Benedicto XV
1. Propiedad privada
2. Función social de la propiedad
3. Bienes necesarios y superfluos
4. Difusión de la propiedad
5. El trabajo humano
6. El salario justo
1. Propiedad privada
Es la capacidad jurídica de tener, usar y disponer de una cosa, como propia, con exclusividad. Los argumentos para defender la conveniencia de la propiedad privada, ya fueron expuestos por Aristóteles, y confirmados por Santo Tomás:
· Cada uno cuida con más solicitud lo que le pertenece exclusivamente, que aquello que es propiedad común de todos o de muchos; en tal caso, efectivamente, cada uno, evitando el esfuerzo, deja a los demás la incumbencia de cuidar lo que es común, como sucede cuando hay un gran número de servidores.
· Existe más orden en la administración de los bienes, cuando se confía el cuidado de cada cosa discriminadamente a diversas personas, al paso que existiría confusión si todos se ocuparan indistintamente de todo.
· La paz entre los hombres, está garantizada mejor si cada cual está satisfecho con lo que le pertenece. De hecho, vemos que surgen más disensiones entre los que poseen una cosa en común e indivisa.
Reflexionaba León XIII: “Los hombres, sabiendo que trabajan lo que es suyo, ponen mayor esmero y entusiasmo.” “No hay nadie que deje de ver lo mucho que importa este entusiasmo de la voluntad para la abundancia de productos y para el incremento de las riquezas de la sociedad.” (RN, 33)
La Iglesia siempre ha defendido, con energía, que la propiedad privada de los bienes materiales es un derecho natural de la persona, cuyo respeto y protección es fundamental para la paz y la prosperidad sociales. En efecto, si el hombre es un ser racional, libre y responsable, la primera proyección de su naturaleza en el campo de los bienes económicos, de los cuales ha de servirse para vivir y alcanzar su plenitud, es precisamente la propiedad privada y personal sobre tales bienes.
No obstante lo señalado, el derecho de propiedad es un derecho secundario o derivado. En efecto, y pese a su carácter de atributo fundamental de la persona, la propiedad se inscribe entre los derechos que hacen a la conservación de la existencia. El derecho a la conservación de la propia vida es un atributo radical primario, de todo ser humano por el solo hecho de ser tal. De la tendencia natural a nuestra conservación, deriva el derecho de todo hombre a la libre disposición de los bienes necesarios a dicha subsistencia; si el hombre no puede vivir sin utilizar y consumir bienes materiales, el derecho a la vida sería una mera ficción si no involucrara la disponibilidad efectiva de los bienes básicos indispensables.
Este derecho natural a la libre disposición de los bienes es anterior al derecho de propiedad privada sobre los mismos. En esta perspectiva, el derecho de propiedad se sigue a manera de medio indispensable para asegurar más eficazmente la libre disposición de bienes para todos los hombres. Esta reflexión pone de manifiesto la gravedad del error liberal, según el cual la propiedad no admite limitación alguna so pena de verse destruida en los hechos. Por el contrario, el orden natural señala que este derecho no es un derecho absoluto sino subordinado a otro aún más fundamental y anterior, como lo recuerda Juan XXIII:
“...el derecho de todo hombre a usar de los bienes materiales para su decoroso sustento tiene que ser estimado como superior a cualquier otro derecho de contenido económico y, por consiguiente, superior también al derecho de propiedad privada.” (MM, 43)
El derecho de propiedad se ejerce sobre dos tipos de bienes:
a) los llamados bienes de consumo, que son aquellos objetos cuya utilización implica su desgaste y destrucción, como los alimentos o la vestimenta;
b) los bienes de producción, que son aquellos que no están destinados al consumo, sino que se emplean en la producción de otros bienes, por ejemplo las máquinas.
Otra distinción importante es la existente entre propiedad privada y propiedad pública. La primera corresponde y es ejercida por los individuos y grupos intermedios de la sociedad.
La propiedad pública, constituye el patrimonio del Estado, el cual reserva ciertos bienes materiales sustrayéndolos a la apropiación individual.
Podrá dudar alguien si no bastaría, para asegurar el respeto pleno del hombre, reconocer la propiedad privada sobre los bienes de consumo. La respuesta es terminante: no basta el reconocimiento a disponer de los bienes de consumo; la propiedad privada ha de extenderse a los bienes de producción. Así lo recuerda la Encíclica “Mater et Magistra”:
“...la historia y la experiencia demuestran que en los regímenes políticos que no reconocen a los particulares la propiedad, incluída la de los bienes de producción, se viola o se suprime totalmente el ejercicio de la libertad humana en las cosas más fundamentales...”. (MM, 109)
Si en la actividad económica, los particulares no pudiesen formar empresas y tomar iniciativas propias, el margen de libertad en este plano sería muy limitado, pues las grandes decisiones en cuanto a precios, intercambios y producción de bienes, quedarían reservadas siempre al sector público.
