también los grandes temas de la responsabilidad ciudadana: cultural, política, social, ecológica y económica. Esta formación no se orienta sólo al conocimiento de valores y principios sociales, sino también a la transformación de la sociedad mediante el testimonio de un trabajo honesto, eficiente y responsable. El itinerario catequístico ha de impulsar la presencia de los laicos en la acción política y en las diversas estructuras de la vida social.
Como un modo de celebrar el 23º aniversario del Centro de Estudios Cívicos, fundado el 5 de marzo de 1981, y del que forma parte nuestra Escuela de Dirigentes “Santo Tomás Moro”, hemos procurado redactar un compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, a cuya difusión y aplicación a la realidad argentina ha dedicado su actividad dicho Centro. Debe aclararse que este trabajo fue presentado antes de la publicación del Compendio del Pontificio Consejo Justicia y Paz. No aspiramos, por cierto, a ningún aporte original, y, deliberadamente, omitimos nuestras opiniones personales, para limitarnos a ofrecer un trabajo de síntesis de los aspectos esenciales de la doctrina, extractados de los documentos oficiales de la Iglesia. Pese a que todos los pontífices del siglo XX, insistieron en la necesidad de estudiar y aplicar la doctrina social, y de que hoy resulta muy fácil el acceso a los documentos, continúa siendo ignorada por muchos católicos en todo el mundo. Recordemos, que el Papa Pío XII aclaró que: “Es obligatoria; nadie puede prescindir de ella sin peligro para la fe y para el orden moral”. (Aloc., 29-4-l945) Seis décadas después, los Obispos argentinos han debido reconocer: “En un país constituido mayoritariamente por bautizados, resulta escandaloso el desconocimiento y, por lo mismo, la falta de vigencia de la Doctrina Social de la Iglesia”. (CEA, “Navega mar adentro”, 2003, p. 38)
Para la selección de los temas y la correcta interpretación de los documentos, se han seguido las “Orientaciones para el Estudio de la Doctrina Social de la Iglesia”, ofrecidas por la Congregación para la Educación Católica, en l988. Como advierte el CELAM -Consejo Episcopal Latinoamericano: “Interpretar los textos del Magisterio Social, tanto los del pasado como los recientes, implica para el católico mucha lealtad hacia el Papa y sus Pastores y mucha fidelidad a los contenidos esenciales. No podemos ni debemos seleccionar los contenidos de los textos de acuerdo con nuestros gustos y afectos. El amor a la Iglesia nos debe inducir a valorar y a apreciar los contenidos de los documentos del Magisterio.” (“Manual de la Doctrina Social de la Iglesia”; Santa Fe de Bogotá, l997, pg. 41)
En la bibliografía recomendada, distinguimos:
a) los documentos y libros que utilizamos para este compendio. Unicamente se entrecomillan las citas textuales de algunos documentos oficiales; para los demás conceptos -extractados- sólo se detalla la fuente al final del trabajo.
b) otras obras que consideramos confiables y pueden adquirirse en las librerías argentinas o consultarse en bibliotecas.
Confiamos en que este modesto trabajo resulte de utilidad para quien tenga la paciencia de leerlo. Colaboró en el diseño la Sra. Flavia Villani de Meneghini, y el asesoramiento informático estuvo a cargo del Ing. Isidoro Delgado. El Pbro. Hugo González nos brindó su asistencia espiritual, en nuestra Parroquia “Santísima Trinidad”.
CÓRDOBA, febrero 2 de 2004
INDICE
Cap.I I- INTRODUCCION
l. Características de la DSI
2. Fuentes y naturaleza
3. Metodología
4. El Magisterio de la Iglesia
5. Interpretación de los documentos
6. Contenido de la DSI
7. Clasificación de los Documentos Pontificios
Cap. II - PERSONA Y SOCIEDAD
l. Antropología cristiana
l. l. Persona
l. 2. Familia
2. Libertad
3. La sociedad
4. La justicia social
5. Alienación
6. Solidaridad
7. Subsidiariedad
8. Bien común
9. El pecado social
l0. Cultura y Educación
11. Derecho natural
Cap. III - DOCTRINA POLITICA
l. Autoridad
2. Sociedad política -Estado
3. Origen del poder
4. Soberanía del pueblo
5. Obediencia a la autoridad
6. Gobierno
7. Soberanía del Estado
8. Independencia del Estado
9. Soberanía ilimitada: Totalitarismo
10. Resistencia al poder injusto
11. Formas de gobierno -Obligación de aceptar el régimen constituido
12. Democracia
13. Pueblo y masa
14. Participación en la vida cívica
15. Errores de las ideologías y las utopías
16. Nación y Estado
17. Iglesia y Estado
18. Tolerancia: doctrina del mal menor
Cap. IV - DOCTRINA ECONOMICA
1. El séptimo Mandamiento
2. Recursos de la naturaleza
3. Destino universal de los bienes
4. Recto uso de los bienes
5. Propiedad privada
6. Función social de la propiedad
7. La difusión de la propiedad
8. El trabajo
9. Remuneración del trabajo
10. Actividad sindical
11. Relaciones Capital - Trabajo
12. Actividad económica
13. Sistemas económicos
14. Capitalismo
15. El rol del Estado en la economía
16. Consumismo
17. Genuino desarrollo humano
18. El amor de los pobres
Cap. V - RELACIONES INTERNACIONALES
1. La familia humana
2. El bien común internacional
3. Necesidad de una autoridad pública internacional
4. Libre comercio
5. Globalización
6. Deuda externa
7. Exilio y emigración
8. Tensiones étnicas y religiosas
9. Injerencia humanitaria
10. Paz y guerra
10. Evolución demográfica mundial y control de la natalidad
Cap. VI - LA TENTACION DE LA VIOLENCIA
1. El respeto de la integridad corporal
2. Pena de muerte
3. Guerra civil
4. Violencia política en América
5. El mito de la revolución
6. Esencia de la violencia
Cap. VII - DESVIACIONES IDEOLOGICAS DE LA AUTENTICA DOCTRINA
1. La “Nueva Era”
2. Teología de la liberación
Cap. VIII - EL ANUNCIO DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
I- INTRODUCCIÓN
l. El CELAM define: “La Doctrina Social de la Iglesia, en sentido propio y específico, es la enseñanza moral que en materia social, política, económica, familiar, cultural(...), realiza la Iglesia, expuesta por quien tiene la autoridad y la responsabilidad de hacerlo”. Para una definición más completa y precisa, podemos recurrir al Cardenal Joseph Höffner: “El conjunto de conocimientos adquiridos por la filosofía social (a partir de la naturaleza humana, de condición esencialmente sociable) y por la teología social (a partir del orden cristiano de la salvación) sobre la esencia y el orden de la sociedad humana y sobre las normas en ellos fundadas, aplicables a la respectiva situación histórica y su función ordenadora”.
2. Si bien la misión que Cristo le confió a su Iglesia es de orden religioso, de la misma se derivan enseñanzas útiles para la vida humana en sociedad. “Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno.” (GS., 42, 43)
3. Desde su origen, el cristianismo practicó el apostolado social, desarrollando mayores iniciativas de promoción humana que ningún otro grupo o institución conocida. Podemos encontrar en las propias Escrituras, un tesoro de principios sociales, que fue puesto en práctica por las primeras comunidades cristianas, manifestando una abnegación comunitaria que el mundo nunca antes había conocido. La comunidad primitiva trató de vivir su vida según el modelo que la comunidad prepascual vivió con Jesús (Hech. 4,32), pero con libertad. No estaban obligados a vender los bienes y poner la suma a disposición de los responsables. Pero sí era moralmente obligatorio el socorrer a los pobres de la comunidad (Hech. 6,1).
4. También los llamados Padres de la Iglesia, se ocuparon de estos temas. San Agustín, nacido en el siglo IV dijo en un sermón: “Quédate con lo que te sea suficiente o con más de lo suficiente. De todo, demos una cierta parte. ¿Cuál? La décima parte. Los escribas y fariseos daban el diezmo. Avergoncémonos, hermanos: aquellos por los que Cristo aún no había derramado su sangre daban el diezmo. El diezmo daban los escribas y fariseos para que tú no pienses acaso que haces algo grande porque repartes al pobre pan, que apenas representa la milésima parte de tus bienes” (Sermón 85, 5-7).
5. Es un error creer que la doctrina social católica surge a fines del siglo XIX, con la encíclica Rerum Novarum; siempre las autoridades eclesiásticas se ocuparon de estos temas. Un siglo y medio antes de la encíclica citada, el Papa Benedicto XIV, en l74l, se ocupó de un tema específico de Sudamérica, en la Bula “Immensa Pastorum”: “...recomendamos y mandamos a cada uno de vosotros(...) la protección de una eficaz defensa a los referidos indios tanto en las provincias del Paraguay, del Brasil y del Río llamado de la Plata(...) prohiba enérgicamente a todas y cada una de las personas, así seglares, incluidas las eclesiásticas(...) bajo pena de excomunión latæ sententiæ(...) que en lo sucesivo esclavicen a los referidos indios, los vendan, compren, cambien o den, los separen de sus mujeres e hijos, los despojen de sus cosas y bienes, los lleven de un lugar a otro o los trasladen, o de cualquier otro modo los priven de libertad o los retengan en servidumbre..”(p. 5)
6. Sí es cierto que la doctrina social se hace más sistemática y completa, a partir de la Rerum Novarum, pues a fines del siglo XIX surge lo que se denomina “cuestión social”, debido a una conjunción de factores. Por un lado, cambios tecnológicos que producen la revolución industrial, con la desaparición del artesano convertido en obrero de las fábricas, cuya única propiedad son los hijos -la prole-, de donde surge el término “proletario”. A esto se suman las ideologías erróneas, difundidas desde la Revolución Francesa, que facilitan la relajación de la moral y el aumento de la usura y la desenfrenada codicia de los empresarios. “Añádase a esto que no sólo la contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios.” (RN, l)
I. l. Características de la Doctrina Social de la Iglesia
7. La enseñanza social de la Iglesia constituye una doctrina -del latín docere, enseñar-, es decir, un conjunto sistemático de tesis, explicativa de los principios, presentada como la expresión de la verdad, y comunicada a través de la enseñanza. La DSI presenta tres características principales:
lº) Síntesis especulativa: porque contiene y ordena armónicamente un conjunto de principios que abarcan todos los aspectos principales del orden temporal.
2º) Alcance práctico: la teoría está destinada a iluminar la acción, pero, desde una perspectiva moral (deber ser), no sociológica (cómo es la realidad), ni técnica (cómo hacer). No basta exponer los principios, sino que se los debe aplicar. “Para la Iglesia el mensaje social del Evangelio no debe considerarse como una teoría, sino, por encima de todo, un fundamento y un estímulo para la acción.” (CA, 57) “Es, por tanto, de suma importancia que nuestros hijos, además de instruirse en la doctrina social, se eduquen sobre todo para practicarla”. (MM, 227)
3º) Moralmente obligatoria: los católicos deben vivir y actuar según sus principios. “Es obligatoria; nadie puede apartarse de ella sin peligro para la fe y el orden moral”. (Pío XII, 29-4-l945)
I. 2. Fuentes y naturaleza
8. Esta doctrina se forma recurriendo a la teología y a la filosofía que le dan un fundamento, y a las ciencias humanas y sociales que la completan. Se puede afirmar que la doctrina social posee una identidad propia, como disciplina particular en el campo amplio y complejo de la teología moral, en relación estrecha con la moral social.
9. Las fuentes de la doctrina social son: la Sagrada Escritura, las enseñanzas de los Padres y de los grandes teólogos, y el Magisterio de la Iglesia. En cuanto parte integrante de la concepción cristiana de la vida, la doctrina social de la Iglesia reviste un carácter eminentemente teológico. Su contenido, compendiando una visión del hombre, de la humanidad y de la sociedad, refleja al hombre completo, al hombre social, como sujeto concreto y realidad fundamental de la antropología cristiana.
l0. Lo que la Iglesia puede ofrecer como aporte a la solución de los problemas humanos es el recto conocimiento del hombre real y de su destino. En cada época y en cualquier situación la Iglesia cumple en la sociedad un triple deber: anuncio de la verdad acerca de la dignidad del hombre y de sus derechos, denuncia de las situaciones injustas, y cooperación a los cambios positivos de la sociedad y al verdadero progreso del hombre.
I.3. Metodología
11. La doctrina social utiliza una metodología inductiva-deductiva, precisada en la encíclica Mater et Magistra, y se desarrolla en tres tiempos: ver, juzgar y actuar. (MM, 236)
El ver es percepción y estudio de los problemas reales y de sus causas, cuyo análisis corresponde a las ciencias humanas y sociales.
El juzgar es la interpretación de la misma realidad, a la luz de las fuentes de la doctrina social, que determina el juicio que se pronuncia sobre los fenómenos sociales y sus implicaciones éticas. La Iglesia no es ni puede ser neutral, porque no puede dejar de conformarse con la escala de valores enunciados en el Evangelio.
El actuar se refiere a la ejecución de lo que corresponde hacer, de acuerdo a los principios. El cristiano verdadero debe seguir la doctrina social y traducirla en acción.
I.4. El Magisterio de la Iglesia
12. Es necesario un Magisterio que mantenga vigente el mensaje que Cristo trajo a la humanidad. Jesucristo instituyó en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico y perpetuo, investido de su propia autoridad, confirmado por milagros, y quiso que las enseñanzas de dicho magisterio fuesen recibidas como las suyas propias. El magisterio se extiende a todas las verdades de fe y a los principios morales, tanto revelados como naturales, que son indispensables para la salvación de los hombres. El primado de la Iglesia es ejercido por voluntad de Jesucristo por el Romano Pontífice, sucesor de Pedro. El magisterio está a cargo del Papa, y de los obispos en comunión con él.
13. El Papa ejerce su magisterio de dos maneras: el magisterio extraordinario y el magisterio ordinario. Mediante el magisterio extraordinario define solemne e infaliblemente la doctrina sobre cuestiones de fe y de moral, siendo su enseñanza absolutamente irreformable; esto se conoce con la fórmula ex cathedra (desde la cátedra). El Concilio Vaticano II ha ratificado la definición solemne del Vaticano I sobre la infalibilidad personal del Papa: “El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, goza de esta misma infalibilidad en razón de su oficio cuando, como supremo pastor y doctor de todos los fieles, que confirma en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,32), proclama de una forma definitiva la doctrina de fe y costumbres.” (LG, 25)
14. El magisterio ordinario, en cambio, no presenta necesariamente esta nota de infalibilidad, pues no define verdades dogmáticas o morales, sino cuestiones pastorales. La doctrina social pertenece al magisterio ordinario. Ahora bien, ya recordamos la advertencia de Pío XII sobre la obligatoriedad de ésta doctrina; en efecto, el magisterio auténtico del Papa debe ser aceptado aunque no hable ex cathedra: “...de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proporción de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo.” (LG, 25)
15. Ninguna encíclica aislada puede aspirar a la infalibilidad, pero esa inerrancia se halla implicada cuando se da la total convergencia sobre una doctrina en una serie de documentos, pues tal continuidad excluye toda posible duda respecto del contenido auténtico de la enseñanza pontificia.
I. 5. Interpretación de los documentos pontificios
16. Pío XII sostuvo que la doctrina social “es clara en todas sus partes”, lo que no significa que todos los documentos y cada uno de los párrafos puedan entenderse fácilmente, lo que puede dar lugar a interpretaciones divergentes. Por eso, es necesario aplicar varias reglas que nos permiten tener la seguridad de una interpretación auténtica de la doctrina. Además el pontífice citado agregaba “...esta doctrina está fijada definitivamente y de manera unívoca en sus puntos fundamentales, ella es con todo lo suficientemente amplia como para adaptarse y aplicarse a las vicisitudes variables de los tiempos, con tal que no sea en detrimento de sus principios inmutables y permanentes.” (Aloc., 29-4-l945)
17. Las reglas que se recomiendan para una recta interpretación, son las siguientes:
a) Atenerse al texto auténtico de los documentos. El texto oficial de un documento papal, se publica en el Vaticano, en las Acta Apostolicae Sedis, habitualmente redactado en latín; las traducciones son publicadas en el periódico O’sservatore Romano. Un caso concreto de traducción incorrecta, hecha por algunas editoriales, se verificó con la encíclica Mater et Magistra, que en el punto 59, se refiere al “incremento de las relaciones sociales” -socialium rationum incrementa”-, que puede traducirse como “socialización”, pero algunos tradujeron por socialismo, ejemplo claro de fraude intelectual.
b) Analizar cuidadosamente las expresiones utilizadas. La redacción de los documentos pontificios es precisa, y se aprueba luego de ser tamizada por teólogos y especialistas en los temas que aborden. Por eso mismo, no pueden ser leídos superficialmente, como si fueran periódicos, sino que deben ser estudiados.
c) Compulsar el documento con otros textos. Por ejemplo, si se analiza el tema de la propiedad, verificar lo ya expuesto sobre el mismo tema. Las dudas que puedan generarse desaparecen al advertir la continuidad del magisterio. Si cada pontífice pudiera alterar lo afirmado por sus predecesores, no existiría ninguna doctrina confiable.
d) Iluminar la parte con el documento completo, y viceversa. No pueden leerse párrafos aislados, sin referencia al conjunto.
e) Tener presente las circunstancias en que surge el documento. Sabiendo a quienes está dirigido y por qué, podemos entender mejor lo que se quiere expresar. Saber si es un enfoque universal o particular.
f) Distinguir lo doctrinal de lo prudencial. Los documentos, además de enunciar principios, que tienen validez universal, incluyen apreciaciones de tipo prudencial. Estas últimas, pueden contener errores de información o de juicio, sobre una realidad particular. Por ejemplo, Pío XI condenó el movimiento político “Acción Francesa”, y Pío XII -disponiendo de mejor información- levantó la condena.
g) Aclarar las dudas a la luz de la teología y la filosofía. Habitualmente los documentos contienen citas de los Doctores de la Iglesia, mencionados para fundamentar la recta doctrina. De los teólogos y filósofos cristianos la Iglesia concede un lugar eminente a Santo Tomás de Aquino, considerado Doctor Universal. Como expresó Pablo VI, “Santo Tomás, por disposición de la divina Providencia, alcanzó el ápice de todo la teología y filosofía escolástica como suele llamársela, y fijó en la Iglesia el quicio central en torno al cual, entonces y después, se ha podido desarrollar el pensamiento cristiano con progreso seguro.” (Lumen Ecclesiae, l3)
I.6. Contenido de la DSI
18. “La Iglesia, experta en humanidad, ofrece en su doctrina social un conjunto de principios de reflexión, de criterios de juicio y de directrices de acción, para que los cambios en profundidad que exigen las situaciones de miseria y de injusticia sean llevados a cabo, de una manera tal que sirva al verdadero bien de los hombres.” (CDF, l986, 72)
Principios permanentes de reflexión
19. De la dignidad de todo hombre, creado a imagen de Dios, derivan los principios fundamentales de la doctrina social: bien común, solidaridad y subsidiariedad.
