Sumario: Módulo 6

Pío XII



No debe confundirse el crecimiento económico de un país con el concepto de desarrollo, que, para ser auténtico, debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre. En palabras de Pablo VI, el desarrollo “es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas.” (PP, 20) El Papa detalla el significado de su definición de desarrollo, indicando lo que hay que evitar y lo que hay que procurar (PP, 21):

a) Condiciones de vida menos humanas:
►las carencias materiales de los que están privados de lo mínimo necesario;
►las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo;
►las estructuras opresoras, que provienen del abuso del tener o del abuso del poder, de la explotación de los trabajadores o de la injusticia de las transacciones;



b) Condiciones de vida más humanas:
►el pasar de la miseria a la posesión de lo necesario;
►la ampliación de los conocimientos;
►la orientación hacia el espíritu de pobreza;
►la cooperación en el bien común y la voluntad de paz;
►el reconocimiento de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin.

Debe comprenderse que el desarrollo no es un proceso rectilíneo, casi automático y por sí ilimitado, como algunos han sostenido, llegando a afirmarse que el género humano marcha siempre hacia una especie de perfección indefinida. Lo sucedido en los dos últimos siglos, no admite un ingenuo optimismo mecanicista. Por el contrario, los múltiples beneficios aportados por la ciencia y la técnica, si no son regidos por un objetivo moral y por una orientación que vaya dirigida al verdadero bien de los hombres, se vuelve fácilmente contra ellos para oprimirlos.

El magisterio pontificio dedicó la Encíclica “Populorum Progressio” a este tema. Comienza con la advertencia de que, en los designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio progreso; desde su nacimiento, la ha sido dado a todos, como en germen, un conjunto de aptitudes y cualidades para hacerlas fructificar. Al margen de las ayudas y obstáculos que encuentre en su entorno, el hombre es responsable de su crecimiento, lo mismo que de su salvación: “por sólo el esfuerzo de su inteligencia y de su voluntad, cada hombre puede crecer en humanidad, valer más, ser más.” (PP, 15)

Pero cada uno de los hombres es miembro de una sociedad y pertenece a la humanidad entera. Somos herederos de las generaciones pasadas, y nos beneficiamos con el trabajo de nuestros contemporáneos, por eso estamos obligados para con el prójimo, y tampoco podemos desinteresarnos de los que vendrán a aumentar en el futuro la familia humana. La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber.

El crecimiento personal y comunitario puede ser negativo si se altera la verdadera escala de valores. Es legítimo el deseo de obtener lo necesario, y por eso mismo es un deber trabajar para conseguirlo: “el que no quiera trabajar, que no coma”. Sin embargo, la adquisición de los bienes temporales puede conducir a la codicia, al deseo de tener cada vez más. La avaricia de las personas, de las familias y de las naciones, puede apoderarse tanto de los más desprovistos como de los más ricos, y suscitar en ambos casos un materialismo sofocante. “...para las naciones como para las personas, la avaricia es la forma más evidente de un subdesarrollo moral.” (PP, 19)


1. Consumismo

Una forma de avaricia, en lo personal, es el fenómeno, muy extendido en el mundo contemporáneo, del consumismo, en el cual las dimensiones materiales e instintivas del hombre no se subordinan a las espirituales. Por el contrario, se crean hábitos de consumo y estilos de vida objetivamente ilícitos y a menudo perjudiciales para la salud física y moral.
Un ejemplo de consumismo es el de la droga. Su difusión revela una grave falla de la sociedad, imbuida de una visión materialista, y supone un vacío espiritual que se pretende cubrir por una vía artificial. Al respecto, debe señalarse que el consumo de drogas, según el Catecismo, constituye una falta grave (Nº 2291).

Advierte Juan Pablo II que:
No es malo el deseo de vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida que se presume como mejor, cuando está orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no para ser más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como fin en sí mismo.” (CA, 37)



2. Dictadura económica

Otra forma de avaricia, es la acumulación de riquezas en pocas manos, que llegan a constituir una verdadera dictadura económica. Pues aquellos que tienen en sus manos el dinero, se apoderan también de las finanzas y el crédito, y llegan a administrar “la sangre de que vive toda la economía y tienen en sus manos así como el alma de la misma, de tal modo que nadie puede ni aún respirar contra su voluntad.” (QA, 105)

Esta acumulación de poder y de recursos, es el fruto natural de permitir y hasta promover la libertad ilimitada del mercado. La acumulación de riquezas conduce a luchar por la hegemonía económica y luego para lograr el poder público. Lejos de haberse logrado un mercado libre, la libre concurrencia se ha destruido a sí misma, y se ha obtenido una dictadura económica.

