Sumario: Módulo 1

Pío IX
INTRODUCCIÓN AL MAGISTERIO DE LA IGLESIA

1. Autenticidad del Magisterio
2.
Tradición
3.
Concilios
4.
Interpretación del Magisterio
5. La
indefectibilidad de la Iglesia
6.
Documentos Pontificios
7
. Características del Magisterio de la Iglesia


El Magisterio de la Iglesia siempre ha sido motivo de polémica, como lo fue la Iglesia misma, y el propio Cristo, mientras vivió en el mundo. Pero en la actualidad, se acentúa este problema por la crisis general de la era moderna, en la que se rechaza toda manifestación de una autoridad que no se haya elegido.
Puede agregarse el desconocimiento habitual del contenido del Magisterio, otra característica de la época. Tengamos en cuenta, por ejemplo, que del nuevo Catecismo se han publicado diez millones de ejemplares, cantidad que impresiona, pero que representa el uno por ciento (l %) del total de católicos existentes en la actualidad. Es decir, que el 99 % de los católicos del mundo, nunca han tenido ni siquiera un Catecismo en sus manos.

El Concilio Vaticano II definió a la Iglesia “como un sacramento”; esta frase no pretende afirmar que se añade a los siete sacramentos conocidos uno más. Se trata de argumentar que, así como los sacramentos son instrumentos de Cristo para distribuir su gracia entre los hombres, la Iglesia es una institución que sirve a Cristo de instrumento para realizar la salvación de los hombres. Es claro que siempre son gratos a Dios quienes le temen y practican la justicia, pero no es menos cierto que Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres, y que Él instituyó a la Iglesia como instrumento necesario de salvación.
“Por lo cual no podrían salvarse aquellos hombres que, conociendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios a través de Jesucristo como necesaria, sin embargo, se negasen a entrar o a perseverar en ella.” (Lumen Gentium, p. l4)

Cristo no dio a su Iglesia sólo los sacramentos, sino que le dio su Palabra, o sea el conjunto de su mensaje, para que lo transmitiera fielmente a todos los hombres de todas las generaciones. Esto significa que la Palabra de Dios nos llega necesariamente canalizada por el conducto de instrumentos humanos. Cuando Rousseau exclamaba: ¡Cuántos hombres entre Dios y yo!, mostraba que no había captado la profunda dimensión de la sacramentalidad de la Iglesia, es decir, lo divino operante por medio de instrumentos humanos. Ya los gnósticos, en el siglo II, distinguían la Iglesia institucional de la Iglesia carismática e invisible. También la Reforma Protestante postula la fe sin intermediarios y la Escritura sin intérpretes.

Lo más grave es que actualmente se nota un neoprotestantismo en ámbitos católicos, que se traduce en la desconfianza y la crítica permanentes a la Iglesia "oficial" -la jerarquía. El Magisterio advierte con claridad: “...la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino.” (Lumen Gentium, p. 8)

Debe aceptarse, asimismo, que el Magisterio eclesiástico no es científico. Pío XII lo explica así: “El Magisterio de la Iglesia no es científico, sino testimoniante. Es decir, no se funda en las razones intrínsecas que se dan, sino en la autoridad del testimonio. (...) De aquí que, aún cuando a alguien, en una ordenación de la Iglesia, no parezcan convencerle las razones alegadas, sin embargo, permanece la obligación de la obediencia.” (Acta Apostolicæ Sedis 46 [l954] 67l/672) Esto explica la importancia que los evangelistas atribuyeron a los milagros como signos de la autoridad de Jesús: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed a las obras (aunque no me creáis a mí), para que sepáis y conozcáis que el Padre está en mi y yo en el Padre” (Jn l0,37-38).
El proceso es resumido por San Agustín: por sus milagros se conquistó la autoridad, por su autoridad mereció la fe, por la fe congregó la multitud.



1. Autenticidad del Magisterio

En nuestra época se ha generalizado la convicción de que la humanidad ha llegado a su mayoría de edad, lo que fundamenta la resistencia a toda heteronomía -normas que provienen de afuera- y a todo dogmatismo doctrinal. Por eso es necesario insistir en que fue Cristo quien envió a sus apóstoles con la misión de predicar el Evangelio. De allí surge la autenticidad del Magisterio, tanto de los apóstoles como de sus sucesores, los obispos, a quienes entregaron la antorcha viva de la misión recibida, mediante el rito de imposición manos. Entonces, la regla segura para conocer la verdadera doctrina de los apóstoles es el consenso de los obispos, que descienden de ellos. San Ireneo y otros, componen las listas de los obispos, que se suceden unos a otros hasta entroncar con un apóstol.