20. El bien común es el conjunto de condiciones sociales que consienten y favorecen en los seres humanos el desarrollo íntegro de su persona. Siendo superior al interés privado, es inseparable del bien de la persona humana, y compromete a la autoridad pública a reconocer, respetar y promover los derechos humanos, y a hacer más fácil el cumplimiento de las respectivas obligaciones. Por consiguiente, la realización del bien común puede considerarse la razón misma de ser de los poderes públicos, que están obligados a llevarlo a cabo en provecho de todos los ciudadanos y de todo hombre -considerado en su dimensión terrena-temporal y trascendente-, respetando una justa jerarquía de valores, y los postulados de las circunstancias históricas.
21. La solidaridad impulsa a los hombres a unirse para contribuir con sus semejantes al bien común de la sociedad. En virtud de la solidaridad, la DSI se opone a todo individualismo.
22. La subsidiariedad implica que ni el Estado ni la sociedad deben substituir la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de los grupos sociales intermedios en los niveles en los que estos puedan actuar, ni destruir el espacio necesario para su libertad. El virtud de este principio, la DSI se opone a todas las formas de colectivismo.
23. Los principios de reflexión de la doctrina social de la Iglesia, en cuanto leyes que regulan la vida social, están relacionados con el reconocimiento de los valores inherentes a la dignidad de la persona: la verdad, la libertad, la justicia, la paz y la caridad.
Criterios de juicio
24. Los principios fundamentan los criterios para emitir un juicio sobre las situaciones, las estructuras y los sistemas sociales. Para esta actividad la Iglesia necesita conocer la realidad, pudiendo utilizar las conclusiones de las ciencias humanas, pero siempre con la guía de los valores ya indicados, indispensables para un discernimiento cristiano. Pues el análisis sociológico no siempre ofrece una elaboración objetiva de los datos, sino que pueden estar influidos por una determinada visión ideológica.
25. La doctrina social no duda en incluir denuncias sobre las situaciones sociales que atentan contra la dignidad y libertad del hombre. Recordemos, por ejemplo, como describe en pocas líneas la Rerum Novarum la situación imperante a fines del siglo XIX en Europa: “disueltos en el pasado siglo los antiguos gremios de artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío, desentendiéndose las instituciones públicas y las leyes de la religión de nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores.” (RN, 1)
26. También los principios fundamentan los criterios para juzgar las estructuras, o sea el conjunto de instituciones y de realizaciones prácticas, que los hombres utilizan para organizar la vida económica, social y política. Si bien son indispensables, suelen permanecer en el tiempo, sin adaptarse a las necesidades reales. Sin embargo, las instituciones y las leyes, cuando son conformes a la ley natural y están ordenadas al bien común, resultan garantes de la libertad de las personas y de su promoción. No han de condenarse todos los aspectos coercitivos de la ley, ni la estabilidad de un Estado de derecho digno de este nombre. Se puede hablar entonces de estructura marcada por el pecado, pero no se pueden condenar las estructuras en cuanto tales.
27. Asimismo, los sistemas pueden ser evaluados con los criterios de juicio que proporciona la doctrina. La Iglesia no postula ningún sistema económico, social o político particular, pero, a la luz de sus principios, permite discernir en qué medida los sistemas existentes resultan conformes o no a las exigencias de la dignidad humana.
Directrices para la acción
28. Lo medios siempre deben ser coherentes con los fines, y de conformidad con la dignidad del hombre. Existe una moralidad de los medios. Por eso la Iglesia no admite en absoluto la teoría que ve en la lucha de clases el dinamismo estructural de la vida social. La acción que preconiza no es la lucha de una clase contra otra para obtener la eliminación del adversario; se trata de una lucha noble y razonada en favor de la justicia y de la solidaridad social.
29. No toca a los pastores de la Iglesia intervenir directamente en la construcción política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los laicos, que actúan por propia iniciativa con sus conciudadanos. La acción social, que puede implicar una pluralidad de vías concretas, estará siempre orientada al bien común y será conforme al mensaje evangélico y a las enseñanzas de la Iglesia. La orientación recibida de la doctrina social de la Iglesia debe estimular la adquisición de competencias técnicas y científicas indispensables. Estimulará también la búsqueda de la formación moral del carácter y la profundización de la vida espiritual. Esta doctrina, al ofrecer principios y sabios consejos, no dispensa de la educación en la prudencia política, requerida para el gobierno y la gestión de las realidades humanas.
I. 7. Clasificación de los Documentos Pontificios
30. Los documentos Pontificios, son todos importantes ya que tienen como autor al sucesor de Pedro y cabeza de la Iglesia. La importancia del un documento no se deduce de su clase, sino de su contenido. Podemos distinguir:
Cartas Encíclicas
Epístola Encíclica
Constitución Apostólica
Exhortación Apostólica
Cartas Apostólicas
Bulas
Motu Proprio
a) Cartas Encíclicas: Del latín literae encyclicae, que literalmente significa “cartas circulares”. Son cartas públicas y formales del Sumo Pontífice que expresan su enseñanza en materia de gran importancia. Pablo VI definió la encíclica como “un documento, en la forma de carta, enviado por el Papa a los obispos del mundo entero”. Por definición, las cartas encíclicas formalmente tienen el valor de enseñanza dirigida a la Iglesia Universal. Sin embargo, cuando tratan con cuestiones sociales, económicas o políticas, son dirigidas comúnmente no sólo a los católicos, sino a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Esta práctica la inició el Papa Juan XXIII con su encíclica Pacem in Terris (l963). El título que se da a la encíclica se deriva de sus primeras palabras en latín. Por ejemplo, la Humanæ Vitæ (vida humana), del Papa Pablo VI. Con Gregorio XVI (l831-l846), el término encíclica se hizo de uso general. León XIII (l878-l903), con 75 encíclicas en total, popularizó estos documentos como puntos de referencia.
b) Epístolas Encíclicas: Difieren muy poco de las cartas encíclicas. Son poco frecuentes y se dirigen primariamente a dar instrucciones en referencia a alguna devoción o necesidad especial de la Santa Sede. Por ejemplo sobre el Año Santo.
c) Constitución Apostólica: Estos documentos son la forma más común en la que el Papa ejerce su autoridad “Petrina”. A través de ellas, el Papa promulga leyes concernientes a los fieles. La erección de una nueva diócesis, por ejemplo se hace por este medio. El Catecismo de la Iglesia Católica, se promulgó por la Constitución Fidei Depositum (Juan Pablo II).
d) Exhortación Apostólica: Estos documentos generalmente se promulgan después de la reunión de un Sínodo de Obispos. Ejemplo: Familiaris Consortio, del Papa Juan Pablo II (l984).
e) Carta Apostólica: Estos documentos son cartas dirigidas a grupos específicos de personas. Ejemplo: Carta Apostólica a las mujeres, Mulieris Dignitatem (l986).
f) Bula: Desde el siglo sexto en adelante, la cancillería papal usó un sello de plomo o de cera para autentificar sus documentos. La bula era, inicialmente, un tipo de plato redondo con forma de disco, que se aplicaba a los sellos metálicos que acompañaban ciertos documentos papales. Por costumbre, la bula tiene una inscripción en la cual el Papa utiliza el título Episcopus Servus Servorum Dei (el siervo de los siervos de Dios).
g) Motu Proprio: Son documentos que contienen las palabras “Motu proprio et certa scientia”. Significa que dichos documentos son escritos por la iniciativa personal del Santo Padre y con su propia autoridad. Ejemplo: Motu Propio Ad tuendam fidem (l998), del Juan Pablo II, para introducir algunas normas en el Código de Derecho Canónico.
II - PERSONA Y SOCIEDAD
II.1. Antropología cristiana
1.1. Persona
31. “La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios”. (GS, 12)
32. En virtud de su alma y de sus potencias espirituales de entendimiento y de voluntad, el hombre está dotado de libertad, signo eminente de la imagen divina. Mediante su razón, el hombre conoce la voz de Dios que le impulsa a hacer el bien y a evitar el mal. Todo hombre debe seguir esta ley que resuena en la conciencia y que se realiza en el amor de Dios y del prójimo. El ejercicio de la vida moral proclama la dignidad de la persona humana.
33. Fundamento y fin del orden social es la persona humana, como sujeto de derechos inalienables, que no recibe desde fuera sino que brotan de su misma naturaleza; nada ni nadie puede destruirlos; ninguna constricción externa puede anularlos, porque tienen su raíz en lo que es más profundamente humano. De modo análogo, la persona no se agota en los condicionamientos sociales, culturales e históricos, pues es propio del hombre, que tiene un alma espiritual, tender hacia un fin que trasciende las condiciones mudables de su existencia. Ninguna potestad humana puede oponerse a la realización del hombre como persona.
1.2. Familia
34. Al crear al hombre y a la mujer, Dios instituyó la familia humana y la dotó de su constitución fundamental. Un hombre y una mujer unidos en matrimonio forman con sus hijos una familia. Esta disposición es anterior a todo reconocimiento por la autoridad pública; se impone a ella. Se la considerará como la referencia normal en función de la cual deben ser apreciadas las diversas formas de parentesco.
35. La familia es la célula original de la vida social. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La familia es la comunidad en la que, desde la infancia, se pueden aprender los valores morales, se comienza a honrar a Dios y a usar bien de la libertad. La vida de familia es iniciación a la vida en sociedad.
36. La familia debe ser ayudada y defendida mediante medidas sociales apropiadas. Cuando las familias no son capaces de realizar sus funciones, los otros cuerpos sociales tienen el deber de ayudarlas y de sostener la institución familiar. En conformidad con el principio de subsidiariedad, las comunidades más vastas deben abstenerse de privar a las familias de sus propios derechos y de inmiscuirse en sus vidas. La autoridad civil ha de considerar como deber grave “el reconocimiento de la auténtica naturaleza del matrimonio y de la familia, protegerla y fomentarla, asegurar la moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica”. (GS, 52)
II. 2. Libertad
37. Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la iniciativa y del dominio de sus actos. La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. La libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, por tanto, de crecer en perfección o de fracasar y pecar. Caracteriza a los actos propiamente humanos. En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay libertad verdadera más que en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a la esclavitud del pecado.
38. La libertad se ejerce en las relaciones entre los seres humanos. Toda persona humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser reconocida como un ser libre y responsable. Todos están obligados a no conculcar el derecho que cada uno tiene a ser perfecto. El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral y religiosa. Este derecho debe ser reconocido y protegido civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público.
39. El ejercicio de la libertad no implica el derecho a decir y hacer todo. Es falso concebir al hombre sujeto de esa libertad como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales. Por otra parte, las condiciones de orden económico y social, político y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con mucha frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Apartándose de la vida moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad de sus semejantes y se rebela contra la verdad divina.
40. Al no ser ideológica, la fe cristiana no pretende encuadrar en un rígido esquema la cambiante realidad socio-política y reconoce que la vida del hombre se desarrolla en la historia en condiciones diversas y no perfectas. La Iglesia, por tanto, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la persona, utiliza como método propio el respeto de la libertad.
II. 3. La sociedad
41. La persona humana necesita la vida social. Esta no constituye para ella algo sobreañadido sino una exigencia de su naturaleza. Por el intercambio con otros, la reciprocidad de servicios y el diálogo con sus hermanos, el hombre desarrolla sus capacidades; así responde a su vocación.
42. La reconocida cortedad de las fuerzas humanas aconseja e impele al hombre a buscarse el apoyo de los demás. En virtud de esta propensión natural, el hombre, igual que es llevado a constituir la sociedad civil, busca la formación de otras sociedades entre ciudadanos, pequeñas e imperfectas, es verdad, pero de todos modos sociedades.
43. Una sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que supera a cada una de ellas. Asamblea a la vez visible y espiritual, una sociedad perdura en el tiempo: recoge el pasado y prepara el porvenir. Mediante ella, cada hombre es constituido “heredero”, recibe “talentos” que enriquecen su identidad y a los que debe hacer fructificar. En verdad se debe afirmar que cada uno tiene deberes para con las comunidades de que forma parte y está obligado a respetar a las autoridades encargadas del bien común de las mismas.
44. Ciertas sociedades, como la familia y la ciudad, corresponden más inmediatamente a la naturaleza del hombre. Le son necesarias. Con el fin de favorecer la participación del mayor número de personas en la vida social, es preciso impulsar, alentar la creación de asociaciones e instituciones de libre iniciativa “para fines económicos, sociales, culturales, recreativos, deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las naciones como en el plano mundial” (MM, 60). Esta “socialización” expresa igualmente la tendencia natural que impulsa a los seres humanos a asociarse con el fin de alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales. Desarrolla las cualidades de la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de responsabilidad. Ayuda a garantizar sus derechos.
45. La sociedad es indispensable para la realización de la vocación humana. Para alcanzar este objetivo es preciso que sea respetada la justa jerarquía de los valores que subordina las dimensiones “materiales e instintivas” del ser del hombre “a las interiores y espirituales” (CA, 36). La inversión de los medios y de los fines, que lleva a dar valor de fin último a lo que sólo es medio para alcanzarlo, o a considerar las personas como puros medios para un fin, engendra estructuras injustas que “hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana, conforme a los mandamientos del Legislador Divino” (Pío XII, discurso 1 de junio 1941).
II. 4. La justicia social
46. La sociedad asegura la justicia social cuando realiza las condiciones que permiten a las asociaciones y a cada uno conseguir lo que les es debido según su naturaleza y su vocación. La justicia social está ligada al bien común y al ejercicio de la autoridad.
47. La igualdad entre los hombres se deriva esencialmente de su dignidad personal y de los derechos que dimanan de ella. Al venir al mundo, el hombre no dispone de todo lo que es necesario para el desarrollo de su vida corporal y espiritual. Necesita de los demás. Ciertamente hay diferencias entre los hombres por lo que se refiere a la edad, a las capacidades físicas, a las aptitudes intelectuales o morales, a las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, a la distribución de las riquezas. Los “talentos” no están distribuidos por igual. Estas diferencias pertenecen al plan de Dios, que quiere que cada uno reciba de otro aquello que necesita, y que quienes disponen de “talentos” particulares comuniquen sus beneficios a los que los necesiten. Las diferencias alientan y con frecuencia obligan a las personas a la magnanimidad, a la benevolencia y a la comunicación. Incitan a las culturas a enriquecerse unas a otras.
48. Existen también desigualdades escandalosas que afectan a millones de hombres y mujeres. Están en abierta contradicción con el evangelio: “La igual dignidad de las personas exige que se llegue a una situación de vida más humana y más justa. Pues las excesivas desigualdades económicas y sociales entre los miembros o los pueblos de una única familia humana resultan escandalosas y se oponen a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y también a la paz social e internacional” (GS, 29, 3).
II. 5. Alienación
49. El marxismo ha criticado las sociedades burguesas y capitalistas, reprochándoles la mercantilización y la alienación de la existencia humana. Ciertamente, este reproche está basado sobre una concepción equivocada e inadecuada de la alienación, según la cual ésta depende únicamente de la esfera de las relaciones de producción y propiedad, esto es, atribuyéndole un fundamento materialista y negando, además, la legitimidad y la positividad de las relaciones de mercado incluso en su propio ámbito. El marxismo acaba afirmando así que sólo en una sociedad de tipo colectivista podría erradicarse la alienación. Ahora bien, la experiencia histórica de los países socialistas ha demostrado tristemente que el colectivismo no acaba con la alienación, sino que más bien la incrementa, al añadirle la penuria de las cosas necesarias y la ineficacia económica.
50. La experiencia histórica de Occidente, por su parte, demuestra que, si bien el análisis y el fundamento marxista de la alienación son falsas, sin embargo la alienación, junto con la pérdida del sentido auténtico de la existencia, es una realidad incluso en las sociedades occidentales. En efecto, la alienación se verifica en el consumo, cuando el hombre se ve implicado en una red de satisfacciones falsas y superficiales, en vez de ser ayudado a experimentar su personalidad auténtica y concreta. La alienación se verifica también en el trabajo, cuando se organiza de manera tal que “maximaliza” solamente sus frutos y ganancias y no se preocupa de que el trabajador, mediante su propio trabajo, se realice como hombre, según que aumente su participación en una auténtica comunidad solidaria, o bien su aislamiento en un complejo de relaciones de exacerbada competencia y de recíproca exclusión, en la cual es considerado sólo como un medio y no como un fin. Es necesario iluminar, desde la concepción cristiana, el concepto de alienación, descubriendo en él la inversión entre los medios y los fines: el hombre, cuando no reconoce el valor y la grandeza de la persona en sí mismo y en el otro, se priva de hecho de la posibilidad de gozar de la propia humanidad y de establecer una relación de solidaridad y comunión con los demás hombres, para lo cual fue creado por Dios.