En la propiedad privada, deben distinguirse dos aspectos:
► El dominio: es la capacidad de gestión y disposición sobre las cosas propias. Corresponde exclusivamente al propietario, quien decide sobre sus bienes de acuerdo a su propio juicio y sólo frente a su conciencia. Se trata de un verdadero poder estable y personal que no está subordinado a un poder jerárquico superior del cual dependería para tomar sus decisiones.
► El uso y goce de las cosas mismas: el Concilio Vaticano II ha ratificado la doctrina tradicional de Santo Tomás, que en cuanto al uso, el hombre no debe considerar los bienes externos como propios, sino como comunes, de tal manera que el propietario fácilmente comunique (comparta) las cosas con los demás, si las necesitan.
“Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás.” (GS, 69)
2. Función social de la propiedad
Si el liberalismo fue sensible al hecho de que si se traba la iniciativa privada, no habrá producción abundante de bienes económicos, las corrientes socialistas reivindicaron otra verdad parcial, a saber, que el uso de los bienes ha de ordenarse a las necesidades sociales. El error de ambos planteos, es haber desconocido que ambas afirmaciones no son excluyentes sino absolutamente complementarias.
En efecto, falto de regulación moral adecuada, el individuo tiene a subordinar a sus intereses egoístas el uso de los bienes que posee. Este egoísmo -alentado por el individualismo liberal- trae aparejada toda clase de abusos e injusticias. Quien posee tiende a imponer condiciones injustas a quienes no poseen bien alguno, con el objeto de aumentar las propias ganancias, como lo atestigua la historia.
Tales situaciones parten del desconocimiento de la función social de la propiedad. Este concepto complementa y equilibra la función personal antes explicada. Siendo la propiedad un derecho derivado, su ejercicio efectivo ha de ordenarse no sólo a la satisfacción de las necesidades individuales, sino también al bien común de la sociedad política. Los bienes de los particulares deben contribuir a solventar todas aquellas actividades y servicios de utilidad común, que son indispensables a la buena marcha de la sociedad. El régimen impositivo es un ejemplo claro del ordenamiento a los fines sociales.
Pero la función social no se agota en dicha contribución. La rentabilidad de los bienes, en especial de los bienes de producción, ha de ordenarse a proporcionar a todas las familias y sectores sociales un nivel de vida adecuado y una seguridad contra los riesgos vitales (enfermedad, muerte, etc.). Ello requiere una justa distribución de los ingresos, cuyo arbitraje supremo deberá ser ejercido por la autoridad política. Por eso, Juan Pablo II, en el discurso inaugural de la Conferencia Episcopal de Puebla (1979), afirmó que sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social.
3. Bienes necesarios y superfluos
Ahora bien, ¿cómo podrá determinar el mismo propietario la utilización que puede hacer de los bienes? La medida le está dada por la necesidad que él mismo tiene de ellos. Es decir, la doctrina reconoce que existen bienes sobre los cuales nadie tiene derecho sino el mismo propietario. Tales bienes son los llamados necesarios, en cuanto de ellos depende la existencia, la vida, el desarrollo de la persona del propietario y su familia.
Estos bienes necesarios, abarcan no sólo los que mantienen la vida (alimentación, vestido, vivienda), sino también los necesarios para mantener el nivel de vida habitual del propietario y su familia, y afrontar gastos inevitables (enfermedades, viajes de estudio, etc.).
Los bienes que no sean necesarios, se denominan superfluos. Sobre los bienes necesarios, el derecho del propietario es pleno. No así sobre los bienes superfluos; en caso de necesidad extrema de otra persona, que pone en peligro su vida o su salud, cede el derecho natural -secundario- de propiedad, frente al derecho natural -primario- de todos los hombres a utilizar aquellos bienes que les son necesarios. En estos casos de extrema necesidad, el indigente tiene derecho a disponer del bien necesario, aunque pertenezca a otra persona, sin que esta utilización pueda ser encuadrada como un robo o un hurto, pues la necesidad hace común dicho bien.
Como enseña Sto. Tomás: “Las cosas que alguien tiene sobreabundantemente se deben por derecho natural al sustento de los pobres.” Por eso, en caso de indigencia grave del prójimo, es de justicia dar de lo superfluo; y por caridad, ayudar incluso con una parte de los bienes que no resulten absolutamente necesarios.