En el plano internacional, y sin perjuicio de la pugna entre los diferentes Estados, Pío XI denunció el “imperialismo internacional del dinero, para el cual, donde el bien, allí la patria.” (QA, 109)



3. Deuda externa

Una de las consecuencias del imperialismo internacional del dinero, es la deuda externa que agobia a los países en desarrollo. Es, por cierto, justo que las deudas contraídas se paguen, pero no es lícito exigir su pago en condiciones que llevan a poblaciones enteras al hambre y a la desesperación. Es preciso, encontrar modalidades de reducción, dilación o extinción de las deudas, que garanticen el derecho de los pueblos a su subsistencia.

Entre las causas del endeudamiento de un país no pueden desconocerse aquellas que son imputables a mecanismos globales que parecen escapar a todo control, como las fluctuaciones de la moneda en la que se concluyen los contratos internacionales, y las variaciones de los precios de las materias primas, sujetas, como lo hemos visto, a maniobras perjudiciales para los países más débiles.


4. La pobreza

La mejor prueba de que un país no está desarrollado es la existencia de muchos pobres. Y ese dato también revela la avaricia de quienes no están dispuestos a compartir sus bienes superfluos. Al respecto, recordaron los Obispos argentinos la orden de Jesús a sus discípulos cuando se encontraron frente a una multitud desprovista de alimentos: “dadles vosotros de comer” (Mc 14,16)[1]. El mandato de Jesús a aquellos discípulos sigue dirigiéndose a sus seguidores de todos los tiempos y lugares, incluidos nosotros en la Argentina.

Siempre ha habido y habrá pobres, nos advierte la Sagrada Escritura (Dt 15,11), pero la situación actual del mundo, en que la mitad de la población está por debajo de la línea de pobreza, no tiene antecedentes y es el fruto de un orden económico injusto, promovido por concepciones ideológicas perversas.

Son muchos millones los que carecen de esperanza debido al hecho de que, en muchos lugares de la tierra, su situación se ha agravado sensiblemente.” (SRS, 13)
Una de las mayores injusticias del mundo contemporáneo consiste en que son relativamente pocos los que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada. Es la injusticia de la mala distribución de los bienes y servicios destinados originalmente a todos.

La respuesta cristiana a este grave problema, debe estar fundamentada en el principio de solidaridad, puesto que los bienes de la creación están destinados a todos. Esto no significa que cada pueblo no pueda reconocer, por medio del derecho, la apropiación individual de los bienes, para que no sean poseídos indiscriminadamente. Pero el derecho de propiedad no puede ser nunca absoluto; siempre estará subordinado al destino universal de los bienes. La solidaridad nos ayuda a ver al otro -persona, pueblo o nación- como un semejante, para hacerlo partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios.

Juan Pablo II atribuye a la solidaridad un carácter fundamental, ya que inspira una sana organización política, en la que la preocupación por los más pobres ocupe un lugar preferencial. La solidaridad, como virtud, implica una lógica que ha de cultivarse, en confrontación con la lógica del individualismo; no es algo que conviene en sentido utilitarista, sino en sentido moral.

En realidad, la solidaridad se fundamenta en que todo individuo vive en deuda con la sociedad, el individuo es gestado por la comunidad. Reconocer esa deuda, es una cuestión de justicia. La solidaridad como virtud tiene su propio fin, que es el bien de la sociedad; no es, entonces, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, “es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común.” (SRS, 38)

Es un fin inmanente, que no se cierra al fin trascendente de la sociedad como comunidad llamada a la salvación, sino que se implican mutuamente. El aporte de Juan Pablo II ayuda a superar la tendencia individualista del personalismo y la asfixia del sujeto del socialismo autocrático.
La solidaridad es posible en Cristo, puesto que en Él Dios ha reconciliado a los seres humanos. La actitud filial para con Dios es inseparable de la actitud fraterna para con todo ser humano, especialmente con los más débiles. Por consiguiente, la solidaridad constituye el auténtico camino del desarrollo, y significa asumir la causa de aquellos que están ofendidos en su dignidad humana.



5. Redistribución de la riqueza

La solución del problema de la pobreza depende de una mejor distribución de la riqueza, dentro de cada país, y entre los Estados. En palabras de Pío XI:
Es necesario, por ello, que las riquezas que se van aumentando constantemente merced al desarrollo económico-social, se distribuyan entre cada una de las personas y clases de hombres, de modo que quede a salvo esa común utilidad de todos, tan alabada por León XIII. O, con otras palabras, que se conserve inmune el bien común de toda la sociedad.” (QA, 57)

La redistribución, siempre deberá ser regulada por el Estado, que puede utilizar, entre otros, dos instrumentos: la política impositiva y la seguridad social. Además, desde hace unos años, se aplican en varios países distintas variantes del denominado Ingreso Ciudadano, sistema que tiende a garantizar a todos los ciudadanos una suma mínima de dinero disponible mensualmente. El promotor de este sistema fue James Meade, premio Nóbel de Economía, y constituye una respuesta a la exclusión social y al drama del desempleo.