II. 6. Solidaridad
51. El principio de solidaridad, enunciado también con el nombre de “amistad” o “caridad social”, es una exigencia directa de la fraternidad humana y cristiana. Es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos.
52. La solidaridad se manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y en la remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo en favor de un orden social más justo en el que las tensiones puedan ser mejor resueltas, y donde los conflictos encuentren más fácilmente su salida negociada.
53. Para superar la mentalidad individualista, hoy día tan difundida, se requiere un compromiso concreto de solidaridad y caridad, que comienza dentro de la familia con la mutua ayuda de los esposos y, luego, con las atenciones que las generaciones se prestan entre sí. De este modo la familia se cualifica como comunidad de trabajo y de solidaridad.
54. Los problemas socio-económicos sólo pueden ser resueltos con la ayuda de todas las formas de solidaridad: solidaridad de los pobres entre sí, de los ricos y los pobres, de los trabajadores entre sí, de los empresarios y los empleados, solidaridad entre las naciones y entre los pueblos. La solidaridad internacional es una exigencia del orden moral. En buena medida, la paz del mundo depende de ella.
55. El ejercicio de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo cuando sus miembros lse reconocen unos a otros como personas. Los que cuentan más, al disponer de una porción mayor de bienes y servicios comunes, han de sentirse responsables de los más débiles, dispuestos la compartir con ellos lo que poseen. Estos, por su parte, en la misma línea de solidaridad, no deben adoptar una actitud meramente pasiva o destructiva del tejido social y, aunque reivindicando sus legítimos derechos, han de realizar lo que les corresponde, para el bien de todos. Por su parte, los grupos intermedios no han de insistir egoístamente en sus intereses particulares, sino que deben respetar los intereses de los demás.
II. 7. Subsidiariedad
56. La socialización presenta peligros; una intervención demasiado fuerte del Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales. La doctrina de la Iglesia ha elaborado el principio llamado subsidiariedad. Según éste, “una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común” (CA, 48). El principio de subsidiariedad se opone a toda forma de colectivismo. Traza los límites de la intervención del Estado. Intenta armonizar las relaciones entre individuos y sociedad. Tiende a instaurar un verdadero orden internacional.
57. Conviene, por tanto, que la suprema autoridad del Estado permita resolver a las asociaciones inferiores aquellos asuntos y cuidados de menor importancia, en los cuales, por lo demás, perdería mucho tiempo, con lo cual lograría realizar más libre, más firme y más eficazmente todo aquello que es de su exclusiva competencia, en cuanto que sólo él puede realizar, dirigiendo, vigilando, urgiendo y castigando, según el caso lo requiera y la necesidad lo exija. Por lo tanto, tengan muy presente los gobernantes que, mientras más vigorosamente reine, salvado este principio de función “subsidiaria”, el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, tanto más firme será no sólo la autoridad, sino también la eficiencia social, y tanto más feliz y próspero el estado de la nación.
II. 8. Bien Común
58. Conforme a la naturaleza social del hombre, el bien de cada uno está necesariamente relacionado con el bien común. Este sólo puede ser definido con referencia a la persona humana: “No viváis aislados, cerrados a vosotros mismos, como si estuvieseis ya justificados sino reuníos para buscar juntos lo que constituye el interés común (Bernabé, ep. 4,l0).
59. Por el bien común, es preciso entender “el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección” (GS, 26). El bien común afecta a la vida de todos. Exige la prudencia por parte de cada uno, y más aún por la de aquellos que ejercen la autoridad. Comporta tres elementos esenciales:
60. Supone, en primer lugar, el respeto a la persona en cuanto tal. En nombre del bien común, las autoridades están obligadas a respetar los derechos fundamentales e inalienables de la persona humana. La sociedad debe permitir a cada uno de sus miembros realizar su vocación. En particular, el bien común reside en las condiciones de ejercicio de las libertades naturales que son indispensables para el desarrollo de la vocación humana: “derecho a ...actuar de acuerdo con la recta norma de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad, también en materia religiosa” (GS, 26)
61. En segundo lugar, el bien común exige el bienestar social y el desarrollo del grupo mismo. El desarrollo es el resumen de todos los deberes sociales. Ciertamente corresponde a la autoridad decidir, en nombre del bien común, entre los diversos intereses particulares; pero debe facilitar a cada uno lo que necesita para llevar una vida verdaderamente humana: alimento, vestido, salud, trabajo, educación y cultura, información adecuada, derecho de fundar una familia, etc.
62. El bien común implica, finalmente, la paz, es decir, la estabilidad y la seguridad de un orden justo. Supone, por tanto, que la autoridad asegura, por medios honestos, la seguridad de la sociedad y la de sus miembros, y fundamenta el derecho a la legítima defensa individual y colectiva.
63. Si toda comunidad humana posee un bien común que la configura en cuanto tal, la realización más completa de este bien común se verifica en la comunidad política. Corresponde al Estado defender y promover el bien común de la sociedad civil, de los ciudadanos y de las corporaciones intermedias.
II. 9. El pecado social
64. El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad. Algunos pecados, sin embargo, constituyen, por su mismo objeto, una agresión directa contra el prójimo y -más exactamente según el lenguaje evangélico- contra el hermano. Son una ofensa a Dios, porque ofenden al prójimo. A estos pecados se suele dar el nombre de sociales. Es social todo pecado contra el bien común y sus exigencias, dentro del amplio panorama de los derechos y deberes de los ciudadanos. Dado por sentado todo esto en el modo más claro e inequívoco hay que añadir inmediatamente que no es legítimo ni aceptable un significado de pecado social -por muy usual que sea hoy en algunos ambientes-, que al oponer, no sin ambigüedad, pecado social y pecado personal, lleva más o menos inconscientemente a difuminar y casi a borrar lo personal, para admitir únicamente culpas y responsabilidades sociales. (Reconciliatio et Paenitentia, l6)
II. 10. Cultura y Educación
65. Toda la actividad humana tiene lugar dentro de una cultura y tiene una recíproca relación con ella. Para una adecuada formación de esa cultura se requiere la participación directa de todo el hombre, el cual desarrolla en ella su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de los demás hombres. A ella dedica también su capacidad de autodominio, de sacrificio personal, de solidaridad y disponibilidad para promover el bien común. Por esto, la primera y más importante labor se realiza en el corazón del hombre, y el modo como éste se compromete a construir el propio futuro depende de la concepción que tiene de sí mismo y de su destino.
66. No es posible comprender al hombre, considerándolo unilateralmente a partir del sector de la economía, ni es posible definirlo simplemente tomando como base su pertenencia a una clase social. Al hombre se lo comprende de manera más exhaustiva si es visto en la esfera de la cultura a través de la lengua, la historia y las actitudes que asume ante los acontecimientos fundamentales de la existencia, como son nacer, amar, trabajar, morir. El punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande, el misterio de Dios. Las culturas de las diversas naciones son, en el fondo, otras tantas maneras diversas de plantear la pregunta acerca del sentido de la existencia personal. Cuando esta pregunta es eliminada, se corrompen la cultura y la vida moral de las naciones.
67. Es, pues, de suma importancia no errar en la educación, como no errar en la dirección hacia el fin último, con el cual está intima y necesariamente ligada toda la obra de la educación. En efecto, puesto que la educación esencialmente consiste en la formación del hombre tal como debe ser y cómo debe portarse en esta vida terrena para conseguir el fin sublime para el cual fue creado, es evidente que, como no puede existir educación verdadera que no esté totalmente ordenada al fin último, así, en el orden actual de la providencia, o sea después que Dios se nos ha revelado en su Unigénito Hijo, único “camino, verdad y vida”, no puede existir educación completa y perfecta si la educación no es cristiana.
II. 11. Derecho natural
68. Derecho natural es lo que se le debe al hombre en virtud de su esencia, esto es, por el simple hecho de ser hombre. Incluye un conjunto de principios o normas, que todo hombre, por ser tal, puede considerar y exigir como suyo, como algo que le es debido. “Tal es la ley natural, primera entre todas, la cual está escrita y grabada en la mente de cada uno de los hombres, por ser la misma razón humana mandando obrar bien y prohibiendo pecar. Pero estos mandatos de la razón humana no pueden tener fuerza de ley, sino por ser voz o intérprete de otra razón más alta, a la que deben estar sometidos nuestro entendimiento y nuestra libertad”. (Libertas, 6)
69. Tres son las notas básicas del derecho natural:
a) Universalidad: porque obliga a todos sin excepción, en todo tiempo y lugar.
b) Inmutabilidad: no puede cambiar; por más que el hombre cambie, siempre será hombre, y por lo tanto de su propia naturaleza surgirán los derechos que le son propios.
c) Cognoscibilidad: el derecho natural es captado espontáneamente por la conciencia humana, si bien esta a veces se oscurece por las pasiones o por la influencia negativa del ambiente.
“En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley, que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer”. (GS, l6)
III - DOCTRINA POLITICA
III. 1. Autoridad
70. Se llama autoridad la cualidad en virtud de la cual personas o instituciones dan leyes y órdenes a los hombres y esperan la correspondiente obediencia. Toda comunidad humana necesita una autoridad que la rija. Esta tiene su fundamento en la naturaleza humana. Es necesaria para la unidad de la sociedad. Su misión consiste en asegurar en cuanto sea posible el bien común de la sociedad. Más aún, el mismo orden moral impone dos consecuencias: una, la necesidad de una autoridad rectora en el seno de la sociedad; otra, que esa autoridad no pueda rebelarse contra tal orden moral sin derrumbarse inmediatamente. Es un aviso del mismo Dios: “Oíd, pues, ¡oh reyes!, y entended: aprended, vosotros, los que domináis los confines de la tierra. Aplicad el oído los que imperáis sobre las muchedumbres y los que os engreís sobre la multitud de las naciones. Porque el poder os fue dado por el Señor y la soberanía por el Altísimo, el cual examinará vuestras obras y escudriñará vuestros pensamientos” (Sap 6, 2-4).
71. La autoridad no saca de sí misma su legitimidad moral. No debe comportarse de manera despótica, sino actuar para el bien común como una “fuerza moral, que se basa en la libertad y en la conciencia de la tarea y obligaciones que ha recibido” (GS, 74). La autoridad, sin embargo, no puede considerarse exenta de sometimiento a otra superior. Más aún, la autoridad consiste en la facultad de mandar según la recta razón. Por ello, se sigue evidentemente que su fuerza obligatoria procede del orden moral, que tiene a Dios como primer principio y último fin. “La legislación humana sólo posee carácter de ley cuando se conforma a la justa razón, lo cual significa que su obligatoriedad procede de la ley eterna. En la medida en que ella se apartase de la razón, sería preciso declararla injusta, pues no verificaría la noción de ley; sería más bien una forma de violencia” (Sto. Tomás de Aquino).
III. 2. Sociedad Política - Estado
72. Sean cuales sean las formas de su vida individual y de su vida social, todo hombre siente ciertas necesidades de carácter más general: necesidad de tranquilidad y de paz en el ejercicio de sus actividades, necesidad de protección contra las agresiones, de justicia en los conflictos, de asistencia en las dificultades que él no pueda vencer, y otras por el estilo.
Estas necesidades las experimentan no sólo los individuos, sino también las sociedades o agrupaciones de toda clase que realizan una parte del bien humano. Por consiguiente hay algún bien que es común a todos; a la satisfacción de esta necesidad colectiva va indisolublemente unida la satisfacción de las necesidades particulares de los individuos y de las agrupaciones.
Para conseguir este bien común los hombres se asocian en colectividades bastante grandes, para que efectivamente lo puedan procurar. La sociedad destinada a satisfacer estas necesidades más generales de los hombres se llama sociedad política. La clase de bien que ella procura se llama bien común general o más exactamente bien público.
73. En la actualidad, el Estado es el órgano principal de la sociedad política, encargado de la conducción general, como gerente del bien común. A la multitud de hombres reunidos en un territorio el Estado añade un elemento unificador, constitutivo de una sociedad jerarquizada, que tiene como fin propio el bien público temporal. El Estado no es una superestructura que simplemente prolongue y corone estructuras del mismo orden. Aporta un elemento nuevo, el principio político, engendrador de una estructura sui generis.
74. El Estado es una sociedad perfecta, por tener en sí mismo todos los medios necesarios para su fin propio, que es el bien común temporal. El individuo no puede adquirir su perfección sino dentro de un cierto grado. El hombre llega a la plenitud de su desarrollo gracias a su inserción en una comunidad general, formada con este fin. Sobre todo en un grado más avanzado de civilización, hay necesidades a las que no podría satisfacer por sus propios medios, ni con la ayuda privada de sus semejantes. Además, es necesario que todas las actividades particulares estén orientadas hacia la obtención del bien humano completo. Aquí comienza lo que compete directamente al Estado.
75. Por encima de los individuos y de las agrupaciones, encargados de procurar intereses particulares, a veces opuestos entre sí, es necesaria una institución jurídica de interés común que examine las razones y dicte el derecho según una norma cierta y fijada de antemano (derecho positivo). León XIII no ignoraba que una sana teoría del Estado era necesaria para asegurar el desarrollo de las actividades humanas: las espirituales y las materiales, entrambas indispensables. Por esto en un pasaje de la Rerum Novarum el Papa presenta la organización de la sociedad estructurada en tres poderes -legislativo, ejecutivo y judicial- lo cual constituía entonces una novedad en las enseñanzas de la Iglesia. Tal ordenamiento refleja una visión realista de la naturaleza social del hombre, la cual exige una legislación adecuada para proteger la libertad de todos. A este respecto es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es éste el principio del “Estado de derecho”, en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres.
76. El bien público pide también que el Estado preste su ayuda en los diversos terrenos en que se despliegan las actividades de los particulares: en el económico, en el cultural, en el alivio de las miserias individuales. Esta ayuda se traducirá en la prestación de diversos géneros de servicios (información, subsidios, intervenciones más amplias).
77. Pertenece también al Estado la tarea de coordinar y de impulsar en general, activándolos y armonizándolos, los esfuerzos de todos para el bien de todos. El bien humano no debe ser considerado por el Estado como algo estático, como si se tratara solamente de conservar los bienes ya adquiridos; hay que concebirle de una manera dinámica, en un progreso constante hacia el ideal de perfección humana. Al Estado pertenece también promover el bien común. Para eso tomará las disposiciones necesarias para fundar instituciones y para desarrollar las actividades ordenadas a procurar el progreso de la sociedad, que está a su cargo. Este impulso de arriba consistirá preferentemente en estimular la iniciativa privada, en animar a los miembros de la sociedad a obrar por sí mismos con todos sus medios personales, más bien que en organizar las cosas directamente por medio de la autoridad.
78. Esta acción del Estado, que fomenta, estimula, ordena, suple y completa, está fundamentada en el principio de la función subsidiaria, formulado por Pío XI en la Encíclica Quadragesimo Anno: “Sigue en pie en la filosofía social un gravísimo principio, inamovible e inmutable: así como no es lícito quitar a los individuos y traspasar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e iniciativa, así tampoco es justo, porque daña y perturba gravemente el recto orden social, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden realizar y ofrecer por sí mismas, y atribuirlo a una comunidad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, en virtud de su propia naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero nunca destruirlos ni absorberlos”.
III. 3. Origen del Poder
79. La necesidad obliga a que haya algunos que manden en toda reunión y comunidad de hombres, para que la sociedad, destituida de principio o cabeza rectora, no desaparezca y se vea privada de alcanzar el fin para el que nació y fue constituida. Muchos de nuestros contemporáneos, siguiendo las huellas de aquellos que en el siglo pasado se dieron a sí mismos el nombre de filósofos, afirman que todo poder viene del pueblo. Por lo cual, los que ejercen el poder no lo ejercen como cosa propia, sino como mandato o delegación del pueblo y de tal manera que tiene rango de ley la afirmación de que la misma voluntad popular que entregó el poder puede revocarlo a su antojo. Muy diferente es en este punto la doctrina católica, que pone en Dios, como en principio natural y necesario, el origen del poder político.
80. Es importante advertir en este punto que los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos, en determinadas circunstancias, por la voluntad y juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa el gobernante, pero no se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer. Pero en lo tocante al origen del poder político, la Iglesia enseña rectamente que el poder viene de Dios.
81. Cristo nuestro Señor respondió al presidente romano [Pilato], que se arrogaba la facultad de absolverlo y condenarlo: No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto (Jn, 19,11). Excelsa y llena de gravedad es la sentencia de San Pablo dirigida a los romanos, sujetos al poder de los emperadores paganos: No hay autoridad sino por Dios [Non est potestas nisi a Deo]. De la cual afirmación, como de causa, deduce la siguiente conclusión: La autoridad es ministro de Dios (Rom. 13,1-4). Los gobernantes, con cuya autoridad es administrada la república, deben obligar a los ciudadanos a la obediencia de tal manera que el no obedecerles constituya un pecado manifiesto. Pero ningún hombre tiene en sí mismo o por sí mismo el derecho de sujetar la voluntad libre de los demás con los vínculos de este imperio. Dios creador y gobernador de todas las cosas, es el único que tiene este poder. Y los que ejercen ese poder deben ejercerlo necesariamente como comunicado por Dios a ellos: Uno sólo es el legislador y el juez, que puede salvar y perder (Sant. 4-12).