Pío XI, en la Encíclica “Quadragesimo Anno”, afirma:
“Tampoco quedan en absoluto al arbitrio del hombre los réditos libres, es decir, aquellos que no le son necesarios para el sostenimiento decoroso y conveniente de su vida, sino que, por contrario, tanto la Sagrada Escritura como los Santos Padres de la Iglesia evidencian con un lenguaje de toda claridad que los ricos están obligados por el precepto gravísimo de practicar la limosna, la beneficencia y la liberalidad.” (p. 50)
En el orden nacional, el Estado deberá cuidar que todos los miembros de la comunidad reciban y puedan obtener con facilidad, los bienes necesarios. Y sobre los superfluos, podrá orientarlos cuando vea que la distribución no se hace con la debida facilidad, a través de la aplicación por parte de los mismos propietarios, al fin social. Cuando el propietario descuida el compartir sus bienes y la discreción en el uso de los mismos, la sociedad tendrá derecho a intervenir en defensa de la destinación universal de los bienes.
De aquí nace la función rectificadora del Estado acerca de la propiedad privada. Solamente en esta circunstancia, en cuanto que el propietario olvida la finalidad social de los bienes, puede aceptarse la expropiación de los mismos.
Pero, aún en esos casos, de mal uso o de no uso de los bienes, no se pierde el dominio sobre los mismos del propietario. Sino que surge para el Estado un derecho superior, fundado en el bien común, que es el de corregir el uso.
4. Difusión de la propiedad
No basta, por cierto, reconocer jurídicamente el derecho de propiedad, sino se verifica en la realidad el derecho a la propiedad. En palabras de Juan XXIII:
“No basta, sin embargo, afirmar que el hombre tiene un derecho natural a la propiedad privada de los bienes, incluidos los de producción, si, al mismo tiempo, no se procura, con toda energía, que se extienda a todas las clases sociales el ejercicio de ese derecho.” (MM, 113)
Hoy, más que nunca, existe la posibilidad de difundir la propiedad, pues los recursos técnicos y el mayor dominio de los recursos naturales, permite, si se aplica una adecuada política económica y social: “...el acceso a la propiedad privada de los siguientes bienes: bienes de consumo duradero; vivienda; pequeña propiedad agraria; utillaje necesario para la empresa artesana y para la empresa agrícola familiar; acciones de empresas grandes o medianas; todo lo cual se está ya practicando con pleno éxito en algunas naciones económicamente desarrolladas y socialmente avanzadas.” (MM, 115)
5. El trabajo humano
Las necesidades humanas básicas son satisfechas mediante el consumo de los bienes materiales correspondientes. Pero, para asegurar un consumo suficiente, resulta indispensable producir dichos bienes -de suyo, escasos- en cierta cantidad. La relación producción-consumo, plantea el problema del trabajo, puesto que éste es la actividad humana mediante la cual el hombre transforma las cosas con miras a la satisfacción de sus necesidades materiales y espirituales.
Si bien el vocablo trabajo abarca, en sentido amplio, actividades intelectuales, artísticas y deportivas, su acepción primera se refiere a la actividad económica. También existen diversas concepciones teóricas sobre el significado del trabajo, que conviene distinguir.
► Para el liberalismo, el trabajo es, ante todo, una mercancía, esto es, una cosa que se compra o vende como un bien cualquiera. En consecuencia, el trabajo tiene un precio, determinado por ley de la oferta y la demanda. Pero la situación del patrón que compra y del trabajador que vende, no es equivalente. Por otra parte, todo empresario procura producir el máximo de bienes al menor costo posible; entonces, de no existir normas adecuadas, esto conduce a pagar el menor salario posible.
► El marxismo, por su parte, constituye la mayor exaltación del trabajo que se haya dado en la historia de la humanidad; es, por así decir, la apoteosis del homo faber. A tal punto, que Marx -en “El Capital”- adhiere a la definición de Franklin del hombre como un animal fabricante de herramientas. Para él, el hombre no es otra cosa sino una pura energía laboral, y se crea incesantemente a sí mismo, través del trabajo.