La misión de los apóstoles y de sus sucesores es la de enseñar todo y solo el Evangelio. La predicación de la Iglesia se basa en la conservación íntegra del depósito de la revelación cristiana. De allí el término jurídico “depósito” que utiliza San Pablo al exhortar a Timoteo a custodiarlo fielmente. Ni los apóstoles, ni los obispos, ni la Iglesia, son dueños de él; lo han recibido para transmitirlo fielmente, hasta la consumación de los siglos y para devolverlo intacto al final de los tiempos. Y esto, de tal forma, que ni un ángel del cielo podrá quitar ni añadir cosa alguna (Gál l,8).

La autoridad del Magisterio eclesiástico no es otra cosa sino un carisma al servicio de la fiel transmisión y de la mayor eficacia de la Palabra de Dios. Por eso, cuando la Iglesia define un dogma de fe, en realidad no está imponiendo nada. Lo que hace es testificar, constatar con certeza que una verdad está contenida en la revelación cristiana. El acto de fe en un dogma definido no es fe a la Iglesia, sino fe a la Palabra de Dios, que nos llega por medio del testimonio de la Iglesia. Entonces, incluso a nivel histórico, dejando de lado lo sobrenatural, debe admitirse que en el Magisterio de la Iglesia existe una credibilidad en la transmisión del mensaje que difícilmente puede superar otra institución humana. Pues cualquier otra institución normalmente cambia a través del tiempo. La Iglesia, por el contrario, depende de la fidelidad al mensaje primitivo, sin adulteraciones ni agregados que pongan en peligro su contenido original.

Un problema a dilucidar es el de los libros inspirados. Los apóstoles escribieron o supervisaron la redacción de estos libros, que, por ser inspirados por Dios, son verdaderamente Palabra de Dios. Por lo tanto, los protestantes sostienen que no es necesario el Magisterio, para quienes es suficiente la Escritura sola. Es que el Magisterio no está sobre la Sagrada Escritura; está para garantizar su correcta interpretación, por “aquellos que en la Iglesia poseen la sucesión desde los apóstoles y que han conservado la Palabra sin adulterar e incorruptible” (San Ireneo).

La historia muestra que todas las herejías se han basado en alguna expresión bíblica separada de su contexto vital. Los libros inspirados no pueden entenderse sino dentro de la fe de la Iglesia, en la que han nacido. Este es un principio de hermenéutica sensato y natural; San Agustín exclamaba: “Yo no creería en el Evangelio si no me impeliera a ello la autoridad de la Iglesia”. La credibilidad del Magisterio se funda en tres razones:

a) “recibieron del Señor la misión de enseñar a todas las gentes”. El apóstol es un delegado el maestro, un embajador que lo representa con plenos poderes.

b) Cristo prometió “Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos”. Los hombres tienen que creer en él porque fuera de él no hay salvación posible. Pero el único acceso para llegar a él es el testimonio de los apóstoles y de sus sucesores. Sería indigno de Dios no ofrecer las garantías necesarias de que ese testimonio es confiable.

c) “Para el desempeño de su misión, Cristo Señor prometió a sus apóstoles el Espíritu Santo” (Lumen Gentium, 24). De aquí se sigue que los fieles deben aceptar la doctrina de su obispo en materia de fe y costumbres y “adherirse a ella con religiosa sumisión de voluntad y entendimiento” (Id, 25).




2. Tradición

Del modo indicado se inicia el proceso de “tradición” de la revelación. Iglesia y tradición están, pues, íntimamente ligadas entre sí, desde el tiempo en que no existían aún los libros del Nuevo Testamento. Las cartas pastorales a Timoteo y Tito, con su insistencia en la necesidad de permanecer firmes en el depósito de la fe transmitida por los apóstoles, fundamentan bíblicamente el principio de la tradición. A esta tradición, que se remonta a los testigos oculares, le corresponderá mantener viva y fiel la memoria de Cristo por todas las generaciones.
La tradición precede y engloba incluso la redacción de los textos del Nuevo Testamento, que entrarían luego a formar parte de la lista oficial de los libros canónicos. El anuncio de la buena noticia, funda la Iglesia; el grupo de los que, habiendo creído en el Evangelio, constituirán la comunidad que prolongará en el tiempo la de los discípulos inmediatos de Jesús.