III. 4. Soberanía del pueblo
82. Los que pretenden colocar el origen de la sociedad civil en el libre consentimiento de los hombres, poniendo en esta fuente el principio de toda autoridad política, afirman que cada hombre cedió algo de su propio derecho y que voluntariamente se entregó al poder de aquel a quien había correspondido la suma total de aquellos derechos. Pero hay aquí un gran error, que consiste en no ver lo evidente. Los hombres no constituyen una especie solitaria y errante. Los hombres gozan de libre voluntad, pero han nacido para formar una comunidad natural. Además, el pacto que predican, es claramente una ficción inventada y no sirve para dar a la autoridad política la fuerza, la dignidad y la firmeza que requieren la defensa de la república y la utilidad común de los ciudadanos. La autoridad sólo tendrá esta majestad y fundamento universal si se reconoce que proviene de Dios como de fuente augusta y santísima.
83. La sola razón natural demuestra el grave error de estas teorías acerca de la constitución del Estado. La naturaleza enseña que toda autoridad, sea la que sea, proviene de Dios, como de suprema y augusta fuente. La soberanía del pueblo, que, según aquellas, reside por derecho natural en la muchedumbre independizada totalmente de Dios, aunque presenta grandes ventajas para halagar y encender innumerables pasiones, carece de todo fundamento sólido y de eficacia substantiva para garantizar la seguridad pública y mantener el orden en la sociedad.
III. 5. Obediencia a la autoridad
84. El cuarto mandamiento de Dios nos ordena también honrar a todos los que, para nuestro bien, han recibido de Dios una autoridad en la sociedad. Este mandamiento determina los deberes de quienes ejercen la autoridad y de quienes están sometidos a ella. Los que ejercen una autoridad deben ejercerla como un servicio. “El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro esclavo” (Mt. 20,26). El ejercicio de una autoridad está regulado por su origen divino, su naturaleza racional y su objeto específico. Nadie puede ordenar o instituir lo que es contrario a la dignidad de las personas y a la ley natural.
85. Deber de los ciudadanos es contribuir con la autoridad civil al bien de la sociedad en un espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad. El amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad. La sumisión a las autoridades legítimas y el servicio del bien común exigen de los ciudadanos que cumplan con su responsabilidad en la vida de la comunidad política. La sumisión a la autoridad y la corresponsabilidad en el bien común exigen moralmente el pago de los impuestos, el ejercicio del derecho al voto, la defensa del país: “Dad a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor” (Rom. 13,7).
III. 6. Gobierno
86. Corresponde a la autoridad pública determinar y exigir de los miembros las acciones, positivas y negativas, capaces de realizar el fin social, que es el bien público. Este es el cometido del gobierno propiamente dicho. La autoridad organiza también y hace funcionar servicios de interés general útiles al público. Es la tarea propiamente administrativa. Gobernar es, pues, substancialmente la acción por la que una autoridad impone una línea de conducta o algunos preceptos a individuos humanos. Los mandatos gubernamentales se pueden extender a todas las materias que tocan al bien público temporal, tanto en el orden de los fines como en el de los medios.
87. Quien dice autoridad dice poderío. No es la fuerza la que constituye el poder, o la que justifica el que una persona pueda mandar. Pero para poder gobernar de una manera efectiva, e imponer su voluntad, la autoridad debe ir escoltada del poder material. La fuerza es un auxiliar indispensable del poder. La autoridad pública no solamente tiene el derecho, sino aún el deber de velar por la observancia de sus mandatos. Por consiguiente, el gobierno tiene la obligación de armarse de tal manera que no haya en el pueblo ni individuos, si asociaciones, ni partidos que puedan oponerse a su propio poderío. Además de la fuerza física o militar hay otras fuerzas materiales que pueden presionar al Estado: fuerzas económicas, financieras, sindicales...El Estado debe tomar los medios necesarios para imponerse a ellas.
88. Los derechos de mandar, de reprimir y de administrar no son derechos subjetivos de los gobiernos mismos que puedan emplear en provecho propio. El poder público, como toda autoridad o cualquier función, es para servir. El gobierno tampoco tiene derecho a gobernar en beneficio de una clase, de un partido, de una categoría nacional o de una región. Sin embargo, en un momento dado una categoría social puede tener más necesidad que otra de la ayuda del Estado, por razón de su debilidad económica o cultural. La justicia social pide entonces que el Estado cuide de ella de una manera especial. Al contrario, los grupos que no respetasen las reglas esenciales de la vida social, ellos mismos se excluirían de la protección del gobierno.
89. En el ámbito político se debe constatar que la veracidad en las relaciones entre gobernantes y gobernados; la transparencia en la administración pública; la imparcialidad en el servicio de la cosa pública; el respeto de los derechos de los adversarios políticos; la tutela de los derechos de los acusados contra procesos y condenas sumarias; el uso justo y honesto del dinero público; el rechazo de medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener o aumentar a cualquier costo el poder, son principios que tienen su base fundamental -así como su urgencia singular- en el valor trascendente de la persona y en las exigencias morales objetivas de funcionamiento de los Estados.
III. 7. Soberanía del Estado
90. La soberanía del Estado consiste en que el Estado tiene derecho a imponer a los individuos y a las asociaciones, que viven dentro de él, una norma a la que tienen que doblegarse, sin posibilidad de apelación a un tribunal superior. Todo órgano, legítimamente representativo del Estado, es por lo tanto soberano con relación a los órganos, aún supremos, de las demás agrupaciones, públicas o privadas. En toda institución la autoridad es algo intrínseco a ella. Corresponde a su manera de ser. Por eso la soberanía es una característica del Estado inherente a su mismo ser, en cuanto comunidad políticamente organizada. El Estado no tiene un derecho de soberanía del cual él sea el titular; por su misma naturaleza él es soberano.
91. La soberanía se extiende a las cosas que dependen de la competencia del Estado, a saber, al bien público temporal. Fuera de esto, necesario para su fin, el Estado no tiene soberanía ni poder alguno. Soberanía no es por lo tanto sinónimo de omnipotencia. El Estado no puede pasar los límites de lo temporal y de lo público; lo espiritual o religioso en cuanto tal, y lo privado en cuanto tal, están cerrado para él.
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III. 8. Independencia del Estado
92. Los Estados mantienen entre sí relaciones de igualdad. Ninguno de ellos obedece a los otros. Esto es lo que se significa al decir que el Estado es independiente o, como a veces se dice con expresión menos feliz, que goza de soberanía externa. Esta independencia no debe concebirse como algo absoluto, ni puede servir de obstáculos a una colaboración amplia y leal a la empresa común de la sociedad universal.
III. 9. Soberanía ilimitada - Totalitarismo
93. El que considera el Estado como fin al que hay que dirigirlo todo y al que hay que subordinarlo todo, no puede dejar de dañar y de impedir la auténtica y estable prosperidad de las naciones. Esto sucede lo mismo en el supuesto de que esta soberanía ilimitada se atribuya al Estado como mandatario de la nación, del pueblo o de una clase social, que en el supuesto de que el Estado se apropie por sí mismo esa soberanía, como dueño absoluto y totalmente independiente. Porque, si el Estado se atribuye y apropia las iniciativas privadas, estas iniciativas -que se rigen por múltiples normas peculiares y propias- pueden recibir daño, con detrimento del mismo bien público, por quedar arrancadas de su recta ordenación natural, que es la actividad privada responsable.
94. A esto hay que añadir que el totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o Nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás.
III. 10. Resistencia al poder injusto
95. El ciudadano tiene obligación de conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. El rechazo de la obediencia a las autoridades civiles, cuando sus exigencias son contrarias a las de la recta conciencia, tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de la comunidad política. “Dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios” (Mt. 22,21). “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch. 5,29). Cuando la autoridad pública, excediéndose en sus competencias, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rechazar las exigencias objetivas del bien común; pero les es lícito defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de esta autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica.
96. Este respeto al poder constituido no puede exigir ni imponer como cosa obligatoria ni el acatamiento ni mucho menos una obediencia ilimitada o indiscriminada a las leyes promulgadas por ese mismo poder constituido. Que nadie lo olvide: la ley es un precepto ordenado según la razón, elaborado y promulgado para el bien común por aquellos que con este fin han recibo el poder. Porque la diferencia que existe entre la legislación y los poderes políticos y su forma es tan grande, que en un régimen cuya forma sea quizás la más excelente de todas, la legislación puede ser detestable, y, por el contrario, dentro de un régimen cuya forma sea la más imperfecta puede hallarse a veces una legislación excelente.
97. La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales: 2) después de haber agotado todos los otros recursos: 3) sin provocar desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es imposible prever razonablemente soluciones mejores.
III. 11. Formas de Gobierno - Obligación de aceptar el régimen constituido
98. Si la autoridad responde a un orden fijado por Dios, “la determinación del régimen y la designación de los gobernantes han de dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos” (GS, 74). La diversidad de los regímenes políticos es moralmente admisible con tal que promuevan el bien legítimo de la comunidad que los adopta. Los regímenes cuya naturaleza es contraria a la ley natural, al orden público y a los derechos fundamentales de las personas, no pueden realizar el bien común de las naciones en las que se han impuesto.
99. Los medios ilegítimos empleados en la constitución de un Estado determinado, no impiden que éste, una vez constituido y ya viable, pueda justificar su existencia por responder a una necesidad de la naturaleza humana. Pero la vida de un Estado nacido de la violencia amenaza ser muy precaria. Para que el Estado después de nacido se consolide, necesita de la adhesión implícita o explícita del pueblo.
100. En este orden especulativo de ideas, los católicos, como cualquier otro ciudadano, disfrutan de plena libertad para preferir una u otra forma de gobierno, precisamente porque ninguna de ellas se opone por sí misma a las exigencias de la sana razón o a los dogmas de la doctrina católica. Tomando como norma el número de gobernantes se distinguen las siguientes: el gobierno de uno sólo (monarquía), el gobierno de algunos (aristocracia) y el gobierno de muchos, de la multitud (república o democracia).
101. Sin embargo, al encarnarse en los hechos, los principios revisten un carácter de contingencia variable, determinado por el medio concreto en que se verifica su aplicación. Con otras palabras, si cada una de las formas políticas es buena en sí misma y aplicable al gobierno supremo de los pueblos, sin embargo, de hecho sucede que en casi todas las naciones el poder civil presenta una forma política particular. Cada pueblo tiene la suya propia. Esta forma política particular procede de un conjunto de circunstancias históricas o nacionales, pero siempre humanas, que han creado en cada nación una legislación propia tradicional y fundamental. A través de estas circunstancias queda determinada la forma política particular de gobierno, fundamento de la transmisión de los supremos poderes a la posteridad.
102. Juzgamos innecesario advertir que todos y cada uno de los ciudadanos tienen la obligación de aceptar los regímenes constituidos y que no pueden intentar nada para destruirlos o para cambiar su forma. Lo diremos con otras palabras: en toda hipótesis, el poder político, considerado como tal, procede de Dios, y siempre y en todas partes procede exclusivamente de Dios. No hay autoridad sino por Dios. Por consiguiente, cuando de hecho quedan constituidos nuevos regímenes políticos, representantes de este poder inmutable, su aceptación no sólo es lícita, sino incluso obligatoria, con obligación impuesta por la necesidad del bien común, que les da vida y los mantiene.
III. 12. Democracia
103. El Estado democrático, sea monárquico o republicano, debe, como toda otra forma de gobierno, estar investido del poder de mandar con autoridad verdadera y eficaz. Características propias de los ciudadanos en el régimen democrático: 1) manifestar su propio parecer sobre los deberes y los sacrificios que le son impuestos, 2) no estar obligado a obedecer sin haber sido escuchado: he ahí dos derechos del ciudadano que hallan en la democracia, como el mismo nombre lo indica, su expresión natural.
104. Una sana democracia, fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno ni límites, y que hace también del régimen democrático, a pesar de las contrarias pero vanas apariencias, un puro y simple sistema de absolutismo.
105. La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Por esto mismo, no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado. Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la “subjetividad” de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad.
106. En realidad, la democracia no puede mitificarse, convirtiéndola en un sucedáneo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un “ordenamiento” y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter “moral” no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy se percibe un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un positivo “signo de los tiempos”, como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces. Pero el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve.
107. Cuando no se observan estos principios, se resiente el fundamento mismo de la convivencia política y toda la vida social se ve progresivamente comprometida, amenazada y abocada a su disolución. Después de la caída, en muchos países, de las ideologías que condicionaban la política a una concepción totalitaria del mundo -la primera entre ellas el marxismo- existe hoy un riesgo no menos grave debido a la negación de los derechos fundamentales de la persona humana y a la absorción en la política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad. En efecto, “si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (CA, 46).
III. 13. Pueblo y masa
108. El Estado no abarca dentro de sí mismo y no reúne mecánicamente, en un determinado territorio, un conglomerado amorfo de individuos. El Estado es, y debe ser en realidad, la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo. Pueblo y multitud amorfa, o, como suele decirse, “masa”, son dos conceptos diferentes. El pueblo vive y se mueve por su vida propia; la masa es de por sí inerte y sólo puede ser movida desde fuera. El pueblo vive de la plenitud de vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales -en su propio puesto y según su manera propia- es una persona consciente de su propia responsabilidad y de sus propias convicciones. La masa, por el contrario, espera el impulso del exterior, fácil juguete en manos de cualquiera que explote sus instintos o sus impresiones, presta a seguir sucesivamente hoy esta bandera, mañana otra distinta. De la exuberancia de vida propia de un verdadero pueblo se difunde la vida, abundante, rica, por el Estado y por todos los organismos de éste, infundiéndoles, con un vigor renovado sin cesar, la conciencia de su propia responsabilidad, el sentido verdadero del bien común.
III. 14. Participación en la vida cívica
l09. La participación es el compromiso voluntario y generoso de la persona en las tareas sociales. Es necesario que todos participen, cada uno según el lugar que ocupa y el papel que desempeña, en promover el bien común. Este deber es inherente a la dignidad de la persona humana. Los ciudadanos deben cuanto sea posible tomar parta activa en la vida pública.
110. Puede muy bien suceder que en alguna parte, por causas muy graves y muy justas, no convenga en modo alguno intervenir en el gobierno de un Estado ni ocupar en él puestos políticos. Pero en general, como hemos dicho, no querer tomar parte alguna en la vida pública sería tan reprensible como no querer prestar ayuda alguna al bien común. De lo contrario, si se abstienen políticamente, los asuntos públicos caerán en manos de personas cuya manera de pensar puede ofrecer escasas esperanzas de salvación para el Estado.
111. Queda, por tanto, bien claro que los católicos tienen motivos justos para intervenir en la vida política de los pueblos. No acuden ni deben acudir a la vida política para aprobar lo que actualmente puede haber de censurable en las instituciones políticas del Estado, sino para hacer que estas mismas instituciones se pongan, en lo posible, al servicio sincero y verdadero del bien público, procurando infundir en todas las venas del Estado, como savia y sangre vigorosas, la eficaz influencia de la religión católica. Así se procedía en los primeros siglos de la Iglesia. Las costumbres paganas distaban inmensamente de la moral evangélica. Sin embargo, en pleno paganismo, los cristianos, siempre incorruptos y consecuentes consigo mismos, se introducían animosamente dondequiera que podían.
112. Para animar cristianamente el orden temporal -en el sentido señalado de servir a la persona y a la sociedad- los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la “política”. Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública.
113. Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes. Recuerden, por tanto, todos los ciudadanos el derecho y al mismo tiempo el deber que tienen de votar con libertad para promover el bien común. La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan las cargas de este oficio.
114. América necesita laicos cristianos que puedan asumir responsabilidades directivas en la sociedad. Es urgente formar hombres y mujeres capaces de actuar, según su propia vocación, en la vida pública, orientándola al bien común. En el ejercicio de la política, vista en su sentido más noble y auténtico como administración del bien común, ellos pueden encontrar también el camino de la propia santificación.
115. Es necesario evangelizar a los dirigentes, hombres y mujeres, con renovado ardor y nuevos métodos, insistiendo principalmente en la formación de sus conciencias mediante la doctrina social de la Iglesia. Esta formación será el mejor antídoto frente a tantos casos de incoherencia y, a veces, de corrupción que afectan a las estructuras sociopolíticas.
III. 15. Errores de las ideologías y las utopías
116. El cristiano que quiere vivir su fe en una acción política concebida como servicio, no puede adherirse, sin contradecirse a sí mismo, a sistemas ideológicos que se oponen, radicalmente o en puntos substanciales, a su fe y a su concepción del hombre ¿Es necesario subrayar las posibles ambigüedades de toda ideología social? Unas veces reduce la acción política o social a ser simplemente la aplicación de una idea abstracta, puramente teórica; otras, es el pensamiento el que se convierte en puro instrumento al servicio de la acción, como simple medio para una estrategia. En ambos casos, ¿no es el hombre quien corre el riesgo de verse enajenado? La fe cristiana es muy superior a estas ideologías y queda situada a veces en posición totalmente contraria a ella, en la medida en que reconoce a Dios, trascendente y creador, que interpela, a través de todos los niveles de lo creado, al hombre como libertad responsable.