► El cristianismo, de acuerdo a las exigencias del orden natural en economía, reconoce al trabajo humano una triple dimensión:
a) Realidad necesaria: el hombre no puede vivir sin trabajar, puesto que es gracias a su trabajo que puede procurarse todos los bienes que su existencia requiere. Ese esfuerzo es penoso y cansador, por lo cual el individuo lo rehuye en lo posible, pero no puede ser evitado. Juan Pablo II afirma: “Si bien es verdad que el hombre se nutre con el pan del trabajo de sus manos...es también verdad perenne que él se nutre de ese pan con el sudor de su frente...” (LE, 1). De este carácter necesario deriva el derecho de trabajar, para toda persona.
b) Dimensión personal: El trabajo es, ante todo, expresión de una personalidad. Contra la reducción liberal del trabajo-mercancía, es indispensable afirmar este carácter. El sujeto vuelca en su actividad laboral su ser, sus cualidades, su capacidad intelectual, moral y creadora; esto ha de verificarse aún en las tareas más ingratas y primarias. De ahí se sigue que el trabajo deba realizarse en condiciones tales que aseguren al trabajador el ejercicio de su aptitud intelectual, su iniciativa y su responsabilidad. De lo contrario, el trabajo se convertiría en un mecanismo de despersonalización y masificación del sujeto. Por otra parte, este carácter personal implica que el trabajador es propietario de su trabajo y de su capacidad de trabajo u oficio. Nadie debe, en consecuencia, disponer arbitrariamente del mismo, como lo practican los regímenes totalitarios.
Tampoco ha de separarse la retribución económica del trabajo, de la persona que lo realiza y de su dignidad propia. No se “paga” simplemente un producto, sino que a través de dicha producción la persona ha de mantener un nivel de vida digno, cosa que escapa a la discusión de las partes, y debe ser respetada en todo circunstancia.
c) Dimensión social: el trabajador no es simplemente un operario que conoce su oficio y satisface sus necesidades individuales. Es también un ser solidario que, con su actividad, contribuye al mantenimiento de otras personas, en primer término sus familiares a cargo. El reconocimiento de la dimensión familiar del trabajo y del salario, es esencial dentro de un orden de justicia, ya que resulta imposible disociar a la persona de sus deberes familiares.
Asimismo, cada trabajador contribuye con su esfuerzo a asegurar la prosperidad general, con lo cual el trabajo debe ser un vínculo de unión y no de separación y discordia social. Pero, este progreso que es fruto del esfuerzo común ha de ser distribuido equitativamente entre todos los sectores de la sociedad, aún de aquellos que no pueden contribuir en la misma medida a las necesidades generales -niños, ancianos, enfermos. De tal exigencia, se sigue la necesidad de redistribuir la riqueza producida, especialmente en los sectores menos favorecidos.
6. El salario justo
Desde el punto de vista personal, el salario tiene en cuenta la calidad y cantidad de bienes y servicios producidos por el individuo. Es justo que, a mayor complejidad y responsabilidad del trabajo realizado, corresponda un salario más elevado. Pero, también debe tomarse en consideración la satisfacción de las necesidades del trabajador y de su familia.
La Constitución “Gaudium et Spes”, define de esta manera el salario justo: “la remuneración del trabajo debe ser tal, que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común.” (GS, 67)
En forma más detallada, un salario justo debe estar integrado por tres elementos complementarios:
i) La parte destinada a la satisfacción de las necesidades del trabajador. Este elemento está directamente relacionado con la adquisición de los bienes de consumo y los servicios indispensables para la vida del trabajador y de su familia.
ii) La parte destinada a la seguridad social. El aporte que realiza el empleador para contribuir con los gastos del trabajador en materia de previsión social y de su obra social -para la salud-, constituye en sentido estricto un salario diferido.
iii) La parte destinada al ahorro. Sin capacidad de ahorro, no hay posibilidad de progreso, a lo sumo, el trabajador mantendrá su situación o nivel alcanzado.
Por eso, es necesario recordar, como lo hizo Juan Pablo II, en una Encíclica dedicada al trabajo humano -”Laborem Exercens”- un principio enseñado siempre por la Iglesia:
“Es el principio de la prioridad del trabajo sobre el capital. Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto del cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el capital, siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental.” (LE, 12)
Resulta falso, entonces, atribuir únicamente al capital lo que es resultado de la efectividad unida de los dos factores de la producción. Y ya Pío XI estimaba conveniente que el contrato de trabajo se complementara, en la medida de lo posible, con un contrato de sociedad. “De este modo, los obreros y empleados se hacen socios en el dominio y en la administración o participan, en cierta medida, de los beneficios percibidos.” (QA, 65)
Fuentes:
Sacheri, Carlos. “La Iglesia y lo social”; Bahía Blanca, La Nueva Provincia, 1972.
Laje S.J. Enrique. “Iglesia y sociedad humana”; San Miguel, Ediciones Diego de Torres, 1989.