La Tradición obedece a una doble exigencia: de fidelidad y de progreso. “Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón...” (Dei Verbum, 8). La Tradición, entonces, no es sinónimo de inmovilidad y conservadorismo. Von Balthasar ha hecho notar que todos los cismas de la historia han tenido su origen en una actitud conservadora. El cisma de Oriente, se debió a que se reconoció hasta el II Concilio de Nicea, únicamente. Para la Reforma, era válido lo que estaba consignado literalmente en la Escritura.

A veces, sin embargo, no resulta fácil determinar lo que se puede reformar en la Iglesia. Un ejemplo es el de la admisión de las mujeres al sacerdocio. Algunos han sostenido que es una tradición puramente eclesiástica. Pablo VI, y luego Juan Pablo II han sostenido que existe una tradición válida, que se impone a la Iglesia, y frente a la cual no poseen autoridad para introducir modificaciones. El actual pontífice lo explica así:

“En el vasto trasfondo del gran misterio, que se expresa en la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia, es posible también comprender de modo adecuado el hecho de la llamada de los doce. Cristo, llamando como apóstoles suyos sólo a hombres, lo hizo de un modo totalmente libre y soberano. Y lo hizo con la misma libertad con que en todo su comportamiento puso en evidencia la dignidad y la vocación de la mujer, sin amoldarse al uso dominante y a la tradición avalada por la legislación de su tiempo. Por lo tanto, la hipótesis de que haya llamado como apóstoles a unos hombres, siguiendo la mentalidad difundida en su tiempo, no refleja completamente el modo de obrar de Cristo.” (Mulieris Dignitatem, p. 26)



3. Concilios

Uno de los errores más comunes en nuestra época, es pensar que la Iglesia Católica recién adquirió su pleno desarrollo con el Concilio Vaticano II, ignorando que se celebraron, antes, otros veinte Concilios, en los que se esclarecieron dudas y se precisaron conceptos. En un rápido repaso, mencionaremos algunos de los Concilios más importantes de la historia de la Iglesia.

NICEA (325): convocado por el Emperador Constantino. Condenó la herejía Arriana, que sostenía que Cristo es una criatura de Dios. Definió: la identidad de naturaleza de Padre e Hijo, con la misma sustancia.

EFESO (431): condenó la herejía Nestoriana, que separaba las dos naturalezas de Cristo. Definió: la unión hipostática de las dos naturalezas; y reconoció a la Virgen María como Theotokos, Madre de Dios.

CALCEDONIA (451): condena el monofisismo, que afirma que existe en Cristo una sola naturaleza, la divina.

CONSTANTINOPLA III (680): condena el monotelismo, que sostiene que existe una sola voluntad en Cristo. Define: hay dos voluntades en Cristo.

NICEA II (787): Declara legítimo el culto a las imágenes religiosas, que había sido prohibido por el Emperador León. Distingue: veneración, que se debe a la Virgen y a los Santos, y la adoración (latría) que corresponde únicamente a Dios.

TRENTO (l545/l563): considerado el más importante de los Concilios, pues perfeccionó todos los fundamentos doctrinarios: sacramentos, Misa, pecado original, seminarios, justificación.

VATICANO I (l869): precisó la doctrina frente a errores liberales, y fijó la infalibilidad pontificia.

VATICANO II (l962/l965): aprobó l6 documentos pastorales, de los que el más importante para la enseñanza social es la Constitución Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo.