117. Hoy día, por otra parte, se nota mejor la debilidad de las ideologías a través de los sistemas concretos en que tratan de realizarse. Socialismo burocrático, capitalismo tecnocrático, democracia autoritaria, manifiestan la dificultad de resolver el gran problema humano de vivir todos juntos en la justicia y en la igualdad. En efecto, ¿cómo podrían escapar al materialismo, al egoísmo o a las presiones que fatalmente los acompañan? De aquí la contestación que surge un poco por todas partes, signo de profundo malestar, mientras se asiste al renacimiento de lo que se ha convenido en llamar “utopías”, las cuales pretenden resolver el problema político de las sociedades modernas mejor que las ideologías. Sería peligroso no reconocerlo. La apelación a la utopía [lugar que no existe] es con frecuencia un cómodo pretexto para quien desea rehuir las tareas concretas refugiándose en un mundo imaginario. Vivir en un futuro hipotético es una coartada fácil para deponer responsabilidades inmediatas.
118. [Marxismo ] No es lícito, por tanto, favorecer a la ideología marxista, a su materialismo ateo, a su dialéctica de violencia y a la manera como ella entiende la libertad individual dentro de la colectividad, negando al mismo tiempo toda trascendencia al hombre y a su historia personal y colectiva.
119. [Liberalismo] Tampoco apoya el cristiano la ideología liberal, que cree exaltar la libertad individual sustrayéndola a toda limitación, estimulándola con la búsqueda exclusiva del interés y del poder y considerando las solidaridades sociales como consecuencias más o menos automáticas de iniciativas individuales y no ya como fin y motivo primario del valor de la organización social.
120. [Socialismo] Aún cuando el socialismo, como todos los errores, tiene en sí algo de verdadero (cosa que jamás han negado los Sumos Pontífices), se funda sobre una doctrina de la sociedad humana propia suya, opuesta al verdadero cristianismo. Socialismo religioso, socialismo cristiano, implican términos contradictorios: nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista.
121. [Fascismo] Henos, pues, aquí en presencia de todo un conjunto de auténticas afirmaciones y de hechos no menos auténticos, que ponen fuera de toda duda el propósito -ya en tan gran parte realizado- de monopolizar enteramente la juventud, desde la más primera infancia hasta la edad adulta, en favor absoluto y exclusivo de un partido, de un régimen, sobre la base de una ideología que declaradamente se resuelve en una verdadera y propia estatolatría pagana, que contradice no menos los derechos naturales de la familia que los derechos sobrenaturales de la Iglesia.
122. [Nacionalsocialismo] Quien con una confusión panteísta, identifica a Dios con el universo, materializando a Dios en el mundo o deificando al mundo en Dios, no pertenece a los verdaderos creyentes. Si la raza o el pueblo, si el Estado o una forma determinada del mismo, si los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana tienen en el orden natural un puesto esencial y digno de respeto, con todo, quien los arranca de esta escala de valores terrenales elevándolos a suprema norma de todo, aún de los valores religiosos, y, divinizándolos con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios, está lejos de la verdadera fe y de una concepción de la vida conforme a ésta.
III. 16. Nación y Estado
123. La vida nacional es, por sí misma, el conjunto operante de todos aquellos valores de civilización que son propios y característicos de un determinado grupo, de cuya espiritual unidad constituyen como el vínculo. Al mismo tiempo, esa vida enriquece, como contribución propia, la cultura de toda la humanidad. En su esencia, pues, la vida nacional es algo no-político; tan verdadera es esta realidad, que, como demuestran la historia y la experiencia, esa vida puede desarrollarse al lado de otras, dentro de un mismo Estado, como también puede extenderse más allá de los confines políticos de éste.
124. El nacionalismo, fenómeno colectivo, implica una actitud activa que puede tender a diversos fines. Puede animar a una comunidad popular de carácter étnico, lingüístico, regional u otro cualquiera, haciéndola apreciar la comunidad de pensamientos y de sentimientos que reinan en su seno, haciendo prevalecer en ella el primado del bien común sobre los intereses de clase o de partido. En este sentido, el nacionalismo es muy afín al patriotismo. El nacionalismo es vicioso, cuando el culto de la nación va hasta hacer despreciar los valores que residen sea en las demás naciones, sea en la persona humana, sea en comunidades como la familia, la Iglesia (nacionalismo radical).
III. 17. Iglesia y Estado
125. La protección y promoción de los derechos inviolables del hombre es un deber esencial de toda autoridad civil. Debe, pues, la potestad civil tomar eficazmente a su cargo la tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos por medio de leyes justas y otros medios aptos, y facilitar las condiciones propicias que favorezcan la vida religiosa, para que los ciudadanos puedan ejercer efectivamente los derechos de la religión y cumplir sus deberes; y la misma sociedad goce así de los bienes de justicia y de paz que provienen de la fidelidad de los hombres hacia Dios y su voluntad.
126. La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto mejor cultiven ambas entre sí una sana cooperación habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo. Es de justicia que pueda la Iglesia en todo momento y en todas partes predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina social, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando todos y solos aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y de situaciones.
III. 18. Tolerancia -Doctrina del mal menor
127. No ignora la Iglesia la trayectoria que describe la historia espiritual y política de nuestros tiempos. Por esta causa, aún concediendo derechos sola y exclusivamente a la verdad y a la virtud, no se opone la Iglesia, sin embargo, a la tolerancia por parte de los poderes públicos de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia para evitar un mal mayor o para adquirir o conservar un mayor bien. Justo es imitar en el gobierno político al que gobierna el mundo. Más aún, no pudiendo la autoridad humana impedir todos los males, debe “permitir y dejar impunes muchas cosas que son, sin embargo, castigadas justamente por la divina Providencia” (San Agustín, De libero arbitrio I,6,14).
IV - DOCTRINA ECONOMICA
IV. 1. El Séptimo Mandamiento
128. El séptimo mandamiento prohibe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y hacer daño al prójimo en sus bienes de cualquier manera. Prescribe la justicia y la caridad en la gestión de los bienes terrenos y los frutos del trabajo de los hombres. Con miras al bien común exige el respeto del destino universal de los bienes y del derecho de propiedad privada. La vida cristiana se esfuerza por ordenar a Dios y a la caridad fraterna los bienes de este mundo.
IV. 2. Recursos de la naturaleza
129. “Creyentes y no-creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos” (GS, 12).
130. El séptimo mandamiento exige el respeto de la integridad de la creación. Los animales, como las plantas y los seres inanimados, están naturalmente destinados al bien común de la humanidad pasada, presente y futura. El uso de los recursos minerales, vegetales y animales del universo no puede ser separado del respeto a las exigencias morales. El dominio concedido por el Creador al hombre sobre los seres inanimados y los seres vivos no es absoluto; está regulado por el cuidado de la calidad de vida del prójimo comprendidas las generaciones venideras; exige un respeto religioso de la integridad de la creación.
131. Los animales son criaturas de Dios, que los rodea de su solicitud providencial. Por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria. También los hombres les deben aprecio. Recuérdese con qué delicadeza trataban a los animales S. Francisco de Asís o S. Felipe Neri. Dios confió los animales a la administración del que fue creado por él a su imagen y semejanza. Por tanto, es legítimo servirse de los animales para el alimento y la confección de vestidos. Se los puede domesticar para que ayuden al hombre en sus trabajos y en sus ocios. Los experimentos médicos y científicos en animales son prácticas moralmente aceptables, si se mantienen dentro de límites razonables y contribuyen a curar o salvar vidas humanas.
132. Es contrario a la dignidad humana hacer sufrir inútilmente a los animales y gastar sin necesidad sus vidas. Es también indigno invertir en ellos sumas que deberían más bien remediar la miseria de los hombres. Se puede amar a los animales; pero no se puede desviar hacia ellos el afecto debido únicamente a los seres humanos.
133. Además de la destrucción irracional del ambiente natural hay que recordar aquí la más grave aún del ambiente humano, al que, sin embargo, se está lejos de prestar la necesaria atención. Mientras nos preocupamos justamente, aunque mucho menos de lo necesario, de preservar los “habitat” naturales de las diversas especies animales amenazadas de extinción, porque nos damos cuenta de que cada una de ellas aporta su propia contribución al equilibrio general de la tierra, nos esforzamos muy poco por salvaguardar las condiciones morales de una auténtica “ecología humana”.
IV. 3. Destino universal de los bienes
134. Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tenga cuidado de ellos, los domine mediante su trabajo y se beneficie de sus frutos. Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. Sin embargo, la tierra está repartida entre los hombres para dar seguridad a su vida, expuesta a la penuria y amenazada por la violencia. La apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que están a su cargo. Debe hacer posible que se viva una solidaridad natural entre los hombres.
135. El derecho a la propiedad privada, adquirida o recibida de modo justo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes continúa siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio.
IV. 4. Recto uso de los bienes
136. “El hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente, no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que han de aprovechar no sólo a él, sino también a los demás” (GS, 69,1). La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus próximos.
137. Los bienes de producción -materiales o inmateriales- como tierras o fábricas, profesiones o artes, requieren los cuidados de sus poseedores para que su fecundidad aproveche al mayor número de personas. Los poseedores de bienes de uso y consumo deben usarlos con templanza reservando la mejor parte al huésped, al enfermo, al pobre.
138. En materia económica el respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para moderar el apego a los bienes de este mundo; de la justicia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de la solidaridad, siguiendo la regla de oro y según la liberalidad del Señor, que “siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2 Co. 8,9).
139. El séptimo mandamiento prohibe el robo, es decir, la usurpación del bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño. No hay robo si el consentimiento puede ser presumido o si el rechazo es contrario a la razón y al destino universal de los bienes. Es el caso de la necesidad urgente y evidente en que el único medio de remediar las necesidades inmediatas y esenciales (alimento, vivienda, vestido...) es disponer y usar de los bienes ajenos.
140. Toda forma de tomar o retener injustamente el bien ajeno, aunque no contradiga las disposiciones de la ley civil, es contraria al séptimo mandamiento. Así, retener deliberadamente bienes prestados u objetos perdidos, defraudar en el ejercicio del comercio, pagar salarios injustos, elevar los precios especulando con la ignorancia o la necesidad ajenas. Son también moralmente ilícitos, la especulación mediante la cual se pretende hacer variar artificialmente la valoración de los bienes con el fin de obtener un beneficio en detrimento ajeno; la corrupción mediante la cual se vicia el juicio de los que deben tomar decisiones conforme a derecho; la apropiación y el uso privados de los bienes sociales de una empresa; los trabajos mal hechos, el fraude fiscal, la falsificación de cheques y facturas, los gastos excesivos, el despilfarro. Infligir voluntariamente un daño a las propiedades privadas o públicas es contrario a la ley moral y exige reparación.
141. Las promesas deben ser cumplidas, y los contratos rigurosamente observados en la medida en que el compromiso adquirido es moralmente justo. Una parte notable de la vida económica y social depende del valor de los contratos entre personas físicas o morales. Así, los contratos comerciales de venta o compra, los contratos de alquiler o de trabajo. Todo contrato debe ser hecho y ejecutado de buena fe. Los contratos están sometidos a la justicia conmutativa, que regula los intercambios entre las personas y entre las instituciones, en el respeto exacto de sus derechos. La justicia conmutativa obliga estrictamente; exige la salvaguarda de los derechos de propiedad, el pago de las deudas y la prestación de obligaciones libremente contraídas. Sin justicia conmutativa no es posible ninguna otra forma de justicia. La justicia conmutativa se distingue de la justicia legal, que se refiere a lo que el ciudadano debe equitativamente a la comunidad, y de la justicia distributiva que regula lo que la comunidad debe a los ciudadanos en proporción a sus contribuciones y a sus necesidades.
142. En virtud de la justicia conmutativa, la reparación de la injusticia cometida exige la restitución del bien robado a su propietario: Jesús bendijo a Zaqueo por su resolución: “si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo” (Lc. l9, 8). Los que, de manera directa o indirecta, se han apoderado de un bien ajeno, están obligados a restituirlo o a devolver el equivalente en naturaleza o en especie si la cosa ha desaparecido, así como los frutos y beneficios que su propietario hubiera obtenido legítimamente. Están igualmente obligados a restituir, en proporción a su responsabilidad y al beneficio obtenido, todos los que han participado de alguna manera en el robo, o se han aprovechado de él a sabiendas; por ejemplo, quienes lo hayan ordenado o ayudado o encubierto.
143. El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas que, por una u otra razón, egoista o ideológica, mercantil o totalitaria, conduce a esclavizar seres humanos, a menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos por la violencia a un objetivo de consumo o a una fuente de beneficio. San Pablo ordenaba a un amo cristiano que tratase a su esclavo cristiano “no como esclavo, sino...como un hermano...en el Señor” (Flm. 16).
144. Una teoría que hace del lucro la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica es moralmente inaceptable. El apetito desordenado de dinero no deja de producir efectos perniciosos. Es una de las causas de lo numerosos conflictos que perturban el orden social. Un sistema que sacrifica los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción es contrario a la dignidad del hombre. Toda práctica que reduce a las personas a no ser más que medios de lucro esclaviza al hombre, conduce a la idolatría del dinero y contribuye a difundir el ateísmo. “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt. 6,24; Lc. 16,13).
IV. 5. Propiedad privada
145. La propiedad, como las demás formas de dominio privado sobre los bienes exteriores, contribuye a la expresión de la persona y le ofrece ocasión de ejercer su función responsable en la sociedad y en la economía. La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes externos aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar y deben ser considerados como ampliación de la libertad humana. Por último, al estimular el ejercicio de la tarea y de la responsabilidad, constituyen una de las condiciones de la libertades civiles. Por lo demás, el derecho a poseer una parte de bienes suficientes para sí mismo y para sus familias es un derecho que a todos corresponde.
146. Las formas de este dominio o propiedad son hoy diversas y se diversifican cada día más. Todas ellas, sin embargo, continúan siendo elemento de seguridad no despreciable aún contando con los fondos sociales, derechos y servicios procurados por la sociedad. Esto debe afirmarse no sólo de las propiedades materiales, sino también de los bienes inmateriales, como es la capacidad profesional.
147. Al defender la Iglesia el principio de la propiedad privada, persigue un alto fin ético-social. No pretende sostener pura y simplemente el actual estado de cosas, como si viera en él la expresión de la voluntad divina; ni proteger por principio al rico y al plutócrata contra el pobre e indigente. Todo lo contrario; la Iglesia mira sobre todo a lograr que la institución de la propiedad privada sea lo que debe ser, de acuerdo a los designios de la divina Sabiduría y con lo dispuesto por la naturaleza.
148. Por otra parte, en vano se reconocería al ciudadano el derecho de actuar con libertad en el campo económico si no le fuese dada al mismo tiempo la facultad de elegir y emplear libremente las cosas indispensables para el ejercicio de dicho derecho. Además, la historia y la experiencia demuestran que en los regímenes políticos que no reconocen a los particulares la propiedad, incluida la de los bienes de producción, se viola o suprime totalmente el ejercicio de la libertad humana en las cosas más fundamentales, lo cual demuestra con evidencia que el ejercicio de la libertad tiene su garantía y al mismo tiempo su estímulo en el derecho de propiedad.
149. Resulta, por tanto, extraña la negación que algunos hacen del carácter natural del derecho de propiedad, que halla en la fecundidad del trabajo la fuente perpetua de su eficacia; constituye, además, un medio eficiente para garantizar la dignidad de la persona humana y el ejercicio libre de la propia misión en todos los campos de la actividad económica; y es, finalmente, un elemento de tranquilidad y de consolidación para la vida familiar, con el consiguiente aumento de paz y prosperidad en el Estado.
150. Y, para poner límites precisos a las controversias que han comenzado a suscitarse en torno a la propiedad y a los deberes a ella inherentes, hay que establecer previamente como fundamento lo que ya sentó León XIII, esto es, que el derecho de propiedad se distingue de su ejercicio. La justicia llamada conmutativa manda, es verdad, respetar santamente la división de la propiedad y no invadir el derecho ajeno excediendo los límites del propio dominio; pero que los dueños no hagan uso de lo propio si no es honestamente, esto no atañe ya a dicha justicia, sino a otras virtudes, el cumplimiento de las cuales no hay derecho de exigirlo por la ley. Afirman sin razón, por consiguiente, algunos que tanto vale propiedad como uso honesto de la misma, distando todavía mucho más de ser verdadero que el derecho de propiedad perezca o se pierda por el abuso o por el simple no uso.
151. Tanto la tradición universal cuanto la doctrina de nuestro predecesor León XIII atestiguan claramente que son títulos de dominio no sólo la ocupación de una cosa de nadie, sino también el trabajo o, como suele decirse, la especificación. A nadie se hace injuria, en efecto, cuando se ocupa una cosa que está al paso y no tiene dueño; y el trabajo que el hombre pone de su parte, y en virtud del cual la cosa recibe una nueva forma o aumenta, es lo único que adjudica esos frutos al que los trabaja.
IV. 6. Función social de la propiedad
152. Pero nuestros predecesores han enseñado también de modo constante el principio de que al derecho de propiedad le es intrínsecamente inherente una función social. En realidad, dentro del plan de Dios Creador, todos los bienes de la tierra están destinados, en primer lugar, al decoroso sustento de todos los hombres, como sabiamente enseña nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII en la encíclica Rerum Novarum: “Los que han recibido de Dios mayor abundancia de bienes, ya sean corporales o externos, ya internos y espirituales, los han recibido para que con ellos atiendan a su propia perfección y, al mismo tiempo, como ministros de la divina Providencia, al provecho de los demás. Por lo tanto, el que tenga talento, cuide de no callar; el que abunde en bienes, cuide no ser demasiado duro en el ejercicio de la misericordia; quien posee un oficio de qué vivir, afánese por compartir su uso y utilidad con el prójimo” (RN, l6).