PROPIEDAD Y TRABAJO
1. Propiedad privada
2. Función social de la propiedad
3. Bienes necesarios y superfluos
4. Difusión de la propiedad
5. El trabajo humano
6. El salario justo
1. Propiedad privada
Es la capacidad jurídica de tener, usar y disponer de una cosa, como propia, con exclusividad. Los argumentos para defender la conveniencia de la propiedad privada, ya fueron expuestos por Aristóteles, y confirmados por Santo Tomás:
· Cada uno cuida con más solicitud lo que le pertenece exclusivamente, que aquello que es propiedad común de todos o de muchos; en tal caso, efectivamente, cada uno, evitando el esfuerzo, deja a los demás la incumbencia de cuidar lo que es común, como sucede cuando hay un gran número de servidores.
· Existe más orden en la administración de los bienes, cuando se confía el cuidado de cada cosa discriminadamente a diversas personas, al paso que existiría confusión si todos se ocuparan indistintamente de todo.
· La paz entre los hombres, está garantizada mejor si cada cual está satisfecho con lo que le pertenece. De hecho, vemos que surgen más disensiones entre los que poseen una cosa en común e indivisa.
Reflexionaba León XIII: “Los hombres, sabiendo que trabajan lo que es suyo, ponen mayor esmero y entusiasmo.” “No hay nadie que deje de ver lo mucho que importa este entusiasmo de la voluntad para la abundancia de productos y para el incremento de las riquezas de la sociedad.” (RN, 33)
La Iglesia siempre ha defendido, con energía, que la propiedad privada de los bienes materiales es un derecho natural de la persona, cuyo respeto y protección es fundamental para la paz y la prosperidad sociales. En efecto, si el hombre es un ser racional, libre y responsable, la primera proyección de su naturaleza en el campo de los bienes económicos, de los cuales ha de servirse para vivir y alcanzar su plenitud, es precisamente la propiedad privada y personal sobre tales bienes.
No obstante lo señalado, el derecho de propiedad es un derecho secundario o derivado. En efecto, y pese a su carácter de atributo fundamental de la persona, la propiedad se inscribe entre los derechos que hacen a la conservación de la existencia. El derecho a la conservación de la propia vida es un atributo radical primario, de todo ser humano por el solo hecho de ser tal. De la tendencia natural a nuestra conservación, deriva el derecho de todo hombre a la libre disposición de los bienes necesarios a dicha subsistencia; si el hombre no puede vivir sin utilizar y consumir bienes materiales, el derecho a la vida sería una mera ficción si no involucrara la disponibilidad efectiva de los bienes básicos indispensables.
Este derecho natural a la libre disposición de los bienes es anterior al derecho de propiedad privada sobre los mismos. En esta perspectiva, el derecho de propiedad se sigue a manera de medio indispensable para asegurar más eficazmente la libre disposición de bienes para todos los hombres. Esta reflexión pone de manifiesto la gravedad del error liberal, según el cual la propiedad no admite limitación alguna so pena de verse destruida en los hechos. Por el contrario, el orden natural señala que este derecho no es un derecho absoluto sino subordinado a otro aún más fundamental y anterior, como lo recuerda Juan XXIII:
“...el derecho de todo hombre a usar de los bienes materiales para su decoroso sustento tiene que ser estimado como superior a cualquier otro derecho de contenido económico y, por consiguiente, superior también al derecho de propiedad privada.” (MM, 43)
El derecho de propiedad se ejerce sobre dos tipos de bienes:
a) los llamados bienes de consumo, que son aquellos objetos cuya utilización implica su desgaste y destrucción, como los alimentos o la vestimenta;
b) los bienes de producción, que son aquellos que no están destinados al consumo, sino que se emplean en la producción de otros bienes, por ejemplo las máquinas.
Otra distinción importante es la existente entre propiedad privada y propiedad pública. La primera corresponde y es ejercida por los individuos y grupos intermedios de la sociedad.
La propiedad pública, constituye el patrimonio del Estado, el cual reserva ciertos bienes materiales sustrayéndolos a la apropiación individual.
Podrá dudar alguien si no bastaría, para asegurar el respeto pleno del hombre, reconocer la propiedad privada sobre los bienes de consumo. La respuesta es terminante: no basta el reconocimiento a disponer de los bienes de consumo; la propiedad privada ha de extenderse a los bienes de producción. Así lo recuerda la Encíclica “Mater et Magistra”:
“...la historia y la experiencia demuestran que en los regímenes políticos que no reconocen a los particulares la propiedad, incluída la de los bienes de producción, se viola o se suprime totalmente el ejercicio de la libertad humana en las cosas más fundamentales...”. (MM, 109)
Si en la actividad económica, los particulares no pudiesen formar empresas y tomar iniciativas propias, el margen de libertad en este plano sería muy limitado, pues las grandes decisiones en cuanto a precios, intercambios y producción de bienes, quedarían reservadas siempre al sector público.