Como hemos mencionado anteriormente, el incremento de la riqueza no se detiene, pero se concentra en un sector de la población. El trabajo, única forma de lograr un ingreso para la mayoría de las personas, escasea, debido a la incesante automatización, lo que provoca, el colapso del sistema de previsión social. Por lo tanto, si bien la autoridad pública debe estimular la creación de empleos, mediante distintos incentivos fiscales, ello no bastará para que todos los que deseen trabajar puedan hacerlo. Por otra parte, los salarios de los empleos de poca complejidad técnica son bajos, y no alcanzan para que el trabajador proporcione a su familia todo lo necesario para una vida digna.

Simultáneamente, la economía no podría funcionar adecuadamente si gran parte de tareas no se realizaran gratuitamente o a bajo costo; por ejemplo: el trabajo doméstico, el cuidado de niños, enfermos y ancianos, el voluntariado en instituciones de bien público. De modo que, no solamente por razones de justicia social, sino de eficacia económica, es conveniente que toda persona reciba un ingreso fijo, como una especie de dividendo social de la riqueza creada por toda la sociedad.
Este ingreso ciudadano reemplazaría a la mayoría de los beneficios sociales, al salario mínimo, y a las deducciones al impuesto a las ganancias. Evitaría el asistencialismo, la exclusión, y la miseria.

Mientras no se logre dicha redistribución general de los bienes, el cristiano no puede permanecer indiferente e inactivo frente al escándalo de la pobreza. El Catecismo nos recuerda (Nº 2447) una Epístola de Santiago:
Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: id en paz, calentaos y hartaos, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?” (St 2, 15-16)

Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. La más simple es la limosna, pero, dada la gravedad de la situación actual es necesario que la ayuda sea más generosa.



6. El diezmo

Durante muchos siglos los cristianos practicaron el diezmo, es decir, entregaban la décima parte de sus ingresos, para el sostenimiento del culto y para ayudar a los necesitados. Según la historia de la Iglesia, por lo menos en el cristianismo primitivo, nadie sufría la miseria, pues la ayuda alcanzaba para que a nadie le faltara lo necesario.

El fundamento de esta práctica, lo encontramos explicado por San Agustín[2]:
Quédate con lo que te sea suficiente o con más de lo suficiente. De todo, demos una cierta parte. ¿Cuál? La décima parte. Los escribas y fariseos daban el diezmo. Avergoncémonos hermanos: aquellos por los que Cristo aún no había derramado su sangre daban el diezmo. El diezmo daban los escribas y fariseos para que tú no pienses acaso que haces algo grande porque repartes el pan, que apenas representa una milésima parte de tus bienes. (...) no callaré lo que dijo el que vive y murió por nosotros. Si vuestra justicia no fuese superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos (Mt, 5, 20).”

En varios países americanos, desde hace una década, se ha instituido la Pastoral del Diezmo. En la Argentina, donde, a pesar de todos los problemas, algunos de sus habitantes tienen depositados en el extranjero alrededor de 100.000 millones de dólares, sin contar los depósitos bancarios y otras formas de guardar o invertir los ahorros, la práctica del diezmo, aunque sea por una parte de los católicos militantes, aliviaría notablemente la pobreza.


7. Economía de Comunión

Una iniciativa novedosa, promovida por Chiara Lubich, fundadora del Movimiento Focolar, es la llamada “economía de comunión”. Según la mencionada dirigente católica, debemos tratar de tener sólo aquello que nos es necesario, como las plantas que sólo absorben del terreno el agua que necesita. “Mejor ser un poco pobres, que un poco ricos”[3].
Este sistema consiste en grupos de personas que se asocian, invirtiendo sus ahorros en empresas, declarando que las eventuales utilidades serán destinadas a la solidaridad con el prójimo, y renunciando, parcial o totalmente, a los dividendos que les correspondieran. Ya existen en el mundo 700 empresas que practican la economía de comunión, de las cuales funcionan en la Argentina unas 40.

El desarrollo humano exige un esfuerzo enorme, al que todos estamos llamados, y obligados moralmente, por lo tanto, no se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad. “Aunque imperfecto y provisional, nada de lo que se puede y debe realizar mediante el esfuerzo solidario de todos y la gracia divina en un momento dado de la historia, para hacer más humana la vida de los hombres se habrá perdido ni habrá sido en vano.” (SRS, 48)


Fuentes:

Yáñez, Humberto Miguel (Comp.). “La solidaridad como excelencia”; Buenos Aires, San Benito, 2003.
Pontificia Comisión “Justicia y Paz”. “Al servicio de la comunidad humana: una consideración ética de la deuda internacional”; 1987.
[1] Conferencia Episcopal Argentina: “Navega Mar Adentro”, 2003.
[2] San Agustín: Sermón 85, nº 5-7.
[3] Araújo, Vera: “Compartir, el uso cristiano de los bienes”, Buenos Aires, Ciudad Nueva Editorial, 1991.

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