153. Aunque, en nuestro tiempo, tanto el Estado como las instituciones públicas han extendido y siguen extendiendo el campo de su intervención, no se debe concluir en modo alguno que ha desaparecido, como algunos erróneamente opinan, la función social de la propiedad privada, ya que esta función toma su fuerza del propio derecho de propiedad. Añádase a esto el hecho complementario de que hay siempre una amplia gama de situaciones angustiosas, de necesidades ocultas y al mismo tiempo graves, a las cuales no llegan las múltiples formas de acción del Estado, y para cuyo remedio se halla ésta totalmente incapacitada; por lo cual, siempre quedará abierto un vasto campo para el ejercicio de la misericordia y de la caridad cristiana por parte de los particulares. Por último, es evidente que para el fomento y estímulo de los valores del espíritu resulta más fecunda la iniciativa de los particulares o de los grupos privados que la acción de los poderes públicos.
154. Es ésta ocasión oportuna para recordar, finalmente, cómo la autoridad del sagrado Evangelio sanciona, sin duda, el derecho de propiedad privada de los bienes; pero, al mismo tiempo, presenta, con frecuencia, a Jesucristo ordenando a los ricos que cambien en bienes espirituales los bienes materiales que poseen, y los den a los necesitados: No alleguéis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín los corroen y donde los ladrones horadan y roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corroen y donde los ladrones no haradan ni roban (Mt. 6,19,20). Y el divino Maestro declara que considera como hecha o negada a sí mismo la caridad hecha o negada a los necesitados: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt. 25,40).
155. Es decir, que la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad cuando a los demás les falta lo necesario. En una palabra: el derecho de propiedad no debe jamás ejercitarse con detrimento de la utilidad común, según la doctrina tradicional de los Padres de la Iglesia y de los grandes teólogos. Si se llegase al conflicto entre los derechos privados adquiridos y las exigencias comunitarias primordiales, toca a los poderes públicos procurar una solución, con la activa participación de las personas y de los grupos sociales. La afectación de bienes a la propiedad pública sólo puede ser hecha por la autoridad competente de acuerdo con las exigencias del bien común y dentro de los límites de éste último, supuesta la compensación adecuada. A la autoridad pública toca, además, impedir que se abuse de la propiedad privada en contra del bien común.
156. Lo que hasta aquí hemos expuesto no excluye, como es obvio, que también el Estado y las demás instituciones públicas posean legítimamente bienes de producción, de modo especial cuando éstos llevan consigo tal poder económico, que no es posible dejarlo en manos de personas privadas sin peligro del bien común. Sin embargo, también en esta materia ha de observarse íntegramente el principio de la función subsidiaria, ya antes mencionado, según el cual la ampliación de la propiedad del Estado y de las demás instituciones públicas sólo es lícita cuando la exige una manifiesta y objetiva necesidad del bien común, y se excluye el peligro de que la propiedad privada se reduzca en exceso, o, lo que sería aún peor, se la suprima completamente.
IV. 7. La difusión de la propiedad
157. No basta, sin embargo, afirmar que el hombre tiene un derecho natural a la propiedad privada de los bienes, incluidos los de producción, si, al mismo tiempo, no se procura, con toda energía, que se extienda a todas las clases sociales el ejercicio de este derecho.
158. Como acertadamente afirma nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII, por una parte, la dignidad de la persona humana exige necesariamente, como fundamento natural para vivir, el derecho al uso de los bienes de la tierra, al cual corresponde la obligación fundamental de otorgar una propiedad privada, en cuanto sea posible, a todos, y, por otra parte, la nobleza intrínseca del trabajo exige, además de otras cosas, la conservación y el perfeccionamiento de un orden social que haga posible una propiedad segura, aunque sea modesta, a todas las clases del pueblo.
159. Hoy, más que nunca, hay que defender la necesidad de difundir la propiedad privada, porque, en nuestros tiempos, como ya hemos recordado, los sistemas económicos de un creciente número de países están experimentando un rápido desarrollo económico. Por lo cual, con el uso prudente de los recursos técnicos que la experiencia aconseje, no resultará difícil realizar una política económica y social que facilite y amplíe lo más posible el acceso a la propiedad privada de los siguientes bienes: bienes de consumo duradero; vivienda; pequeña propiedad agraria; utillaje necesario para la empresa artesana y para la empresa agrícola familiar; acciones de empresas grandes o medianas; todo lo cual se está ya practicando con pleno éxito en algunas naciones económicamente desarrolladas y socialmente avanzadas.
IV. 8. El trabajo
160. La Iglesia halla ya en las primeras páginas del libro del Génesis la fuente de su convicción según la cual el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra. El trabajo entendido como una actividad “transitiva”, es decir, de tal naturaleza que, empezando en el sujeto humano, está dirigida hacia un objeto externo, supone un dominio específico del hombre sobre la “tierra” y a la vez confirma y desarrolla este dominio. Está claro que con el término “tierra”, del que habla el texto bíblico, se debe entender ante todo la parte del universo visible en el que habita el hombre; por extensión sin embargo, se puede entender todo el mundo visible, dado que se encuentra en el radio de influencia del hombre y de su búsqueda por satisfacer las propias necesidades. La expresión “someted la tierra” tiene un amplio alcance. Indica todos los recursos que la tierra (e indirectamente el mundo visible) encierra en sí y que, mediante la actividad consciente del hombre, pueden ser descubiertos y oportunamente usados. De esta manera, aquellas palabras, puestas al principio de la Biblia, no dejan de ser actuales.
161. Ese dominio se refiere en cierto sentido a la dimensión subjetiva más que a la objetiva: esta dimensión condiciona la misma esencia ética del trabajo. En efecto no hay duda de que el trabajo humano tiene un valor ético, el cual está vinculado completa y directamente al hecho de que quien lo lleva a cabo es una persona, un sujeto consciente y libre, es decir, un sujeto que decide de sí mismo. En esta concepción desaparece casi el fundamento mismo de la antigua división de los hombres en clases sociales, según el tipo de trabajo que realizasen. En la época moderna, desde el comienzo de la era industrial, la verdad cristiana sobre el trabajo debía contraponerse a las diversas corrientes del pensamiento materialista y “economicista”. Para algunos fautores de tales ideas, el trabajo se entendía y se trataba como una especie de “mercancía”, que el trabajador -especialmente el obrero de la industria- vende al empresario, que es a la vez poseedor del capital, o sea del conjunto de los instrumentos de trabajo y de los medios que hacen posible la producción.
162. Ante esta realidad actual...se debe ante todo recordar un principio enseñado siempre por la Iglesia. Es el principio de la prioridad del “trabajo” frente al “capital”. Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el “capital”, siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental. Ante todo, a la luz de esta verdad, se ve claramente que no se puede separar el “capital” del trabajo, y de ningún modo se puede contraponer el trabajo al capital ni el capital al trabajo...La ruptura de esta imagen coherente, en la que se salvaguarda entrechamente el principio de la primacía de la persona sobre las cosas, ha tenido lugar en la mente humana, alguna vez, después de un largo período de incubación en la vida práctica. La antinomia entre trabajo y capital no tiene su origen en la estructura del mismo proceso de producción, y ni siquiera en la del proceso económico en general.
163. Echando una mirada sobre la familia humana entera, esparcida sobre la tierra, no se puede menos de quedar impresionados ante un hecho desconcertante de grandes proporciones, es decir, el hecho de que, mientras por una parte siguen sin utilizarse conspicuos recursos de la naturaleza, existen por otra grupos enteros de desocupados o subocupados y un sinfín de multitudes hambrientas: un hecho que atestigua sin duda el que, dentro de las comunidades políticas como en las relaciones existentes entre ellas a nivel continental y mundial -en lo concerniente a la organización del trabajo y del empleo- hay algo que no funciona y concretamente en los puntos más críticos y de mayor relieve social.
IV. 9. Remuneración del trabajo
164. En esta materia, juzgamos deber nuestro advertir una vez más que, así como no es lícito abandonar completamente la determinación del salario a la libre competencia del mercado, así tampoco es lícito que su fijación quede al arbitrio de los poderosos, sino que en esta materia deben guardarse a toda costa las normas de la justicia y de la equidad. Esto exige que los trabajadores cobren un salario cuyo importe les permita mantener un nivel de vida verdaderamente humano y hacer frente con dignidad a sus obligaciones familiares. Pero es necesario, además, que, al determinar la remuneración justa del trabajo, se tengan en cuenta los siguientes puntos: primero, la efectiva aportación de cada trabajador a la producción económica; segundo, la situación financiera de la empresa en que se trabaja; tercero, las exigencias del bien común de la respectiva comunidad política, principalmente en orden a obtener el máximo empleo de la mano de obra en toda la nación; y, por último, las exigencias del bien común universal, o sea de las comunidades internacionales, diferentes entre sí en cuanto a su extensión y a los recursos naturales de que disponen.
165. Es evidente que los criterios expuestos tienen un valor permanente y universal; pero su grado de aplicación a las situaciones concretas no puede determinarse si no se atiende como es debido a la riqueza disponible; riqueza que, en cantidad y calidad, puede variar, y de hecho varía, de nación a nación y, dentro de una misma nación, de un tiempo a otro.
IV. 10. Actividad sindical
166. La defensa de los intereses existenciales de los trabajadores en todos los sectores, en que entran en juego sus derechos, constituye el cometido de los sindicatos. La experiencia histórica enseña que las organizaciones de este tipo son un elemento indispensable de la vida social, especialmente en las sociedades modernas industrializadas. Actuando en favor de los justos derechos de sus miembros, los sindicatos se sirven también del método de la “huelga”, es decir, del bloqueo del trabajo, como de una especie de ultimatum dirigido a los órganos competentes y sobre todo a los empresarios. Este es un método reconocido por la doctrina social católica como legítimo en las debidas condiciones y en los justos límites.
IV. 11. Relaciones Capital - Trabajo
167. Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo. Ambas se necesitan en absoluto: ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. El acuerdo engendra la belleza y el orden de las cosas; por el contrario, de la persistencia de la lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión juntamente con un bárbaro salvajismo.
168. Y, en primer lugar, quienes sostienen que el contrato de arriendo y alquiler de trabajo es de por sí injusto y que, por tanto, debe ser sustituido por el contrato de sociedad, afirman indudablemente una inexactitud y calumnian gravemente a nuestro predecesor, cuya encíclica no sólo admite el “salariado”, sino que incluso se detiene largamente a explicarlo según las normas de la justicia que han de regirlo.
169. De todos modos, estimamos que estaría más conforme con las actuales condiciones de la convivencia humana que, en la medida de lo posible, el contrato de trabajo se suavizara algo mediante el contrato de sociedad, como ha comenzado a efectuarse ya de diferentes maneras, con no poco provecho de patronos y obreros. De este modo, los obreros y empleados se hacen socios en el dominio y en la administración o participan, en cierta medida, de los beneficios percibidos.
170. Dado que en nuestra época las economías nacionales evolucionan rápidamente y con ritmo aún más acentuado después de la segunda guerra mundial, consideramos oportuno llamar la atención de todos sobre un precepto gravísimo de la justicia social, a saber, que el desarrollo económico y el progreso social deben ir juntos y acomodarse mutuamente, de forma que todas las categorías sociales tengan participación adecuada en el aumento de la riqueza de la nación.
171. En tales casos conviene recordar el principio propuesto por nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XI en la encíclica Quadragesimo Anno: Es completamente falso atribuir sólo al capital, o sólo al trabajo, lo que es resultado conjunto de la eficaz cooperación de ambos; y es totalmente injusto que el capital o el trabajo, negando todo derecho a la otra parte, se apropie la totalidad del beneficio económico.
IV. 12. Actividad económica
172. El desarrollo de las actividades económicas y el crecimiento de la producción están destinados a remediar las necesidades de los seres humanos. La vida económica no tiende solamente a multiplicar los bienes producidos y a aumentar el lucro o el poder; está ante todo ordenada al servicio de las personas, del hombre entero y de toda la comunidad humana. La actividad económica dirigida según sus propios métodos, debe moverse dentro de los límites del orden moral, según la justicia social, a fin de responder al plan de Dios sobre el hombre.
173. Cada uno tiene el derecho de iniciativa económica, y podrá usar legítimamente de sus talentos para contribuir a una abundancia provechosa para todos, y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos. Deberá ajustarse a las reglamentaciones dictadas por las autoridades legítimas con miras al bien común.
174. La vida económica se ve afectada por intereses diversos, con frecuencia opuestos entre sí. Así se explica el surgimiento de conflictos que la caracterizan. Será preciso esforzarse para reducir estos últimos mediante la negociación, que respete los derechos y los deberes de cada parte: los responsables de las empresas, los representantes de los trabajadores, por ejemplo, organizaciones sindicales y, en caso necesario, los poderes públicos.
175. Los responsables de las empresas ostentan ante la sociedad la responsabilidad económica y ecológica de sus operaciones. Están obligados a considerar el bien de las personas y no solamente el aumento de las ganancias. Sin embargo, estas son necesarias; permiten realizar las inversiones que aseguran el porvenir de las empresas, y garantizan los puestos de trabajo.
176. El acceso al trabajo y a la profesión debe estar abierto a todos sin discriminación injusta, hombres y mujeres, sanos y disminuidos, autóctonos e inmigrados. En función de las circunstancias, la sociedad debe por su parte ayudar a los ciudadanos a procurarse un trabajo y un empleo.
IV. 13. Sistemas económicos
177. La Rerum Novarum critica los dos sistemas sociales y económicos: el socialismo y el liberalismo. Queda demostrado [en el siglo XX] cuán inaceptable es la afirmación de que la derrota del socialismo deje al capitalismo como único modelo de organización económica. El desarrollo debe permanecer bajo el control del hombre. No debe quedar a manos de unos pocos o de grupos económicamente poderosos en exceso, ni tampoco en manos de una sola comunidad política o de ciertas naciones más poderosas. No se puede confiar el desarrollo ni al sólo proceso casi mecánico de la acción económica de los individuos ni a la sola decisión de la autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una falsa libertad, como las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción.
178. Da la impresión de que, tanto a nivel de Naciones, como de relaciones internacionales, el libre mercado sea el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades. Pero existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado. Es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombre oprimidos por ellas.
179. La Iglesia no tiene modelos para proponer. Los modelos reales y verdaderamente eficaces pueden nacer solamente de las diversas situaciones históricas, gracias al esfuerzo de todos los responsables que afrontan los problemas concretos en todos sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales que se relacionan entre sí. Para este objetivo la Iglesia ofrece, como orientación ideal e indispensable, la propia doctrina social, la cual -como queda dicho- reconoce la positividad del mercado y de la empresa, pero al mismo tiempo indica que éstos han de estar orientados al bien común.
IV. 14. Capitalismo
180. Si por “capitalismo” se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de “economía de empresa”, “economía de mercado”, o simplemente de “economía libre”.
181. Pero si por “capitalismo” se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa.
IV. 15. El rol del Estado en la economía
182. Existe ciertamente una legítima esfera de autonomía de la actividad económica, donde no debe intervenir el Estado. A éste, sin embargo, le corresponde determinar el marco jurídico dentro del cual se desarrollan las relaciones económicas y salvaguardar así las condiciones fundamentales de una economía libre, que presupone una cierta igualdad entre las partes, no sea que una de ellas supere totalmente en poder a la otra que la pueda reducir prácticamente a esclavitud.
183. Para conseguir estos fines el Estado debe participar directamente o indirectamente. Indirectamente y según el principio de subdiariedad, creando las condiciones favorables al libre ejercicio de la actividad económica, encauzada hacia una oferta abundante de oportunidades de trabajo y de fuentes de riqueza. Directamente y según el principio de solidaridad, poniendo, en defensa de los más débiles, algunos límites a la autonomía de las partes que deciden las condiciones de trabajo, y asegurando en todo caso un mínimo vital al trabajador en paro.
184. El Estado tiene, además, el derecho a intervenir, cuando situaciones particulares de monopolio creen rémoras u obstáculos al desarrollo. Pero, aparte de estas incumbencias de armonización y dirección del desarrollo, el Estado puede ejercer funciones de suplencia en situaciones excepcionales, cuando sectores sociales o sistemas de empresas, demasiado débiles o en vías de formación, sean inadecuados para su cometido. Tales intervenciones de suplencia, justificadas por razones urgentes que atañen al bien común, en la medida de lo posible deben ser limitadas temporalmente, para no privar de sus competencias a dichos sectores sociales y sistemas de empresas y para no ampliar excesivamente el ámbito de intervención estatal de manera perjudicial para la libertad tanto económica como civil.
185. La sola iniciativa individual y el simple juego de la competencia no serían suficientes para asegurar el éxito del desarrollo. Los programas son necesarios para “animar, estimular, coordinar, suplir e integrar” la acción de los individuos y de los cuerpos intermedios. Toca a los poderes públicos escoger y ver el modo de imponer los objetivos que hay que proponerse, las metas que hay que fijar, los medios para llegar a ellas, estimulando al mismo tiempo todas las fuerzas agrupadas en esta acción común. Pero han de tener cuidada de asociar a esta empresa las iniciativas privadas y los cuerpos intermedios. Evitarán así el riesgo de una colectivización integral o de una planificación arbitraria que, al negar la libertad, excluirá el ejercicio de los derechos fundamentales de la persona humana.
IV. 16. Consumismo
186. No es malo el deseo de vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida que se presume como mejor, cuando está orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no para ser más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como fin en sí mismo. Al descubrir nuevas necesidades y nuevas modalidades para su satisfacción, es necesario dejarse guiar por una imagen integral del hombre, que respete todas las dimensiones de su ser y que subordine las materiales e instintivas a las interiores y espirituales.