En la propiedad privada, deben distinguirse dos aspectos:
► El dominio: es la capacidad de gestión y disposición sobre las cosas propias. Corresponde exclusivamente al propietario, quien decide sobre sus bienes de acuerdo a su propio juicio y sólo frente a su conciencia. Se trata de un verdadero poder estable y personal que no está subordinado a un poder jerárquico superior del cual dependería para tomar sus decisiones.
► El uso y goce de las cosas mismas: el Concilio Vaticano II ha ratificado la doctrina tradicional de Santo Tomás, que en cuanto al uso, el hombre no debe considerar los bienes externos como propios, sino como comunes, de tal manera que el propietario fácilmente comunique (comparta) las cosas con los demás, si las necesitan.
“Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás.” (GS, 69)
2. Función social de la propiedad
Si el liberalismo fue sensible al hecho de que si se traba la iniciativa privada, no habrá producción abundante de bienes económicos, las corrientes socialistas reivindicaron otra verdad parcial, a saber, que el uso de los bienes ha de ordenarse a las necesidades sociales. El error de ambos planteos, es haber desconocido que ambas afirmaciones no son excluyentes sino absolutamente complementarias.
En efecto, falto de regulación moral adecuada, el individuo tiene a subordinar a sus intereses egoístas el uso de los bienes que posee. Este egoísmo -alentado por el individualismo liberal- trae aparejada toda clase de abusos e injusticias. Quien posee tiende a imponer condiciones injustas a quienes no poseen bien alguno, con el objeto de aumentar las propias ganancias, como lo atestigua la historia.
Tales situaciones parten del desconocimiento de la función social de la propiedad. Este concepto complementa y equilibra la función personal antes explicada. Siendo la propiedad un derecho derivado, su ejercicio efectivo ha de ordenarse no sólo a la satisfacción de las necesidades individuales, sino también al bien común de la sociedad política. Los bienes de los particulares deben contribuir a solventar todas aquellas actividades y servicios de utilidad común, que son indispensables a la buena marcha de la sociedad. El régimen impositivo es un ejemplo claro del ordenamiento a los fines sociales.
Pero la función social no se agota en dicha contribución. La rentabilidad de los bienes, en especial de los bienes de producción, ha de ordenarse a proporcionar a todas las familias y sectores sociales un nivel de vida adecuado y una seguridad contra los riesgos vitales (enfermedad, muerte, etc.). Ello requiere una justa distribución de los ingresos, cuyo arbitraje supremo deberá ser ejercido por la autoridad política. Por eso, Juan Pablo II, en el discurso inaugural de la Conferencia Episcopal de Puebla (1979), afirmó que sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social.
3. Bienes necesarios y superfluos
Ahora bien, ¿cómo podrá determinar el mismo propietario la utilización que puede hacer de los bienes? La medida le está dada por la necesidad que él mismo tiene de ellos. Es decir, la doctrina reconoce que existen bienes sobre los cuales nadie tiene derecho sino el mismo propietario. Tales bienes son los llamados necesarios, en cuanto de ellos depende la existencia, la vida, el desarrollo de la persona del propietario y su familia.
Estos bienes necesarios, abarcan no sólo los que mantienen la vida (alimentación, vestido, vivienda), sino también los necesarios para mantener el nivel de vida habitual del propietario y su familia, y afrontar gastos inevitables (enfermedades, viajes de estudio, etc.).
Los bienes que no sean necesarios, se denominan superfluos. Sobre los bienes necesarios, el derecho del propietario es pleno. No así sobre los bienes superfluos; en caso de necesidad extrema de otra persona, que pone en peligro su vida o su salud, cede el derecho natural -secundario- de propiedad, frente al derecho natural -primario- de todos los hombres a utilizar aquellos bienes que les son necesarios. En estos casos de extrema necesidad, el indigente tiene derecho a disponer del bien necesario, aunque pertenezca a otra persona, sin que esta utilización pueda ser encuadrada como un robo o un hurto, pues la necesidad hace común dicho bien.
Como enseña Sto. Tomás: “Las cosas que alguien tiene sobreabundantemente se deben por derecho natural al sustento de los pobres.” Por eso, en caso de indigencia grave del prójimo, es de justicia dar de lo superfluo; y por caridad, ayudar incluso con una parte de los bienes que no resulten absolutamente necesarios.