4. Interpretación del Magisterio

En 1993, en un discurso dirigido a los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica, Juan Pablo II se refirió al problema de la interpretación de la Palabra de Dios:

“La docilidad al Espíritu Santo produce y refuerza otra disposición, necesaria para la orientación correcta de la exégesis: la fidelidad a la Iglesia. El exegeta católico no alimenta el equívoco individualista de creer que, fuera de la comunidad de los creyentes, se pueden comprender mejor los textos bíblicos. Lo que es verdad es todo lo contrario, pues esos textos no han sido dados a investigadores individuales para satisfacer su curiosidad o proporcionarles temas de estudio e investigación (Divino Afflante Spiritu; Enchiridion biblicum, 566); han sido confiados a la comunidad de los creyentes, a la Iglesia de Cristo, para alimentar su fe y guiar su vida de caridad. Respetar esta finalidad es condición para la validez de la interpretación.” (p. 10)

“ También el Concilio Vaticano II lo ha afirmado: Todo lo dicho sobre la interpretación de la Escritura queda sometido al juicio definitivo de la Iglesia, que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la palabra de Dios (Dei Verbum, l2).”(p. 10)

“No habían transcurrido cinco años de la publicación de la Divino Afflante Spiritu, cuando el descubrimiento de los manuscritos de Qumram arrojaron nueva luz sobre un gran número de problemas bíblicos y abrieron otros campos de investigación.”(p. 12)

“La Biblia ejerce su influencia a lo largo de los siglos. Un proceso constante de actualización adapta la interpretación a la mentalidad y al lenguaje contemporáneos. El carácter concreto e inmediato del lenguaje bíblico facilita en gran medida esa adaptación, pero su arraigo en una cultura antigua suscita algunas dificultades. Por tanto, es preciso volver a traducir constantemente el pensamiento bíblico al lenguaje contemporáneo, para que se exprese de una manera adaptada a sus oyentes. En cualquier caso, esta traducción debe ser fiel al original, y no puede forzar los textos para acomodarlos a una lectura o a un enfoque que esté de moda en un momento determinado.” (p. 15)[1].

La Congregación para la Doctrina de la Fe, ha indicado los límites que deben respetar los teólogos en la tarea de investigación:

“Aunque la doctrina de la fe no esté en tela de juicio, el teólogo no debe presentar sus opiniones o sus hipótesis divergentes como si se tratara de conclusiones indiscutibles. Esta discreción está exigida por el respeto al pueblo de Dios (cfr. Rom. l4, l-l5; l Col. 8, l0. 23-33). Por esos mismos motivos ha de renunciar a una intempestiva expresión pública de ellas.”

“De igual manera no sería suficiente el juicio de la conciencia subjetiva del teólogo, porque ésta no constituye una instancia autónoma y exclusiva para juzgar la verdad de una doctrina.”

En diversas ocasiones el Magisterio ha llamado la atención sobre los graves inconvenientes que acarrean a la comunión de la Iglesia aquellas actitudes de oposición sistemática, que llegan incluso a constituirse en grupos organizados. En la Exhortación apostólica Paterna cum benevolentia, Pablo VI ha presentado un diagnóstico que conserva toda su actualidad. Ahora se quiere hablar en particular de aquella actitud pública de oposición al magisterio de la Iglesia, llamada también disenso, que es necesario distinguir de la situación de dificultad personal, de la que se ha tratado más arriba. El fenómeno del disenso puede tener diversas formas y sus causas remotas o próximas son múltiples.
Entre los factores que directa o indirectamente pueden ejercer su influjo hay que tener en cuenta la ideología del liberalismo filosófico que impregna la mentalidad de nuestra época.”[2]


5. La indefectibilidad de la Iglesia

La afirmación de que la Iglesia es indefectible -que no puede faltar- expresa una triple certeza: l) que no desaparecerá a lo largo de la historia; 2) que seguirá existiendo tal como Cristo la ha querido, sin sufrir cambios sustanciales que equivaldrían prácticamente a su destrucción; 3) que se mantendrá fiel a Cristo.
La indefectibilidad de la Iglesia descansa en la promesa del Señor de permanecer siempre con ella y de defenderla de los ataques del Mal. El Vaticano II ha expresado esto en un texto muy denso, que excluye interpretaciones simplistas:
“Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso” (LG, 9).

Entonces, la confianza de la Iglesia en su fidelidad no es fruto de la soberbia humana, sino de la confianza en la gracia de Dios. Por otra parte, ningún miembro de la Iglesia, en particular, tiene garantía de perseverar en la fe. Incluso los grupos como tales, pueden apartarse de la fe, dando origen a sectas heréticas. La garantía se le da a la Iglesia en su totalidad, por lo que es imposible que toda la Iglesia pueda caer en un error que la ponga en contra del evangelio de Jesucristo. Dice el Concilio:
La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Espíritu Santo, no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando desde los obispos hasta los últimos laicos presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres” (LG, l2).