IV. 17. Genuino desarrollo humano
187. Así, pues, el tener más, lo mismo para los pueblos que para las personas, no es el fin último. Todo crecimiento es ambivalente. Necesario para permitir que el hombre sea más hombre, lo encierra como en una prisión desde el momento en que se convierte en el bien supremo, que impide mirar más allá. En pocas palabras, el subdesarrollo de nuestros días no es sólo económico, sino también cultural, político y simplemente humano, como ya indicaba hace veinte años la Encíclica Populorum Progressio. Por consiguiente, es menester preguntarse si la triste realidad de hoy no sea, al menos en parte, el resultado de una concepción demasiado limitada, es decir, prevalentemente económica del desarrollo.
188. Pero al mismo tiempo ha entrado en crisis la misma concepción “económica” o “economicista” vinculada a la palabra desarrollo. En efecto, hoy se comprende mejor que la mera acumulación de bienes y servicios, incluso en favor de una mayoría, no basta para proporcionar la felicidad humana. Ni, por consiguiente, la disponibilidad de múltiples beneficios reales, aportados en los tiempos recientes por la ciencia y la técnica, incluida la informática, traen consigo la liberación de cualquier clase de esclavitud. Al contrario, la experiencia de los últimos años demuestra que si toda esta considerable masa de recursos y potencialidades, puesta a disposición del hombre, no es regida por un objetivo moral y por una orientación que vaya dirigida al verdadero bien del género humano, se vuelve fácilmente contra él para oprimirlo.
IV. 18. El amor de los pobres
189. San Juan Crisóstomo lo recuerda vigorosamente: “No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que tenemos no son nuestros bienes, sino los suyos” (Laz. 1,6). “Satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia” (AA, 8). “Cuando damos a lo pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia” (S. Gregorio Magno, past. 3,21).
190. Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporal consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos. Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios. “El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo” (Lc. 3,11). “Dad más bien en limosna lo que teneís, y así todas las cosas serán puras para vosotros” (Lc. 11,41). “Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: id en paz, calentaos o hartaos, pero no les dáis lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?” (St. 2,15-16).
V - RELACIONES INTERNACIONALES
V. 1. La familia humana
191. Según la Revelación bíblica, Dios ha creado al ser humano -hombre y mujer- a su imagen y semejanza. Este vínculo del hombre con su Creador funda su dignidad y sus derechos humanos inalienables, con Dios mismo como garante. A esos derechos personales corresponden evidentemente deberes hacia los demás hombres. La Revelación insiste, en efecto, igualmente en la unidad de la familia humana: todos los hombres creados tienen en Dios un mismo origen. Cualquiera sea, en el curso de la historia, su dispersión geográfica o la acentuación de sus diferencias, están siempre destinados a formar una sola familia, según el plan de Dios establecido “al principio”...San Pablo declarará a los atenienses: “Dios creó, de un sólo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra”, de manera que todos puedan decir con el poeta que son del “linaje” mismo de Dios (cf. Hech. 17,26,28,29).
V. 2. El bien común universal
192. Las interdependencias humanas se intensifican. Se extienden poco a poco a toda la tierra. La unidad de la familia humana que agrupa a seres que poseen una misma dignidad natural, implica un bien común universal. Este requiere una organización de la comunidad de naciones capaz de “proveer a las diferentes necesidades de los hombres, tanto en los campos de la vida social, a los que pertenecen la alimentación, la salud, la educación...como en no pocas situaciones particulares que pueden surgir en algunas partes, como son...socorrer en sus sufrimientos a los refugiados, dispersos por todo el mundo o de ayudar a los emigrantes y a sus familias” (GS, 84).
193. En tales circunstancias es evidente que ningún país puede, separado de los otros, atender como es debido a su provecho y alcanzar de manera completa su perfeccionamiento. Porque la prosperidad o el progreso de cada país son en parte efecto y en parte causa de la prosperidad y del progreso de los demás pueblos.
V. 3. Necesidad de una autoridad pública internacional
194. Y como hoy el bien común de todos los pueblos plantea problemas que afectan a todas las naciones, y como semejantes problemas solamente puede afrontarlos una autoridad pública cuyo poder, estructura y medios sean suficientemente amplios y cuyo radio de acción tenga un alcance mundial, resulta, en consecuencia, que, por imposición del mismo orden moral, es preciso constituir una autoridad pública general.
195. Esta autoridad general, cuyo poder debe alcanzar vigencia en el mundo entero y poseer medios idóneos para conducir al bien común universal, ha de establecerse con el consentimiento de todas las naciones y no imponerse por la fuerza. La razón de esta necesidad reside en que, debiendo tal autoridad desempeñar eficazmente su función, es menester que sea imparcial para todos, ajena por completo a los partidismos y dirigida al bien común de todos los pueblos. Porque si las grandes potencias impusieran por la fuerza esta autoridad mundial, con razón sería de temer que sirviese al provecho de unas cuantas o estuviese del lado de una nación determinada, y por ello el valor y la eficacia de su actividad quedarían comprometidos.
196. Esto significa que la misión propia de esta autoridad mundial es examinar y resolver los problemas relacionados con el bien común universal en el orden económico, social, político o cultural, ya que estos problemas, por su extrema gravedad, amplitud extraordinaria y urgencia inmediata, presentan dificultades superiores a las que pueden resolver satisfactoriamente los gobernantes de cada nación. Es decir, no corresponde a esta autoridad mundial limitar la esfera de acción o invadir la competencia propia de la autoridad pública de cada Estado.
197. Las instituciones internacionales, mundiales o regionales ya existentes son beneméritas del género humano. Son los primeros conatos de echar los cimientos internacionales de toda la comunidad humana para solucionar los gravísimos problemas de hoy, señaladamente para promover el progreso en todas partes y evitar la guerra en cualquiera de sus formas. Deseamos, pues, vehementemente que la Organización de las Naciones Unidas pueda ir acomodando cada vez mejor sus estructuras y medios a la amplitud y nobleza de sus objetivos.
V. 4. Libre comercio
198. La enseñanza de León XIII en la Rerum Novarum conserva su validez: el consentimiento de las partes, si están en situaciones demasiado desiguales, no basta para garantizar la justicia del contrato; y la regla del libre consentimiento queda subordinada a las exigencias del derecho natural. Lo que era verdadero acerca del justo salario individual, lo es también respecto a los contratos internacionales: una economía de intercambio no puede seguir descansando sobre la sola ley de la libre concurrencia, que engendra también demasiado a menudo una dictadura económica. El libre intercambio sólo es equitativo si está sometido a las exigencias de la justicia social.
199. Ciertamente la complejidad de los problemas planteados es grande en el conflicto actual de las interdependencias. Se ha de tener, por tanto, la fortaleza de ánimo necesaria para revisar las relaciones actuales entre las naciones, ya se trate de la distribución internacional de la producción, de la estructura del comercio, del control de los beneficios, de la ordenación del sistema monetario -sin olvidar las acciones de solidaridad humanitaria- y así se logre que los modelos de crecimiento de las naciones ricas sean críticamente analizados, se transformen las mentalidades para abrirlas a la prioridad del derecho internacional y, finalmente, se renueven los organismos internacionales para lograr una mayor eficacia.
V. 5. Globalización
200. El complejo fenómeno de la globalización...es una de las características del mundo actual, perceptible especialmente en América. Dentro de esta realidad polifacética, tiene gran importancia el aspecto económico. Con su doctrina social, la Iglesia ofrece una valiosa contribución a la problemática que presenta la actual economía globalizada. Su visión moral en esta materia se apoya en las tres piedras angulares fundamentales de la dignidad humana, la solidaridad y la subsidiariedad. La economía globalizada debe ser analizada a la luz de los principios de la justicia social, respetando la opción preferencial por los pobres, que han de ser capacitados para protegerse en una economía globalizada, y ante las exigencias del bien común internacional. En realidad, la doctrina social de la Iglesia es la visión moral que intenta asistir a los gobiernos, a las instituciones y las organizaciones privadas para que configuren un futuro congruente con la dignidad de la persona. A través de este prisma se pueden valorar las cuestiones que se refieren a la deuda externa de las naciones, a la corrupción política interna y a la discriminación dentro de la propia nación y entre las naciones. La Iglesia en América está llamada no sólo a promover una mayor integración entre las naciones, contribuyendo de este modo a crear una verdadera cultura globalizada de la solidaridad, sino también a colaborar con los medios legítimos en la reducción de los efectos negativos de la globalización, como el dominio de los más fuertes sobre los más débiles, especialmente en el campo económico, y la pérdida de los valores de las culturas locales en favor de una mal entendida homogeneización.
V. 6. Deuda externa
201. Actualmente, sobre los esfuerzos positivos que se han llevado a cabo en este sentido grava el problema, todavía no resuelto en gran parte, de la deuda exterior de los países más pobres. Es ciertamente justo el principio de que las deudas deben ser pagadas. No es lícito, en cambio, exigir o pretender su pago, cuando éste vendría a imponer de hecho opciones políticas tales que llevaran al hambre y a la desesperación a poblaciones enteras. No se puede pretender que las deudas contraídas sean pagadas con sacrificios insoportables. En estos casos en necesario -como, por lo demás, está ocurriendo en parte- encontrar modalidades de reducción, dilación o extinción de la deuda, compatibles con el derecho fundamental de los pueblos a la subsistencia y al progreso.
V. 7. Exilio y emigración
202. El paterno amor con que Dios nos mueve a mar a todos los hombres nos hace sentir una profunda aflicción ante el infortunio de quienes se ven expulsados de su patria por motivos políticos. La multitud de estos exiliados, innumerables sin duda en nuestra época, se ve acompañada constantemente por muchos e increíbles dolores. Tan triste situación demuestra que los gobernantes de ciertas naciones restringen excesivamente los límites de la justa libertad, dentro de los cuales es lícito al ciudadano vivir con decoro una vida humana. Más aún: en tales naciones, a veces, hasta el derecho mismo a libertad se somete a discusión o incluso queda totalmente suprimido. Cuando esto sucede, todo el resto orden de la sociedad civil se subvierte; porque la autoridad pública está destinada, por su propia naturaleza, a asegurar el bien de la comunidad, cuyo deber principal es reconocer el ámbito justo de la libertad y salvaguardar santamente sus derechos.
203. El continente americano ha conocido en su historia muchos movimientos de inmigración, que llevaron multitud de hombres y mujeres a las diversas regiones con la esperanza de un futuro mejor. El fenómeno continúa también hoy y afecta concretamente a numerosos personas y familias procedentes de naciones latinoamericanas del continente, que se han instalado en las regiones del norte, constituyendo en algunos casos una parte considerable de la población. A menudo llevan consigo un patrimonio cultural y religioso, rico de significativos elementos cristianos. La Iglesia es consciente de los problemas provocados por esta situación y se esfuerza en desarrollar una verdadera atención pastoral entre dichos inmigrados, para favorecer su asentamiento en el territorio y para suscitar, al mismo tiempo, una actitud de acogida por parte de las poblaciones locales, convencida de que la mutua apertura será un enriquecimiento para todos.
204. Por amarga experiencia, por tanto, sabemos que el miedo a la “diferencia”, especialmente cuando se expresa mediante un reductivo y excluyente nacionalismo que niega cualquier derecho al “otro”, puede conducir a una verdadera pesadilla de violencia y de terror. Y sin embargo, sin nos esforzamos en valorar las cosas con objetividad, podemos ver que, más allá de todas las diferencias que caracterizan a los individuos y los pueblos, hay una fundamental dimensión común, ya que las varias culturas no son en realidad sino modos diversos de afrontar la cuestión del significado de la existencia personal. Precisamente aquí podemos identificar una fuente del respeto que es debido a cada cultura y a cada nación.
V. 8. Tensiones étnicas y religiosas
205. El primer principio es la inalienable dignidad de cada persona humana, sin distinciones relativas a su origen racial, étnico, cultural, nacional o a su creencia religiosa. Ninguna persona existe por sí sola, sino que halla su plena identidad en su relación con los demás. Lo mismo se puede afirmar de los grupos humanos.
206. La condenación del racismo y de los hechos racistas es necesaria. La aplicación de medidas legislativas, disciplinares y administrativas contra lo uno y lo otro, sin excluir las adecuadas presiones exteriores, puede ser oportuna. Los países y las organizaciones internacionales disponen, en orden a ello, de todo un ámbito de iniciativas por tomar o suscitar. Y es igualmente responsabilidad de los ciudadanos afectados, sin que por eso se deba llegar a reemplazar, mediante la violencia, una situación injusta por otra. Hay que procurar siempre soluciones constructivas.
207. Todavía hoy queda mucho por hacer para superar la intolerancia religiosa, la cual, en diversas partes del mundo, va estrechamente ligada a la opresión de las minorías. Por desgracia, hemos asistido a intentos de imponer una particular convicción religiosa, bien directamente mediante un proselitismo que recurre a medios de coacción verdadera y propia, bien indirectamente mediante la negación de ciertos derechos civiles o políticos.
V. 9. Injerencia humanitaria
208. “Cuando las poblaciones corren riesgo de sucumbir ante los ataques de un agresor injusto los Estados ya no tienen el derecho a la indiferencia”. “Los principios de soberanía de los Estados y de la no injerencia en sus asuntos internos -que conservan todo su valor- no pueden, sin embargo, constituir una pantalla detrás de la cual se tortura y se asesina”. (Juan Pablo II)
209. “La conciencia de la humanidad, de aquí en adelante sostenida por las disposiciones del derecho internacional humanitario, exige que se convierta en obligatoria la injerencia humanitaria en las situaciones que ponen gravemente en peligro la supervivencia de enteros pueblos y grupos étnicos: se trata de un deber para las naciones y la comunidad internacional, como lo recuerdan las orientaciones propuestas para esta Conferencia”. (Juan Pablo II)
V. 10. Paz y guerra
210. El respeto y el crecimiento de la vida humana exigen la paz. La paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra, sin la salvaguarda de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad. Es “tranquilidad del orden” (San Agustín, civ. 19,13). Es obra de la justicia y efecto de la caridad.
211. Las injusticias, las desigualdades excesivas de orden económico o social, la envidia, la desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las naciones, amenazan sin cesar la paz y causan las guerras. Todo lo que se hace para superar estos desórdenes contribuye a edificar la paz y evitar la guerra. En la medida en que los hombres son pecadores, les amenaza y les amenazará hasta la venida de Cristo, el peligro de guerra; en la medida en que, unidos por la caridad, superan el pecado, se superan también las violencias hasta que se cumpla la palabra: “De sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas. Ninguna nación levantará ya más la espada contra otra y no se adiestrarán más para el combate” (Is. 2,4).
212. Todo ciudadano y todo gobernante está obligado a trabajar para evitar las guerras. Sin embargo, “mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa” (GS, 79,4).
213. Se han de considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar. La gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez:
· Que el daño infringido por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.
· Que los restantes medios para ponerle fin hayan resultado impracticables o ineficaces.
· Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
· Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar.
El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición. Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la “guerra justa”. La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de los responsables del bien común.
214. Los poderes públicos tienen en este caso el derecho y el deber de imponer a los ciudadanos las obligaciones necesarias para la defensa nacional. Los que se dedican al servicio de la patria en la vida militar son servidores de la seguridad y de la libertad de los pueblos. Si realizan correctamente su tarea, colaboran verdaderamente al bien común de la nación y al mantenimiento de la paz.
215. Es preciso respetar y tratar con humanidad a los no combatientes, los soldados heridos y los prisioneros. Las acciones deliberadamente contrarias al derecho de gentes y a sus principios universales, como las disposiciones que las ordenan son crímenes. Una obediencia ciega no basta para excusar a los que se someten a ellas. Así, la exterminación de un pueblo, de una nación o de una minoría étnica debe ser condenada como un pecado mortal. Existe la obligación moral de desobedecer aquellas disposiciones que generan genocidios.
V. 11. Evolución demográfica mundial y Control de la natalidad
216. Desde hace demasiado tiempo, la mayoría de los estudios sobre la población difunden una versión global y errónea, según la cual el mundo sería prisionero de un crecimiento demográfico “exponencial”, o sea, “galopante”, que llevaría a una “explosión demográfica”. Basándose en estos datos alarmistas, diferentes organismos de las Naciones Unidas han invertido, y siguen invirtiendo, considerables medios financieros, con la finalidad de obligar a numerosos países a adoptar políticas maltusianas [Malthus sostenía que la población tiende a crecer en progresión geométrica, mientras que los alimentos sólo aumentan en progresión aritmética]. Es un hecho probado que esos programas, supervisados siempre desde el extranjero, contienen habitualmente medidas coercitivas de control de la natalidad. De igual modo, la ayuda al desarrollo está regularmente condicionada a la aplicación de programas de control de la población que incluyen la esterilización, ya sea forzada o realizada sin que las víctimas lo sepan.
217. Esas políticas desastrosas están en total contradicción con la evolución demográfica real, tal como muestran las estadísticas y se deduce del análisis de los datos. Desde hace treinta años, la tasa de crecimiento de la población mundial no deja de disminuir a un ritmo regular y significativo. Ahora, después de haber registrado una disminución impresionante de su fecundidad, 51 países del mundo (entre 185) ya no logran reemplazar a sus generaciones.
VI - LA TENTACION DE LA VIOLENCIA
218. Es cierto que hay situaciones cuya injusticia clama al cielo. Cuando poblaciones enteras, faltas de lo necesario, viven en una tal dependencia que les impide toda iniciativa y responsabilidad, lo mismo que toda posibilidad de promoción cultural y de participación en la vida social y política, es grande la tentación de rechazar con la violencia tan graves injurias contra la dignidad humana.