Pío XI, en la Encíclica “Quadragesimo Anno”, afirma:
“Tampoco quedan en absoluto al arbitrio del hombre los réditos libres, es decir, aquellos que no le son necesarios para el sostenimiento decoroso y conveniente de su vida, sino que, por contrario, tanto la Sagrada Escritura como los Santos Padres de la Iglesia evidencian con un lenguaje de toda claridad que los ricos están obligados por el precepto gravísimo de practicar la limosna, la beneficencia y la liberalidad.” (p. 50)
En el orden nacional, el Estado deberá cuidar que todos los miembros de la comunidad reciban y puedan obtener con facilidad, los bienes necesarios. Y sobre los superfluos, podrá orientarlos cuando vea que la distribución no se hace con la debida facilidad, a través de la aplicación por parte de los mismos propietarios, al fin social. Cuando el propietario descuida el compartir sus bienes y la discreción en el uso de los mismos, la sociedad tendrá derecho a intervenir en defensa de la destinación universal de los bienes.
De aquí nace la función rectificadora del Estado acerca de la propiedad privada. Solamente en esta circunstancia, en cuanto que el propietario olvida la finalidad social de los bienes, puede aceptarse la expropiación de los mismos.
Pero, aún en esos casos, de mal uso o de no uso de los bienes, no se pierde el dominio sobre los mismos del propietario. Sino que surge para el Estado un derecho superior, fundado en el bien común, que es el de corregir el uso.
4. Difusión de la propiedad
No basta, por cierto, reconocer jurídicamente el derecho de propiedad, sino se verifica en la realidad el derecho a la propiedad. En palabras de Juan XXIII:
“No basta, sin embargo, afirmar que el hombre tiene un derecho natural a la propiedad privada de los bienes, incluidos los de producción, si, al mismo tiempo, no se procura, con toda energía, que se extienda a todas las clases sociales el ejercicio de ese derecho.” (MM, 113)
Hoy, más que nunca, existe la posibilidad de difundir la propiedad, pues los recursos técnicos y el mayor dominio de los recursos naturales, permite, si se aplica una adecuada política económica y social: “...el acceso a la propiedad privada de los siguientes bienes: bienes de consumo duradero; vivienda; pequeña propiedad agraria; utillaje necesario para la empresa artesana y para la empresa agrícola familiar; acciones de empresas grandes o medianas; todo lo cual se está ya practicando con pleno éxito en algunas naciones económicamente desarrolladas y socialmente avanzadas.” (MM, 115)
5. El trabajo humano
Las necesidades humanas básicas son satisfechas mediante el consumo de los bienes materiales correspondientes. Pero, para asegurar un consumo suficiente, resulta indispensable producir dichos bienes -de suyo, escasos- en cierta cantidad. La relación producción-consumo, plantea el problema del trabajo, puesto que éste es la actividad humana mediante la cual el hombre transforma las cosas con miras a la satisfacción de sus necesidades materiales y espirituales.
Si bien el vocablo trabajo abarca, en sentido amplio, actividades intelectuales, artísticas y deportivas, su acepción primera se refiere a la actividad económica. También existen diversas concepciones teóricas sobre el significado del trabajo, que conviene distinguir.
► Para el liberalismo, el trabajo es, ante todo, una mercancía, esto es, una cosa que se compra o vende como un bien cualquiera. En consecuencia, el trabajo tiene un precio, determinado por ley de la oferta y la demanda. Pero la situación del patrón que compra y del trabajador que vende, no es equivalente. Por otra parte, todo empresario procura producir el máximo de bienes al menor costo posible; entonces, de no existir normas adecuadas, esto conduce a pagar el menor salario posible.
► El marxismo, por su parte, constituye la mayor exaltación del trabajo que se haya dado en la historia de la humanidad; es, por así decir, la apoteosis del homo faber. A tal punto, que Marx -en “El Capital”- adhiere a la definición de Franklin del hombre como un animal fabricante de herramientas. Para él, el hombre no es otra cosa sino una pura energía laboral, y se crea incesantemente a sí mismo, través del trabajo.