Lo que se describe así es el llamado sensus fidei, o sentido común de la fe, que es uno de los filones de la tradición. El magisterio de Pío IX, al definir el dogma de la inmaculada concepción de María (l854), y el de Pío XII, al definir el dogma de la asunción corporal al cielo de la Virgen (l950), se apoyaron en el sensus fidei. En efecto, ambos papas pidieron a los obispos que informaran sobre la vivencia al respecto, del clero y de los fieles, antes de proclamar el dogma.




6. Documentos Pontificios

El Sumo Pontífice utiliza los siguientes tipos de documentos:

CARTAS ENCICLICAS: documentos del papa, dirigidos a los Obispos, sobre un tema importante. El título consigna las primeras palabras del texto, generalmente en latín.

EPISTOLAS ENCICLICAS: son poco frecuentes y se usan para dar instrucciones, por ejemplo, sobre un Año Santo.

CONSTITUCION APOSTOLICA: por este medio, el papa ejerce su autoridad sobre temas administrativos. Por ejemplo, creación de una nueva Diócesis.

EXHORTACION APOSTOLICA: se utiliza normalmente después de un Sínodo de Obispos. Ejemplo: “Catechesi Tradendae”, sobre la catequesis en nuestro tiempo, l6-l0-l979.

CARTA APOSTOLICA: dirigida a un grupo de personas: A las familias, a las Mujeres.

BULA: utilizada para asuntos judiciales; ej.: “Unigenitus”, que condenó la tesis jansenista sobre la gracia irresistible (l7l3).

MOTU PROPRIO: documento en que se expresa el Papa “por sí mismo”. Ej.: la proclamación de Sto. Tomás Moro como Patrono de los Políticos y Gobernantes (3l-l0-2000).




7. Características del Magisterio de la Iglesia

Podemos clasificar las formas del magisterio, con el siguiente cuadro:

AUTENTICO:
-De los obispos en su Diócesis respectiva
-De las Conferencias Episcopales
-Del Papa, en su Magisterio Ordinario

INFALIBLE:
-De todos los Obispos, con el Papa, en consenso unánime
-De los Concilios Ecuménicos, cuando definen
-Del Papa, cuando habla “ex Cathedra” (desde la cátedra), con la intención de definir una verdad.

El Código de Derecho Canónico, 749,l establece:
En virtud de su oficio, el Sumo Pontífice goza de infalibilidad en el magisterio, cuando, como supremo pastor y doctor de todos los fieles, a quien compete confirmar en la fe a sus hermanos, proclama por un acto definitivo la doctrina que debe sostenerse en materia de fe y costumbres.”

El Concilio Vaticano I fijó las condiciones que se requieren para que el magisterio del papa sea infalible:
l. El Papa enseña como pastor y doctor universal; no como doctor privado ni como Obispo de Roma.
2. El Papa define, es decir, pronuncia un juicio definitivo e irrevocable en el futuro, ni por el mismo papa, ni por otro, ni por un Concilio.
3. El Papa ejerce su suprema autoridad apostólica, lo cual implica que obre con entera libertad y no por coacción.
4. El Papa define una doctrina sobre fe y costumbres; no está limitada a la Revelación.
5. Debe ser sostenida por la Iglesia universal: obliga a toda la Iglesia, no a una parte, y a un asentimiento absoluto e irrevocable.

Cuando se dan estas cinco condiciones, el papa habla ex cátedra, y su enseñanza es infalible. (Lumen Gentium, 25)



Fuentes:

Collantes, Julio. “El Magisterio de la Iglesia”; Madrid, Cuadernos BAC, l978.
Ardusso, Franco. “Magisterio Eclesial”; Madrid, San Pablo, l998.
[1] Discurso de Juan Pablo II sobre la Interpretación de la Biblia en la Iglesia; 23-4-1993.
[2] “Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo”; 1990, p. 27, 28, 32.

1 comentario:

LEONOR dijo...

BIEN CLARO QUEDA EXPRESADO QUE:"proclama por un acto definitivo la doctrina que debe sostenerse en materia de fe y costumbres.” Y QUE LA IGLESIA PERSEVERA POR LA GRACIA DE DIOS.