219. Pero el cristianismo no nos manda que cerremos los ojos a los difíciles problemas humanos. No nos permite o impide ver las injustas situaciones sociales o internacionales. Lo que el cristianismo nos prohibe es buscar soluciones a estas situaciones por caminos del odio, del asesinato de personas indefensas, con métodos terrorístiscos. Y diría más: el cristianismo comprende y reconoce la noble y justa lucha por la justicia, pero se opone decididamente a fomentar el odio y a promover o provocar la violencia o la lucha por sí misma. El mandamiento “no matarás” debe guiar la conciencia de la humanidad, si no se quiere repetir la terrible tragedia y destino de Caín.
VI 1. El respeto de la integridad corporal
220. Los secuestros y el tomar rehenes hacen que impere el terror y, mediante la amenaza, ejercen intolerables presiones sobre las víctimas. Son moralmente ilegítimos. El terrorismo que amenaza, hiere y mata sin discriminación es gravemente contrario a la justicia y a la caridad. La tortura que usa de violencia física o moral, para arrancar confesiones, para castigar a los culpables, intimidar a los que se oponen, satisfacer el odio, es contraria al respeto de la persona y de la dignidad humana.
VI. 2. Pena de muerte
221. La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio. Por este motivo la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte. Si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.
VI. 3. Guerra civil [enseñanzas de Juan Pablo II sobre la experiencia de Irlanda]
222. Debemos ante todo tomar clara conciencia de dónde están las causas de esta dramática lucha. Debemos llamar por su nombre a esos sistemas e ideologías que son responsables de esta lucha. Debemos también pensar si la ideología de la subversión sirve al bien verdadero de vuestro pueblo, al verdadero bien del hombre. ¿Es posible construir el bien de los individuos y de los pueblos sobre el odio, sobre la guerra? ¿Es justo empujar a las jóvenes generaciones por el camino del fratricidio?
223. Pido con vosotros que el sentido moral y la convicción cristiana de los hombres y mujeres irlandeses no sean nunca obnubilados y embotados por la mentira de la violencia, que nadie pueda llamar nunca al asesinato con otro nombre que el de asesinato, que a la espiral de la violencia no se le dé nunca la distinción de lógica e inevitable o de represalia necesaria.
224. Quisiera dirigirme ahora a los hombres y mujeres comprometidos en la violencia. Os hablo con lenguaje de abogado apasionado. Os suplico de rodillas que abandonéis los senderos de la violencia y volváis a los caminos de la paz. Podéis decir que buscáis la justicia. También yo creo en la justicia y busco la justicia. Pero la violencia retrasa el día de la justicia. Además la violencia en Irlanda no conseguirá más que arrastrar a la ruina el país que vosotros afirmáis amar y cuyos valores afirmáis apreciar.
225. No penséis nunca que traicionáis a vuestra comunidad buscando el entendimiento, el respeto y la aceptación de una tradición diversa. La mejor manera de servir a vuestra tradición es trabajar por la reconciliación con los demás. Cada una de las comunidades históricas de Irlanda no hará más que causarse daño a sí misma, buscando el daño de la otra. La continua violencia no hará más que comprometer lo que es más precioso en las tradiciones y aspiraciones de ambas comunidades.
226. [A los políticos] No seáis causa, ni condonéis o toleréis condiciones que son disculpa o pretexto para los hombres de la violencia. Los que recurren a la violencia sostienen siempre que solamente la violencia conduce al cambio. Afirman que la acción política no puede conseguir la justicia. Vosotros, los políticos, debéis demostrar que están equivocados. Debéis mostrar que hay un camino pacífico, político, para la justicia. Debéis mostrar que la paz produce frutos de justicia mientras que la violencia no. Os insto a vosotros que habéis sido llamados a la noble vocación de la política a que tengáis valentía en afrontar vuestra responsabilidad, en ser líderes en la causa de la paz, de la reconciliación y de la justicia. Si los políticos no se deciden y actúan en favor del justo cambio. entonces el campo queda abierto a los hombres de la violencia. La violencia florece mejor, cuando hay un vacío político o una repulsa al movimiento político.
VI. 4. Violencia política en América
227. Ante la deplorable realidad de violencia en América Latina, queremos pronunciarnos con claridad. La tortura física y sicológica, los secuestros, la persecución de disidentes políticos o de sospechosos y la exclusión de la vida pública por causa de las ideas, son siempre condenables. Si dichos crímenes son realizados por la autoridad encargada de tutelar el bien común, envilecen a quienes los practican, independientemente de las razones aducidas.
228. Con igual decisión la Iglesia rechaza la violencia terrorista y guerrillera, cruel e incontrolable cuando se desata. De ningún modo se justifica el crimen como camino de liberación. La violencia engendra inexorablemente nuevas formas de opresión y esclavitud, de ordinario más graves que aquellas de las que se pretende liberar. Pero, sobre todo, es un atentado contra la vida que sólo depende del Creador. Debemos recalcar también que cuando una ideología apela a la violencia, reconoce con ello su propia insuficiencia y debilidad.
VI. 5. El mito de la revolución
229. Determinadas situaciones de grave injusticia requieren el coraje de unas reformas en profundidad y la supresión de unos privilegios injustificables. Pero quienes desacreditan la vía de las reformas en provecho del mito de la revolución, no solamente alimentan la ilusión de que la abolición de una situación inícua es suficiente por sí misma para crear una sociedad más humana, sino que incluso favorecen la llegada al poder de regímenes totalitarios. La lucha contra las injusticias solamente tiene sentido si está encaminada a la instauración de un nuevo orden social y político conforme a las exigencias de la justicia. Esta debe ya marcar las etapas de su instauración. Existe una moralidad de los medios.
230. Estos principios deben ser especialmente aplicados en el caso extremo de recurrir a la lucha armada, indicada por el Magisterio como el último recurso para poner fin a una “tiranía evidente y prolongada que atentara gravemente a los derechos fundamentales de la persona y perjudicara peligrosamente al bien común de un país”. Sin embargo, la aplicación concreta de este medio sólo puede ser tenida en cuenta después de un análisis muy riguroso de la situación. En efecto, a causa del desarrollo continuo de las técnicas empleadas y de la creciente gravedad de los peligros implicados en el recurso a la violencia, lo que se llama hoy “resistencia pasiva” abre un camino más conforme con los principios morales y no menos prometedor de éxito.
VI. 6. Esencia de la violencia
231. [Con motivo de la guerra en Afganistán] “La guerra nace en el corazón del hombre, porque es el hombre quien mata y no su espada o, como diríamos hoy, sus misiles. Si los sistemas actuales, engendrados en el corazón del hombre, se revelan incapaces de asegurar la paz, es preciso renovar el corazón del hombre para renovar los sistemas, las instituciones y los métodos de convivencia” (Juan Pablo II).
VII - DESVIACIONES IDEOLOGICAS DE LA AUTENTICA DOCTRINA
232. La nueva evangelización no consiste en un “nuevo evangelio”, que surgiría siempre de nosotros mismos, de nuestra cultura, de nuestros análisis de las necesidades del hombre. Por ello, no sería “evangelio”, sino mera invención humana, y no habría en él salvación. Tampoco consiste en recortar del Evangelio todo aquello que parece difícilmente asimilable para la mentalidad de hoy. No es la cultura la medida del Evangelio, sino Jesucristo la medida de toda cultura y de toda obra humana.
233. Ciertamente es la verdad la que nos hace libres. Pero no podemos por menos de constatar que existen posiciones inaceptables sobre lo que es la verdad, la libertad, la conciencia. Se llega incluso a justificar el disenso con el recurso “al pluralismo teológico, llevado a veces hasta un relativismo que pone en peligro la integridad de la fe”. No faltan quienes piensan que “los documentos del Magisterio no serían sino el reflejo de una teología opinable”; y “surge así una especie de magisterio paralelo de los teólogos, en oposición y rivalidad con el Magisterio auténtico”.
234. Queriendo, no obstante, mantener la vida moral en un contexto cristiano, ha sido introducida por algunos teólogos moralistas una clara distinción, contraria a la doctrina católica, entre un orden ético -que tendría origen humano y valor solamente mundano-, y un orden de la salvación, para el cual tendrían importancia sólo algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios y el prójimo. En consecuencia, se ha llegado hasta el punto de negar la existencia, en la divina Revelación, de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente: la Palabra de Dios se limitaría a proponer una exhortación, una parénesis genérica, que luego sólo la razón autónoma tendría el cometido de llenar de determinaciones normativas verdaderamente “objetivas”, es decir, adecuadas a la situación histórica concreta.
VII. 1. La “Nueva Era”
235. Aún cuando se pueda admitir que la religiosidad de la Nueva Era en cierto modo responde al legítimo anhelo espiritual de la naturaleza humana, es preciso reconocer que tales intentos se oponen a la revelación cristiana. En la cultura occidental en particular, es muy fuerte el atractivo de los enfoques “alternativos” a la espiritualidad. Por otra parte, entre los católicos mismos, incluso en casas de retiro, seminarios y centros de formación para religiosos, se han popularizado nuevas formas de afirmación psicológica del individuo.
Un discernimiento cristiano adecuado del pensamiento y de la práctica de la Nueva Era no puede dejar de reconocer que, como el gnosticismo de los siglos II y III, ésta representa una especie de compendio de posturas que la Iglesia ha identificado como heterodoxas.
236. Es solamente un nuevo modo de practicar la gnosis, es decir, esa postura del espíritu que, en nombre de un profundo conocimiento de Dios, acaba por tergiversar Su Palabra sustituyéndola por palabras que son solamente humanas.
Un ejemplo de esto puede verse en el eneagrama -un instrumento para el análisis caracterial, según nueve tipos- que, cuando se utiliza como medio de desarrollo personal, introduce ambigüedad en la doctrina y en la vivencia de la fe cristiana.
VII. 2. Teología de la liberación
237. Las diversas teologías de la liberación se sitúan, por una parte, en relación con la opción preferencial por los pobres reafirmada con fuerza y sin ambigüedades, después de Medellín, en la Conferencia de Puebla, y por otra parte, en la tentación de reducir el Evangelio de la salvación a un evangelio terrestre.
238. La impaciencia y una voluntad de eficacia han conducido a ciertos cristianos, desconfiando de todo otro método, a refugiarse en lo que ellos llaman “el análisis marxista”. En el caso del marxismo, tal como se intenta utilizar, la crítica previa se impone tanto más cuanto que el pensamiento de Marx constituye una concepción totalizante del mundo en la cual numerosos datos de observación y de análisis descriptivo son integrados en una estructura filosófico-ideológica, que impone la significación y la importancia relativa que se les reconoce. (...) de tal modo que creyendo aceptar solamente lo que se presenta como un análisis, resulta obligado aceptar al mismo tiempo la ideología. Así no es raro que sean los aspectos ideológicos los que predominan en los préstamos que muchos de los “teólogos de la liberación” toman de los autores marxistas. Por concesión hecha a las tesis de origen marxista, se pone radicalmente en duda la naturaleza misma de la ética. De hecho, el carácter trascendente de la distinción entre el bien y el mal, principio de la moralidad, se encuentra implícitamente negado en la óptica de la lucha de clases.
239. En esta concepción, la lucha de clases es el motor de la historia. La historia llega a ser así una noción central. Se afirmará que Dios se hace historia. Se añadirá que no hay más que una sola historia, en la cual no hay que distinguir ya entre historia de la salvación e historia profana. Mantener la distinción sería caer en el “dualismo”. Semejantes afirmaciones reflejan un inmanentismo historicista. Por esto se tiende a identificar el Reino de Dios y su devenir con el movimiento de la liberación humana, y a hacer de la historia misma el sujeto de su propio desarrollo como proceso de la autorredención del hombre a través de la lucha de clases. Esta identificación está en oposición con la fe de la Iglesia, tal como lo ha recordado el Concilio Vaticano II.
240. Los teólogos que no comparten las tesis de la “teología de la liberación”, la jerarquía, y sobre todo el Magisterio romano son así desacreditados a priori, como pertenecientes a la clase de los opresores. La doctrina social de la Iglesia es rechazada con desdén. Se dice que procede de la ilusión de un posible compromiso, propio de las clases medias que no tienen destino histórico.
241. Se pretende revivir una experiencia análoga a la que habría sido la de Jesús. La experiencia de los pobres que luchan por su liberación -la cual habría sido la de Jesús-, revelaría ella sola el conocimiento del verdadero Dios y del Reino. Está claro que se niega la fe en el Verbo encarnado, muerto y resucitado por todos los hombres, y que “Dios ha hecho Señor y Cristo”. Se le sustituye por una especie de símbolo que recapitula en sí las exigencias de la lucha de los oprimidos.
242. La llamada de atención contra las graves desviaciones de ciertas “teologías de la liberación” de ninguna manera debe ser interpretada como una aprobación, aún indirecta, dada a quienes contribuyen al mantenimiento de la miseria de los pueblos, a quienes se aprovechan de ella, a quienes se resignan o a quienes deja indiferentes esta miseria. Todos los sacerdotes, religiosos y laicos que, escuchando el clamor por la justicia, quieran trabajar en la evangelización y en la promoción humana, lo harán en comunión con sus obispos y con la Iglesia, cada uno en la línea de su específica vocación eclesial.
VIII - EL ANUNCIO DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
243. La “nueva evangelización”, de la que el mundo moderno tiene urgente necesidad y sobre la cual he insistido en más de una ocasión, debe incluir entre sus elementos esenciales el anuncio de la doctrina social de la Iglesia, que, como en tiempos de León XIII, sigue siendo idónea para indicar el recto camino a la hora de dar respuestas a los grandes desafíos de la edad contemporánea, mientras crece el descrédito de las ideologías. Como entonces, hay que repetir que no existe verdadera solución para la “cuestión social” fuera del evangelio y que, por otra parte, las “cosas nuevas” pueden hallar en él su propio espacio de verdad y el debido planteamiento moral.
244. La doctrina social, especialmente hoy día, mira al hombre, inserido en la compleja trama de relaciones de la sociedad moderna. Las ciencias humanas y la filosofía ayudan a interpretar la centralidad del hombre en la sociedad y a hacerlo capaz de comprenderse mejor a sí mismo, como “ser social”. Sin embargo, solamente la fe le revela plenamente su identidad verdadera, y precisamente de ella arranca la doctrina social de la Iglesia, la cual, valiéndose de todas las aportaciones de las ciencias y de la filosofía, se propone ayudar al hombre en el camino de la salvación.
245. Para la Iglesia el mensaje social del Evangelio no debe considerarse como una teoría, sino, por encima de todo, un fundamento y un estímulo para la acción. Impulsados por este mensaje, algunos de los primeros cristianos distribuían sus bienes a los pobres, dando testimonio de que, no obstante las diversas proveniencias sociales, era posible una convivencia pacífica y solidaria. Con la fuerza del Evangelio, en el curso de los siglos, los monjes cultivaron las tierras, los religiosos y las religiosas fundaron hospitales y asilos para los pobres, las cofradías, así como hombres y mujeres de todas las clases sociales, se comprometieron en favor de los necesitados y marginados, convencidos de que las palabras de Cristo: “Cuantas veces hagáis estas cosas a uno de mis hermanos más pequeños, lo habéis hecho a mi” (Mt. 25,40) esto no debe quedar en un piadoso deseo, sino convertirse en compromiso concreto de vida.
246. Ante todo, confirmamos la tesis de que la doctrina social profesada por la Iglesia católica es algo inseparable de la doctrina que la misma enseña sobre la vida humana.
247. Por esto deseamos intensamente que se estudie cada vez más esta doctrina. Exhortamos, en primer lugar, a que se enseñe como disciplina obligatoria en los colegios católicos de todo grado, y principalmente en los seminarios, aunque sabemos que en algunos centros de este género se está dando dicha enseñanza acertadamente desde hace tiempo. Deseamos, además, que esta disciplina social se incluya en el programa de enseñanza religiosa de las parroquias y de las asociaciones de apostolado de los seglares, y se divulgue también por todos los procedimientos modernos de difusión, esto es, ediciones de diarios y revistas, publicación de libros doctrinales, tanto para los entendidos como para el pueblo, y, por último, emisiones de radio y televisión.
248. Ahora bien, para la mayor divulgación de esta doctrina social de la Iglesia católica, juzgamos que pueden prestar valiosa colaboración los católicos seglares, si la aprenden y la practican personalmente y, además, procuran con empeño que los demás se convenzan también de su eficacia.
249. Los católicos seglares han de estar convencidos de que la mejor manera de demostrar la bondad y la eficacia de esta doctrina es probar que puede resolver los problemas sociales del momento. Porque por este camino lograrán atraer hacia ella la atención de quienes hoy la combaten por pura ignorancia. Más aún, quizá consigan también que estos hombres saquen con el tiempo alguna orientación de la luz de esta doctrina.
250. [“Acciones destacadas” del Episcopado Argentino] La doctrina social de la Iglesia: participar activamente en la construcción del bien común en nuestra patria es hoy una necesidad impostergable. Para caminar en esta dirección, se requiere el conocimiento y la difusión de la Doctrina Social de la Iglesia, inculturada en las nuevas circunstancias históricas del país, como uno de los elementos constitutivos de la Nueva Evangelización. Existen, pero es necesario renovar los esfuerzos para multiplicar la organización de cursos, jornadas, publicaciones de diversos niveles, grupos de estudio y otras iniciativas prácticas, tendientes a la divulgación y conocimiento de la doctrina social. La catequesis, en especial impartida a jóvenes y adultos, es un lugar privilegiado para formar la conciencia moral a la luz del pensamiento de la Iglesia, incluyendo también los grandes temas de la responsabilidad ciudadana: cultural, política, social, ecológica y económica. Esta formación no se orienta sólo al conocimiento de valores y principios sociales, sino también a la transformación de la sociedad mediante el testimonio de un trabajo honesto, eficiente y responsable. El itinerario catequístico ha de impulsar la presencia de los laicos en la acción política y en las diversas estructuras de la vida social.
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