► El cristianismo, de acuerdo a las exigencias del orden natural en economía, reconoce al trabajo humano una triple dimensión:
a) Realidad necesaria: el hombre no puede vivir sin trabajar, puesto que es gracias a su trabajo que puede procurarse todos los bienes que su existencia requiere. Ese esfuerzo es penoso y cansador, por lo cual el individuo lo rehuye en lo posible, pero no puede ser evitado. Juan Pablo II afirma: “Si bien es verdad que el hombre se nutre con el pan del trabajo de sus manos...es también verdad perenne que él se nutre de ese pan con el sudor de su frente...” (LE, 1). De este carácter necesario deriva el derecho de trabajar, para toda persona.
b) Dimensión personal: El trabajo es, ante todo, expresión de una personalidad. Contra la reducción liberal del trabajo-mercancía, es indispensable afirmar este carácter. El sujeto vuelca en su actividad laboral su ser, sus cualidades, su capacidad intelectual, moral y creadora; esto ha de verificarse aún en las tareas más ingratas y primarias. De ahí se sigue que el trabajo deba realizarse en condiciones tales que aseguren al trabajador el ejercicio de su aptitud intelectual, su iniciativa y su responsabilidad. De lo contrario, el trabajo se convertiría en un mecanismo de despersonalización y masificación del sujeto. Por otra parte, este carácter personal implica que el trabajador es propietario de su trabajo y de su capacidad de trabajo u oficio. Nadie debe, en consecuencia, disponer arbitrariamente del mismo, como lo practican los regímenes totalitarios.
Tampoco ha de separarse la retribución económica del trabajo, de la persona que lo realiza y de su dignidad propia. No se “paga” simplemente un producto, sino que a través de dicha producción la persona ha de mantener un nivel de vida digno, cosa que escapa a la discusión de las partes, y debe ser respetada en todo circunstancia.
c) Dimensión social: el trabajador no es simplemente un operario que conoce su oficio y satisface sus necesidades individuales. Es también un ser solidario que, con su actividad, contribuye al mantenimiento de otras personas, en primer término sus familiares a cargo. El reconocimiento de la dimensión familiar del trabajo y del salario, es esencial dentro de un orden de justicia, ya que resulta imposible disociar a la persona de sus deberes familiares.
Asimismo, cada trabajador contribuye con su esfuerzo a asegurar la prosperidad general, con lo cual el trabajo debe ser un vínculo de unión y no de separación y discordia social. Pero, este progreso que es fruto del esfuerzo común ha de ser distribuido equitativamente entre todos los sectores de la sociedad, aún de aquellos que no pueden contribuir en la misma medida a las necesidades generales -niños, ancianos, enfermos. De tal exigencia, se sigue la necesidad de redistribuir la riqueza producida, especialmente en los sectores menos favorecidos.
6. El salario justo
Desde el punto de vista personal, el salario tiene en cuenta la calidad y cantidad de bienes y servicios producidos por el individuo. Es justo que, a mayor complejidad y responsabilidad del trabajo realizado, corresponda un salario más elevado. Pero, también debe tomarse en consideración la satisfacción de las necesidades del trabajador y de su familia.
La Constitución “Gaudium et Spes”, define de esta manera el salario justo: “la remuneración del trabajo debe ser tal, que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común.” (GS, 67)
En forma más detallada, un salario justo debe estar integrado por tres elementos complementarios:
i) La parte destinada a la satisfacción de las necesidades del trabajador. Este elemento está directamente relacionado con la adquisición de los bienes de consumo y los servicios indispensables para la vida del trabajador y de su familia.
ii) La parte destinada a la seguridad social. El aporte que realiza el empleador para contribuir con los gastos del trabajador en materia de previsión social y de su obra social -para la salud-, constituye en sentido estricto un salario diferido.
iii) La parte destinada al ahorro. Sin capacidad de ahorro, no hay posibilidad de progreso, a lo sumo, el trabajador mantendrá su situación o nivel alcanzado.
Por eso, es necesario recordar, como lo hizo Juan Pablo II, en una Encíclica dedicada al trabajo humano -”Laborem Exercens”- un principio enseñado siempre por la Iglesia:
“Es el principio de la prioridad del trabajo sobre el capital. Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto del cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el capital, siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental.” (LE, 12)
Resulta falso, entonces, atribuir únicamente al capital lo que es resultado de la efectividad unida de los dos factores de la producción. Y ya Pío XI estimaba conveniente que el contrato de trabajo se complementara, en la medida de lo posible, con un contrato de sociedad. “De este modo, los obreros y empleados se hacen socios en el dominio y en la administración o participan, en cierta medida, de los beneficios percibidos.” (QA, 65)
Fuentes:
Sacheri, Carlos. “La Iglesia y lo social”; Bahía Blanca, La Nueva Provincia, 1972.
Laje S.J. Enrique. “Iglesia y sociedad humana”; San Miguel, Ediciones Diego de Torres, 1989.
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